jueves, 20 de diciembre de 2018

El Premio mayor

                                         
 .Orlando Guevara Núñez
 Entre aquellos muchachos, habitantes de una pequeña y pobre barriada, pudo haber muchos como Miguel Cuevas, Alarcón, Muñoz, Chávez, Huelga, Hechavarría, Laffita, Arias, Aquino, Casanova, Kindelán,  pero…
Los jóvenes que soñaban con ser como Jiquí Moreno, Marrero, Duany, Roberto Ortiz, El Gibarito de Regla o Adolfo Luque y otras estrellas de los equipos profesionales cubanos: Habana, Almendares, Cienfuegos y Marianao, no tenían ni siquiera donde jugar a la pelota. Por eso se veían obligados a entablar los desafíos en improvisados “stadiums”, cuyos escenarios eran los caminos, plazoletas, las mal trazadas calles del barrio-más bien callejones- y hasta en las guardarrayas y potreros.
 Pero eran tesoneros en su empeño. Hasta que consiguieron uno de sus más caros anhelos: tener un pequeñito campo deportivo, dedicado a la única disciplina  deportiva que conocían y practicaban, la pelota.
  El terreno estaba enclavado en medio de la barriada. Y pese a que el espacio era reducido, servía bien para los juegos, en los cuales no se producían grandes batazos por varias razones. En primer lugar, la poca fortaleza, preparación física y técnica de los atletas; en segundo, porque las pelotas eran de fabricación casera y no resultaba  fácil enviarlas lejos. Y tercero, porque si la bola se metía en los patios y se perdía -al no haber otra- ¡ahí mismo terminaba el juego!
 De todas maneras, haber conseguido aquel “cuadrito” de pelota era un gran acontecimiento, merecedor de una celebración. Y con ese objetivo se preparó una actividad, a la cual asistirían los habitantes del barrio, como señal de consentimiento a que los muchachos jugaran allí.
   La alegría reinaba entre los peloteros. Mas,  como ley del desarrollo, la solución de una necesidad siempre ha engendrado otras. Y por eso, resuelto el terreno, tuvieron los muchachos ante sí un nuevo dilema: ¿Cómo resolver los guantes, mascotas y los trajes para el equipo?
Recursos no tenían para comprarlos. Por eso pensaron y pusieron en práctica una idea que para todos pareció infalible: invitar al alcalde de barrio para que hablara en el acto de inauguración. Si eso se lograba, lo demás “se caería de la mata”, pues de seguro que el orador se comprometería a resolver los implementos deportivos tan necesarios. Y la invitación fue aceptada.
 El día de la fiesta inaugural al fin llegó. Todo el barrio estaba presente. Cuatro saquitos de yute, rellenados con aserrín, servían de almohadillas en las bases;  los bates de roble y de güira eran ese día  un estreno. Algunos jugadores vestían trajes hechos con sacos de harina, portando en la espalda el número utilizado por sus peloteros favoritos. El primer desafío se avecinaba y cercano estaba también el momento de saber si el invitado “soltaba algo”. La mayor atención, pues, no estaba en lo que él pudiera decir, sino en lo que pudiera dar.
Anunciado el alcalde  de barrio, fue largamente aplaudido. Pero su discurso resultó tan corto que sólo atinó a  balbucear que no podía decir nada, por la emoción que lo  embargaba. Y no ya como orador, alcanzó a decir algo más. Se mostró muy agradecido por el gesto de invitarlo y expresó su obligación de demostrar con algo su gratitud. Era el momento esperado.
La alegría cobró vida junto a las esperanzas de los muchachos.  Y ante las ansiosas miradas, tanto de los peloteros como de los fanáticos, el hombre introdujo su mano derecha en el bolsillo del pantalón, extrayendo un billete que entregó al “manager” del equipo local. Y cuando todos buscaron identificar el valor de aquel billete, descubrieron la amarga y decepcionante verdad: se trataba, con toda la mejor intención del mundo, de un billete de lotería para que “si salía premiado”, los muchachos pudieran comprar los ansiados guantes, pelotas, mascotas, trajes…
   La última esperanza se esfumó el sábado siguiente, día del sorteo. Y los muchachos, desilusionados, siguieron jugando en su pequeña barriada, con pelotas caseras, bates rústicos, guantes  y mascotas de sacos, caretas de alambre y trajes de sacos de harina, hasta que un día, inesperadamente, les llegó el Premio Mayor. No  precisamente el de la Lotería, sino el del Primero de Enero de 1959. El triunfo de la Revolución cubana, que convirtió el deporte en un derecho de todos..

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