.Orlando
Guevara Núñez
El
día siguiente al desembarco de Playa Girón, sería inolvidable para Perucho. Y
lo fue también para el grupo de Jóvenes Rebeldes protagonistas del hecho aquí
narrado. El problema de Perucho consistió en que en el primer acto del
espectáculo, él fue el único en reírse. Y en el segundo, el único que no se
rió.
El país estaba en pie de guerra y el pueblo
enardecido defendía, puede decirse que con fiereza, su Revolución. Unos estaban
en el escenario del combate; otros, movilizados en las trincheras; decenas de
miles de jóvenes, alfabetizando, mientras otros ocupaban sus puestos de
trabajo. Los fusiles eran disputados por los revolucionarios.
Recuerdo que ese día a un grupo de los
jóvenes movilizados se nos asignó cuidar una de las entradas del pequeño
poblado. Registrábamos los vehículos y deteníamos a algunos connotados enemigos,
por lo general pertenecientes al género de los siquitrillados. No éramos
muy expertos en la tarea. O mejor dicho: no sabíamos nada sobre ella. Por eso
cuando no se acercaba ningún carro, nos enseñábamos mutuamente el manejo de los
fusiles, las señas que debíamos hacer a los conductores y la forma de
dirigirnos hacia ellos, teniendo en cuenta de quien se tratara.
Pero el caso que nos ocupa es el de Perucho.
Antes de hacer nosotros el relevo, este personaje había pasado por el lugar, en
dirección a la salida del pueblo, montado en su yipecito americano. Y cuando
los muchachos le hicieron señas para que detuviera el vehículo, Perucho se desmollejó de la risa, no paró y desde
el carro arrojó un cartucho lleno de
papeles rotos, los cuales se esparcieron y allí quedaron, como constancia de la
burla y el desacato. Esa fue la vez que el único en reírse fue Perucho.
Los relevados nos contaron la historia. Y
allí mismo comenzamos los ensayos para el segundo acto de la función.
Para regresar al poblado, Perucho tendría que
hacerlo por el mismo lugar que había salido. Y el yipecito era inconfundible. Y
todas las miradas estaban enfocadas hacia la curva por donde carro y hombre
debían de aparecer.
En realidad, la espera no fue tan larga. Y
cuando Perucho venía acercándose a nuestra posición, le dimos el alto. Su
primera intención fue repetir el acto de no obedecer y seguir de largo; pero el
palanqueo de los fusiles pareció estar conectado directamente al pedal de los
frenos, haciéndolo detener bruscamente, hasta quedar parqueado casi al lado de
nosotros.
Le preguntamos de dónde venía y registramos
el vehículo. Y luego le exigimos que explicara muy bien lo del cartucho de
papelitos rotos. Perucho comenzó a ponerse nervioso y no dijo nada. Y le
comunicamos entonces que como él era un evidente enemigo de la Revolución, de
los que esperaban recuperar sus latifundios ahora en manos del pueblo, quedaba
detenido. Y le recordamos también que su alegría por la invasión era
injustificada y que hacía mejor con alegrarse de que no siguieran viniendo,
porque nosotros sabíamos bien por dónde empezar si la cosa apretaba. Esa fue la
vez que el único en no reírse fue Perucho.
La medida de arresto fue ejecutada de
inmediato. Pero no tan inmediato su traslado hacia el poblado. Porque Perucho
tuvo antes que cumplir una tarea encomendada por el grupo. Y de verdad que no
le resultó fácil realizarla, porque el viento estaba ese día un poco rebelde y
los papelitos por él tirados se habían dispersado tanto que necesitó recorrer varios
metros para echárselos en los bolsillos, con la sugerencia de guardarlos bien,
no fuera a ser que los necesitara en el calabozo si escuchaba la noticia sobre
otro desembarco.
Al recordar este pasaje, pienso que la
lección es buena para los revolucionarios; pero creo que deben asimilarla
también y tenerla muy en cuenta, los Peruchos de estos tiempos…
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