sábado, 27 de julio de 2013

Hacia el aniversario 60 del Moncada (26 y final)



A nadie traicionó Fidel

Orlando Guevara Núñez

Cuando triunfó la Revolución, muchos  politiqueros, explotadores, magnates y todo tipo de personajes que habían hecho maridaje con la tiranía batistiana,  pensaron que, como era tradición en Cuba,  sólo se había producido en cambio de hombres en el gobierno. Y se aprestaban  a buscarse un lugar desde donde continuar viviendo con sus privilegios, a costa del pueblo.
“Esta es tu casa, Fidel”. Tal plaquita se puso en la puerta principal de muchos palacetes donde, más que cubanos, vivían camaleones que pretendieron engañar al pueblo. Algunos hicieron donaciones de reses, de  implementos  agrícolas, o de dinero para la Reforma Agraria a la cual, llegado el momento, combatirían, en contubernio con el gobierno imperialista de los Estados Unidos.
Fueron los mismos que se sumaron a la estampida cuando vieron frustradas sus aspiraciones y llegaron a la conclusión de que esta era una revolución verdadera y no un “quítate tú para ponerme yo”, como lo habían pensado.
Comenzaron, desde entonces, a difundir la mentira de que Fidel Castro los había traicionado. Se sentían con el derecho de continuar expoliando al pueblo y, por  lo tanto,  engañados al no poder hacerlo. En realidad, no tuvieron nunca razón para pensar de esa forma. Porque Fidel,  desde el mismo juicio del Moncada, el 16 de octubre de 1953, hablo con claridad y definió hacia dónde iría la Revolución una vez logrado el triunfo.
“Los demagogos y los políticos de profesión quieren obrar el milagro de estar bien en todo y con todos, engañando necesariamente a todos en todo” -expresó en esa ocasión, rodeado de soldados con bayonetas-  añadiendo que  “Los revolucionarios han de proclamar sus ideas     valientemente, definir sus principios y expresar sus intenciones para que nade se engañe, ni amigos ni enemigos”. Y así lo hizo.
“Cuando hablamos de pueblo, no entendemos por tal a los sectores acomodados y conservadores de la nación, a los que viene bien cualquier  régimen de opresión, cualquier dictadura, cualquier despotismo, postrándose ante el amo de turno hasta romperse la frente contra el suelo. Entendemos por pueblo cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla generación tras generación, la que ansía grandes y sabias transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente n sí misma, hasta su última gota de sangre”
Y su definición de pueblo fue más puntual aún:  “Nosotros llamamos pueblo, si de lucha se trata, a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo (…)  a los quinientos mil obreros del campo, que habitan en bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto, compartiendo con sus hijos la miseria (…) a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros cuyos retiros, todos, están desfalcados, cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las infernales habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos del patrón a las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya vida es el trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba”
En su concepto de pueblo, no fueron incluidos los explotadores, los magnates, los terratenientes, los políticos corruptos, los militares asesinos.
Incluyó Fidel a los cien mil agricultores pequeños que trabajaban la tierra sin ser suya; a los treinta mil maestros y profesores que tan mal se les trataba y pagaba; a los veinte mil pequeños comerciantes, abrumados de deudas, arruinados por la crisis; a los diez mil profesionales jóvenes médicos, ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores, escultores que al graduarse se enfrentaban a un callejón sin salida.
Y fue a ese pueblo a quien Fidel, preso y solitario, enfrentando al Tribunal que lo condenaría a 15 años de prisión, le hizo una promesa: si triunfaba la Revolución, no decirle “Te vamos a dar”, sino ¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la felicidad!  Y eso fue lo que hizo desde el 1ro. de enero de 1959.
Los seis graves problemas de la nación cubana, abordados por Fidel en su alegato de auto defensa conocido como La historia me absolverá: el problema de la tierra, el problema de la  industrialización, el problema de la vivienda, el problema del desempleo, el problema de la educación, y el problema de la salud del pueblo, fueron parte decisiva del programa del Moncada, cumplido y sobre cumplido en los primeros años de la Revolución.
Cada ley revolucionaria, siempre a favor del pueblo, atrajo sobre sí el odio imperial y contrarrevolucionario.  Así, se dedicaron a combatir a la Revolución con el fin de destruirla. Pero el pueblo, desde el inicio, se preparó para defender sus conquistas.
Las mentiras y el engaño han sido siempre armas predilectas de la contrarrevolución y los gobiernos de los Estados Unidos para combatirla. Y entre sus falsos argumentos, está el invento de que fueron traicionados.
Como está demostrado, la política revolucionaria trazada por Fidel estuvo bien clara antes del  1ro. de enero de 1959. Y víspera de la agresión mercenaria de Playa Girón, el Comandante en Jefe de la Revolución cubana ratificó sus concepciones sobre la lucha, al proclamar el carácter patriótico, democrático y socialista de la Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes.
Los traidores, los explotadores, los latifundistas, los políticos corruptos, los ladrones, los asesinos, no cupieron nunca, como sucede hoy, en el concepto de pueblo. Siendo así, ¿de cuál traición hablan? ¿Haberle arrebatado a ellos el poder para entregarlo al pueblo, es alguna traición? Y ese pueblo verdadero no ha sido, ni será nunca, traicionado por la Revolución, porque  él mismo es la Revolución.
Y hoy, al rememorar esos pasajes sobre los principio planteados por Fidel en La historia me absolverá, válido es recordar, sobre todo a quienes no pierden las esperanzas del regreso a un pasado capitalista de Cuba, lo proclamado por el jefe de la Revolución en aquel momento, convertido hoy en determinación de todo el pueblo. “Vivimos en un país libre que nos legaron nuestros padres y primero se hundirá la Isla en el mar antes que consintamos en ser esclavos de nadie”

Hacia el aniversario 60 del Moncada (25)





La historia absolvió a Fidel

.Orlando Guevara Núñez
El asalto a los cuarteles Moncada, en Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo, el 26 de julio de 1953, marcó el inicio de una nueva etapa –la última- en la gesta del pueblo cubano por su libertad e independencia. El método de la lucha armada  para derrocar a la tiranía se impuso sobre las manidas y corrompidas contiendas electorales. Surgió la figura de Fidel como líder verdadero que representaba los intereses del pueblo. Y de ese épico combate nació también un programa revolucionario que uniría a las masas para derrotar a la  dictadura  y construir luego su propio destino.
El 21 de septiembre de 1953, comenzó en Santiago de Cuba el juicio calificado como el más trascendente de la historia cubana. Fue la Causa 37 del Tribunal de Urgencias de esta ciudad. Pero el principal acusado, el joven abogado y revolucionario Fidel Castro, se convirtió pronto en acusador y los acusadores en acusados.
Fue en ese proceso-iniciado en el Palacio de Justicia- que Fidel, cuando uno de los inculpados sin tener relación alguna con los asaltantes, en un acto de autodefensa se dirigió a él para que justificara su inocencia y que no era autor intelectual del asalto, respondió con una afirmación histórica: “Nadie debe preocuparse de que lo acusen de ser  autor intelectual de la Revolución, porque el único autor intelectual  del asalto al Moncada es José Martí, el Apóstol de nuestra independencia”.
Tales fueron el miedo y la baja moral de los representantes de la tiranía batistiana en ese juicio, tan aplastante la verdad contra la mentira, que Fidel fue sustraído de las sesiones, con la farsa de que estaba enfermo, estratagema desbaratada en el propio plenario por la también asaltante y prisionera Melba Hernández Rodríguez del Rey, quien poseía una carta de desmentida firmada por el propio Fidel.

De todas formas, Fidel fue juzgado en otra sesión, celebrada el 16 de octubre de 1953, en una pequeña salita de estudio de enfermeras del Hospital Civil Saturnino Lora, a pocos metros del majestuoso Palacio de Justicia. Con esa arbitrariedad, se quería  que las palabras del jefe revolucionario no fueran escuchadas y se extinguieran en el silencio.
Pero allí, rodeado de esbirros y de soldados armados con bayonetas, se enfrentó Fidel al Tribunal que lo juzgaba y a la petición fiscal de 26 años de presidio por los hechos del Moncada.
“Los revolucionarios-advirtió convertido en su propio abogado defensor- han de proclamar sus ideas valientemente, definir sus principios y expresar sus intenciones para que nadie se engañe, ni amigos ni enemigos”.
Y así lo hizo. Así pronunció su alegato de autodefensa, conocido más tarde como La historia me absolverá, palabras con las cuales concluyó su valiente intervención. Así surgió el Programa del Moncada.
En su exposición, Fidel denunció los atroces crímenes de la tiranía contra los jóvenes asaltantes. De los 61 muertos, sólo seis habían caído en combate, siendo el resto asesinados  después de estar prisioneros. Fustigó también los graves problemas políticos, económicos y sociales que hundían a la nación cubana en la corrupción de los gobernantes, la miseria, la explotación, la insalubridad, el analfabetismo, el subdesarrollo, el abandono de los pobladores rurales y la desesperanza del pueblo ante las maniobras politiqueras que mucho prometían y nada hacían contra las injusticias imperantes.
 Profundizó en las causas de esos graves males, entre ellos el latifundismo que concentraba en manos de terratenientes nacionales y extranjeros enormes extensiones de tierra sin cultivar – el 25 por ciento de ellas en manos de geófagos norteamericanos- , mientras que más de cien mil campesinos no eran dueños de sus tierras, sufrían desalojos, y más de  500 000 obreros del campo sólo trabajaban cuatro meses al año y pasaban hambre el resto, sin poseer una pulgada de tierra donde sembrar para mantener a sus hambrientos hijos.
El problema de la tierra, el problema de la salud, el problema de la educación, el problema de la vivienda, el problema del desempleo, el problema de la industrialización. Sobre el dramatismo que vivía el pueblo en esos seis aspectos, mientras que los ricos engordaban cada vez más sus arcas, hizo el joven combatiente las más profundas reflexiones.
Pero Fidel fue mucho más allá de la denuncia. Expuso también un programa de lucha. Definió, en primer lugar, su concepto de pueblo: los 600 000 desempleados, los 500 000 obreros del campo y 100 000 campesinos explotados y hambrientos, los 30 000 maestros y profesores mal pagados. También los miles de profesionales que salían de las aulas para enfrentarse a una sociedad que no les brindaba empleo. No estuvieron nunca en esa clasificación los políticos corrompidos, los terratenientes, los casatenientes, los grandes comerciantes, los esbirros, los que oprimían y esquilmaban a los cubanos.
Y fue claro en su concepción defendida para la hora de la victoria: A este pueblo, cuyos caminos de angustias están empedrados de engaños y falsas promesas, no le íbamos a decir: te vamos a dar, sino: ¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la independencia!
Al final, el Tribunal condenó a Fidel a 15 años de prisión, los que comenzó a cumplir en el presidio de la entonces Isla de Pinos (hoy Isla de la Juventud), de donde salió amnistiado el 15 de mayo de 1955, como consecuencia de la presión popular.
En esa prisión terminó el líder de la gesta moncadista de redactar su alegato histórico, el cual, convertido ya en Programa, fue editado clandestinamente en 1954 y de igual forma circuló entre miles de manos de los revolucionarios cubanos. El Movimiento Revolucionario 26 de Julio, fundado en 1955, con Fidel a la cabeza, hizo suyo ese programa, aglutinó al pueblo en la lucha por él y lo convirtió en su arma invencible hasta derrocar al tirano.
El Programa del Moncada fue cumplido con creces desde los primeros años de la Revolución triunfante. Y todos los sueños de ayer son realidades revolucionarias de hoy.
 En la pequeña salita de enfermeras donde sesionó el Tribunal, no están encerradas las palabras de Fidel. Pero allí parecen vibrar ellas todavía, cuando expresaron la grandeza y valentía de un hombre armado de las más profundas convicciones:
Termino mi defensa, pero no lo haré como hacen siempre los letrados, pidiendo la libertad del defendido; no puedo pedirla cuando mis compañeros están sufriendo ya en Isla de Pinos ignominiosa prisión. Enviadme junto a ellos a compartir su suerte, es concebible que los hombres honrados estén muertos o presos en una república donde está de presidente un criminal y un ladrón.
Y late también el final de la magistral autodefensa: En cuanto a mi, sé que la cárcel será dura como no ha sido nunca para nadie, preñada de amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento, pero no la temo, como no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, ¡La historia me absolverá!
La historia no sólo absolvió a Fidel, sino que lo ha elevado al sitial más alto de la Patria y del corazón de millones de seres humanos en disímiles partes de este mundo que ahora saben también que un mundo mejor es posible. Y por ese mundo luchan.

jueves, 25 de julio de 2013

Hacia el aniversario 60 del Moncada (24)





En la prisión de Boniato
La solidaridad  burló  los barrotes
.Orlando Guevara Núñez
Fueron muchas – y muy valiosas- las acciones de solidaridad del pueblo santiaguero con los moncadistas luego del asalto del 26 de julio de 1953. Y ese sentimiento hermoso no fue una excepción durante la permanencia de ellos en la Cárcel de Boniato.
En su libro sobre el juicio del Moncada, de Marta Rojas,  se citan varios ejemplos de cómo esa solidaridad llegó a los combatientes desde la población y también desde el interior del presidio, expresada por muchos reclusos por causas comunes, quienes  “se convertían en colaboradores y protectores de los combatientes dentro de la prisión. Ellos, espontáneamente, se ocupaban de vigilar a los esbirros y advertir a los moncadistas de los peligros que les acechaban”.
Se explica cómo algunos presos comunes que trabajaban en oficinas y otras dependencias del penal, escucharon de boca de los soldados y clases de allí que Batista había dado la orden a Chaviano sustraer a Fidel del proceso del juicio y, para eso, eliminarlo físicamente si era preciso.
Los argumentos eran que los pronunciamientos del máximo jefe del asalto en el juicio “estaban ablandando a los soldados”. Y se decía que el propio Chaviano le había afirmado al dictador que “feroces custodios del primer día del juicio, al segundo día empezaron  como hombres con complejo de culpa, titubeantes y temerosos de la justicia que Fidel les presagiaba”.
El intento de Chaviano de cumplir la orden  de Batista, fue frustrado por la sagacidad de Fidel, quien haría una contundente denuncia de esa maniobra, en carta dirigida al Tribunal. Los presos comunes habían transmitido de forma oportuna el peligro.
En un párrafo de la citada misiva al Tribunal, desmintiendo que él no podía comparecer al juicio por estar enfermo, apuntaría Fidel:
Tercero:- Que he podido conocer con toda certeza que se trama mi eliminación física, bajo el pretexto de fuga, envenenamiento o cualquier cosa parecida y que a tal efecto se han estado elaborando una serie de planes y coartadas que faciliten la consumación de los hechos (…).
Esa farsa que debía conducir al asesinato de Fidel, fue frustrada por la solidaridad. Se explica en el texto citado cómo desde el exterior del presidio la población hacía llegar a los moncadistas alimentos y medicinas, adquiridos también a través de los presos comunes, para evitar consumir los del penal. Se sabía bien que Chaviano había dado órdenes precisas de envenenar al  jefe revolucionario.  Y llegó a ser separado de su cargo un supervisor  militar de la cárcel, quien se negó a cumplir la orden  de eliminar a Fidel.
El propio envío de la carta de Fidel al Tribunal, que tuvo como portadora a la combatiente Melba Hernández, fue posible por la colaboración de otros revolucionarios y algunos presos comunes. Preservar la vida de Fidel se convirtió en un objetivo de muchos.
Así se forjó otro episodio que es parte indisoluble de la gesta del 26 de julio de 1953. Los barrotes de la tiranía no pudieron impedir que la solidaridad del pueblo llegara hasta Fidel y el resto de los moncadistas. Y aún entre los mismos barrotes, la solidaridad con los revolucionarios  se impuso.


Hacia el aniversario 60 del Moncada (23)





La hora cero

.Orlando Guevara Núñez

Fragmentos de la entrevista, realizada por este autor,  a la heroína del Moncada, Melba Hernández Rodríguez del  Rey, con motivo del aniversario 40 del asalto al Cuartel Moncada

El 8 de marzo de 1991, por primera vez tuve la oportunidad de estar muy cerca de Melba Hernández, de conversar con ella. Esa noche, la heroína me pareció más inmensa. Y cuando como despedida me dio más de un abrazo y de un beso, me sentí como el niño que era cuando el asalto al Cuartel Moncada me la grabó en la memoria.
Sé que la historia ha dicho mucho sobre Melba, y existen libros y testimonios; pero insistí en escuchar de ella sus impresiones y sentimientos sobre la gesta transformada en el Rocinante de los Quijotes cubanos.
En esta síntesis, prescindo de los detalles sobre su niñez, su integración a la lucha revolucionaria y las tareas iniciales. La ubico en los umbrales del Moncada, en la acción que ella calificara como La hora cero, tan esperada por los combatientes.

Hacia Santiago

 Llegué a Santiago de Cuba de día, tengo entendido que el 24 de julio, esta fecha nunca he podido aclararla. Llegué por tren, trasladando lo que me correspondía. Eran dos maletas con uniformes, parque, escopetas y una caja de flores muy grande con un lazo bellísimo, donde iban dos o tres escopetas más, de las que se usaron en la acción del 26 de Julio.
 Llegué hasta el ferrocarril (de La Habana) con ese equipaje que habría de portar y no conocía que habría de llevarlo, no conocía que habría de moverme por ferrocarril, no conocía hacia dónde yo iba. Esa noche llegó a mi casa el compañero Ernesto Tizol, muy rápido. Ya Fidel me había dejado una notica dándome instrucciones, por la tarde en mi casa, cuando yo no estaba. Por la noche llegó Ernesto Tizol y me recogió y llegué acompañada por él a la estación de ferrocarril, en La Habana, sobre las diez o diez y media de la noche, ya dentro de la hora de salida del tren, y el coche lo agarramos caminando y caminando se montaron las maletas y se montó todo en el coche donde yo iba.
Fue muy tenso el viaje, porque eran maletas muy pesadas, Ernesto las puso a la entrada del vagón, pegado a la puerta; la caja la puso en el espacio, sobre mi cabeza, donde se ponen cosas menos pesadas. El movimiento del tren era tan grande, que yo hice todo el viaje temiendo que las maletas se fueran a escapar del vagón y se abrieran. Conocí de la existencia del equipaje que llevaba, al llegar allí, que Ernesto me dijo: Bueno, vas a llevar  esto, el   viaje  es   en tren  y  toma.  Y me entregó el ticket del pasaje y al coger el ticket fue que me di cuenta de que iba para Santiago de Cuba. Aquello era la expresión de que había llegado lo que llamábamos entonces  La hora cero para los combatientes organizados y dirigidos por Fidel.  Llegaba La hora cero, lo que quería decir que la acción para derrocar a la tiranía, para nosotros había llegado.
Llegué a Santiago de Cuba sobre las cuatro de la tarde. Nunca había ido a Santiago de Cuba, no obstante haber soñado siempre con esa ciudad como símbolo de la Patria, como símbolo de rebeldía, como expresión de los Maceo, expresión de nuestras luchas mambisas. Siempre soñaba con Santiago de Cuba. Llegué allí y me esperaban en la estación de ferrocarril Abel Santamaría y Renato Guitart. Esperé a que bajara un poco de gente para eludir la curiosidad sobre el cargamento que llevaba.
Ya, al final, le pedí a una persona que me bajara la caja de flores; no lo hacía yo porque era una caja muy pesada y tenía miedo, por falta de seguridad en mis fuerzas, que la caja se fuera a romper. Me la bajó un señor que iba -jamás se me olvidará - de Sagua la Grande, con su familia, para participar en los carnavales de Santiago. El me bajó la caja y me dijo: Óigame, ¿pero esta caja tan pesada? ¿Qué lleva usted ahí, armas?  Yo le dije: No, no, no llevo armas, llevo flores en hielo seco. Realmente di esa respuesta y no sé si el hielo seco es pesado, pero eso fue lo que se me ocurrió.
Cuando bajé con la caja de flores, me estaban esperando Abel y Renato. Cuando Abel me vio con la caja de flores, que el señor me la entregó abajo, dice que él vio aquello y dijo: De verdad que las mujeres son siempre las mismas, mira a Melba qué ocurrencia venir con esta caja de flores.  ¿Y para quien serán esas flores?

Un paseo por la ciudad

Así fue la llegada a Santiago de Cuba. Renato fue un compañero a quien no tuvimos mucha oportunidad de tratar, por el carácter clandestino y el rigor con el cual se trabajaba en el seno del Movimiento. Sin embargo, tanto para Yeyé como para mi, se convirtió en un íntimo compañero, en un hermano. Y para Renato teníamos los mismos sentimientos de cariño que guardábamos para el resto de los compañeros. No sabíamos que Renato vivía en Santiago, pues aunque tuvimos la oportunidad de hablar en La Habana, nunca dijo de dónde era.
Así llegamos, montamos en el carro y empezamos a hablar. Entonces dice Renato: Vamos a pasar por un lugar que después a ti te va a interesar mucho. Es muy importante. Y para que veas que los que están ahí son nuestros enemigos, pero no son tan feroces.  Y era el Cuartel Moncada.
Me enseñaron un poco a Santiago, a la ciudad, y Abel decía: Por si después no tienes oportunidad, vamos para que conozcas ahora.  Y me llevaron por los lugares más céntricos de la ciudad de Santiago de Cuba

Abel en su recuerdo

Abel era el hermano de sangre de Haydée, pero no fue menos hermano para mí. Así lo sentí desde el primer día. Nos llevaba con mucho rigor, con mucha exigencia, con mucha firmeza, pero con mucha dulzura, como era él, infinitamente dulce, muy comprensivo y siempre nos hablaba sobre qué era la Revolución, que no era el trabajo de un día, que las mujeres de esa época teníamos una gran responsabilidad, que nosotras teníamos el legado de Mariana Grajales, que teníamos que ser dignas de las mujeres que nos habían precedido y que éramos a quienes nos tocaba salvar el honor de la mujer cubana.

En la Granjita Siboney

Yo no sé decir lo que significó para mí llegar a la Granjita Siboney y encontrar allí a Yeyé. Ya estaba convencida de que estábamos a las puertas de La hora cero. Sin embargo, cuando llegué a la Granjita y me encontré a Yeyé, a mi se me olvidó todo. Encontré a Abel y a Yeyé y esos dos momentos se convirtieron en el centro de mi vida, en lo más importante.
Desde el instante de llegar a la Granjita, empezamos a crear las condiciones, a trabajar incansablemente para que la Granjita estuviera preparada para algo que debía ocurrir en ella y que nosotros no sabíamos. Estaban Abel, Renato, y también - que se había trasladado con Abel para cuidar la Granjita - el compañero Elpidio Sosa, un tremendo compañero, muy serio, muy trabajador, muy revolucionario.
La noche del 24 prácticamente no dormimos. Abel empezó a enseñarme los lugares, me llevó al pozo donde escondían los uniformes, parte de las armas, todo lo que iba llegando. El pozo lo cubrió con un platón grande y sembró allí una matica de mango de El Caney y decía: Porque cuando lleguemos a La Habana, entro con esa matica para regalársela a Elena.  Elena es mi mamá.
Allí Abel hablaba. Era muy apasionado y hablaba de sus impresiones sobre Santiago de Cuba y sobre los santiagueros. Decía que cumplida la misión de derrocar al tirano, él no se iría nunca de Santiago de Cuba, que se quedaría junto a los santiagueros, que aquél era su lugar.

La noche del 25 de julio

Trabajamos todo el día Yeyé, Elpidio Sosa y yo. Abel y Renato se fueron en horas muy tempranas de la mañana para regresar al mediodía, dar una vuelta y chequear cómo estaban las cosas y se volvieron a ir. No los volvimos a ver hasta tarde en la noche,
Terminamos tarde, muy cansados. Nos bañamos, comimos algunas cositas y nos sentamos en el portal de la Granjita a esperar lo que sabíamos que iba a llegar, pero no sabíamos que era lo que iba a llegar. Y ya tarde, como a las once de la noche, vimos por la carretera de Siboney, a distancia, el reflejo de unas luces. Nos pusimos en alerta, porque eran las luces que estábamos esperando. Y efectivamente, eran los carros con los muchachos, que empezaban a llegar a la Granjita.
Esa fue una infinita alegría, con bromas, con canciones, diciendo cosas sobre Batista. Gómez García leyendo sus versos, los que había escrito para la acción y no les puso título y después se les llamó  Ya estamos en combate.  Los leyó allí, en la cocinita de la Granjita. Y así, poco a poco, fue ocurriendo todo. Más tarde llegaron Abel y Renato; después llegó Fidel.
Con la llegada de Fidel a la Granjita, ya estábamos en La hora cero. Empezamos a sacar todo aquello escondido en el pozo, en una barbacoa; Yeyé y yo a planchar los uniformes y Fidel a dirigir toda aquella operación.
Todos con mucho respeto, para recibir el uniforme y el arma correspondiente. Algunos alcanzaron escopetas, otros se tuvieron que conformar con una pistola, porque las armas  eran muy pocas, y un tipo de armas para cazar palomas, no para atacar un cuartel.

Proa hacia el Moncada

Se dio la orden de comenzar a tomar los carros. El primero  lo tomó Abel. El era quien iba trazando el camino. A  Yeyé y a mí no  nos decían  nada. Ya cuando vimos los carros saliendo, nos acercamos a Fidel y le dijimos: ¿Y nosotras? y él nos dijo: Bueno, ustedes nos esperan aquí en la Granjita. Tan pronto terminemos, venimos y las recogemos.
Entonces Yeyé y yo planteamos que no estábamos de acuerdo, que teníamos una verdadera vocación revolucionaria y merecíamos ir al combate, correr los mismos riesgos, que teníamos esa decisión.
Para Fidel fue muy duro, porque se había establecido la norma de que cualquier decisión sobre Yeyé y yo - de Fidel y Abel - contara siempre con la aprobación de los dos. Pero ya Abel se había ido sin acordarse nada en ese sentido, y entonces tomar esa decisión fue para él muy difícil. Yeyé y yo razonábamos, alegábamos nuestro derecho y el pobre Fidel en esa situación difícil.
En ese momento el doctor Mario Muñoz, que se había vestido de uniforme y Fidel le pidió que se lo quitara y se pusiera la bata de médico, se había retrasado un poquito al salir de la Granjita. El nos estaba oyendo y se acercó a Fidel y le dijo: Las muchachas tienen razón en lo que dicen; vamos  a hacer una cosa, yo las llevo en mi carro, le explico a Abel y él tendrá que aprobarlo igual, en definitiva tú eres el jefe. Yo me las llevo y me responsabilizo con las muchachas.
Y así fue. Salimos en el carro manejado por Mario Muñoz. En el asiento de delantero, Muñoz con Julio Reyes Cairo, un muchacho de Colón; en el de atrás, Raúl Gómez García, Yeyé y yo. Y allí llevábamos las banderas, los himnos, el llamado al pueblo que se haría desde allí, porque habríamos tomado una estación de radio para informar al pueblo y hacerle un llamado.

El combate en el hospital

Llegamos bajo un tiroteo a la zona del Cuartel Moncada, al hospital Saturnino Lora. No fue fácil entrar al hospital, al grado de que no lo hicimos normalmente por la calle que correspondía, sino que cortamos y nos metimos, nos tiramos del carro y corrimos agachados hasta el hospital.
Entramos al hospital y cubrimos nuestros puestos en el combate. Teniendo en cuenta que la misión de Yeyé y mía era la de prestar primeros auxilios en la enfermería, nos situamos en un saloncito donde había una vitrina, unos pocos de instrumentos y otras cuantas cosas. Tuvimos que romper con el cabo de un arma la vitrina para poder hacer uso de aquellos instrumentos si hubiese hecho falta. El doctor Muñoz también ocupó su puesto y Julio Reyes Cairo, en esa zona de retaguardia.
Fuimos hacia la posición de Abel Santamaría que, como es natural, estaba en la vanguardia, en un ventanal del Saturnino Lora, que quedaba frente al cuartel. Abel se emocionó mucho cuando nos vio y se puso muy contento y nos dio una serie de instrucciones sobre la forma en que debíamos comportarnos durante el combate.
Esas dos o tres horas que tuvimos de combate en el hospital, pienso que la presencia de Haydée y mía fue altamente útil y necesaria. ¿Por qué?  Porque desempeñábamos el papel de apoyo a los muchachos que combatían con sus escopetas. Escopetas de cazar palomas que se las cargábamos en el fragor del combate y se las íbamos pasando a los muchachos cargadas para que continuaran el combate.
Combatimos de esa manera; prestamos auxilio a las dos bajas enemigas, que una cayó dentro del vestíbulo y otra en el portal del Saturnino Lora, mortalmente  herida, con un balazo en medio de la frente. Y, por supuesto, en la atención a nuestras bajas de heridos.
Pero yo necesito decir algo sobre el doctor Mario Muñoz. El fue hecho prisionero, como todos los que estábamos allí en el hospital. A él lo sacaron a pie, como a nosotros, poco antes que a nosotras dos, con un grupo de detenidos. Y cuando íbamos por una de las calles interiores del Cuartel Moncada, Mario discutía con dos militares que lo llevaban preso y vimos cómo uno de ellos…  lo empujaban, casi lo tumbaban, le decían de todas las cosas que ustedes saben que se dicen… a uno de ellos no le fue suficiente aquello y le tiró por la espalda. Y lo vimos caer de un solo tiro allí en la acera de aquella callecita interior.

En el Vivac

 En el vivac esas fueron horas muy tremendas; no podíamos estar más golpeadas por la vida. No obstante, necesitábamos vivir hasta saber cuál había sido el destino de Fidel. Así, pues, sentimos más que vimos, intuimos más que vimos la llegada de Fidel al vivac. Eso fue como una gran luz en una noche muy oscura y eso nos devolvió a Haydée y a mí el coraje, nos devolvió los ánimos.
Saber que Fidel estaba allí era lo que más nosotras necesitábamos, que el jefe de la Revolución no cayera, porque sabíamos que era indispensable para continuar la lucha.

En la prisión de Boniato

Esa fue una situación compleja, delicada, difícil. A Fidel lo tenían bajo cuarenta candados, absolutamente incomunicado. Lo veíamos cruzar por el pasillo, a través de la reja, pero no podíamos acercarnos a conversar con él. Todo el tiempo lo vivimos allí amenazados por la tiranía y muy en alerta.
 Fidel, estuvo primero solo, después nos pasaron a nosotras para ahí. Que estuviéramos comprometidos con la acción, en esta zona éramos Fidel, Yeyé y yo.
Todo el tiempo que estuvimos allí fue combatiendo, fue luchando, fue haciendo saber muy claro a los representantes del tirano nuestra disposición de luchar hasta morir si fuera necesario por salvar la Patria de aquel bochorno, de aquel deshonor.
Allí, en la cárcel de Boniato, estrenamos la marcha del 26 de Julio, dirigida por su autor, el compañero Agustín Díaz Cartaya y la acompañamos con golpes en cajones, en latas; las voces de los muchachos resonaban y llegaban hasta allá, hasta el pabellón donde radicaba la dirección penal

Los sueños del presente

Un revolucionario siempre está lleno de sueños. La vida de un revolucionario es una eterna escalada. Ayer soñábamos con la caída del tirano Batista, con esa Hora cero,  de la cual he venido hablando, donde fuera, no sabíamos que habría de ser en Santiago de Cuba, en el asalto al Cuartel Moncada.  Hoy soñamos con el Moncada. Ese sueño se abona con aquel ejemplo glorioso del 26 de Julio.
Hoy seguimos soñando con la Patria amenazada. Hoy tenemos las mismas fuerzas, los mismos bríos para defender la Patria ante ese feroz enemigo que es el imperialismo norteamericano, para defenderla y extraérsela de su feroz bloqueo y exhibirla ante el mundo como lo que es: una Patria libre, independiente, soberana y con la dignidad de sus hijos de ayer, de hoy y de mañana. Esos son nuestros sueños y serán siempre nuestros sueños, mientras existamos.