jueves, 25 de julio de 2013

Hacia el aniversario 60 del Moncada (23)





La hora cero

.Orlando Guevara Núñez

Fragmentos de la entrevista, realizada por este autor,  a la heroína del Moncada, Melba Hernández Rodríguez del  Rey, con motivo del aniversario 40 del asalto al Cuartel Moncada

El 8 de marzo de 1991, por primera vez tuve la oportunidad de estar muy cerca de Melba Hernández, de conversar con ella. Esa noche, la heroína me pareció más inmensa. Y cuando como despedida me dio más de un abrazo y de un beso, me sentí como el niño que era cuando el asalto al Cuartel Moncada me la grabó en la memoria.
Sé que la historia ha dicho mucho sobre Melba, y existen libros y testimonios; pero insistí en escuchar de ella sus impresiones y sentimientos sobre la gesta transformada en el Rocinante de los Quijotes cubanos.
En esta síntesis, prescindo de los detalles sobre su niñez, su integración a la lucha revolucionaria y las tareas iniciales. La ubico en los umbrales del Moncada, en la acción que ella calificara como La hora cero, tan esperada por los combatientes.

Hacia Santiago

 Llegué a Santiago de Cuba de día, tengo entendido que el 24 de julio, esta fecha nunca he podido aclararla. Llegué por tren, trasladando lo que me correspondía. Eran dos maletas con uniformes, parque, escopetas y una caja de flores muy grande con un lazo bellísimo, donde iban dos o tres escopetas más, de las que se usaron en la acción del 26 de Julio.
 Llegué hasta el ferrocarril (de La Habana) con ese equipaje que habría de portar y no conocía que habría de llevarlo, no conocía que habría de moverme por ferrocarril, no conocía hacia dónde yo iba. Esa noche llegó a mi casa el compañero Ernesto Tizol, muy rápido. Ya Fidel me había dejado una notica dándome instrucciones, por la tarde en mi casa, cuando yo no estaba. Por la noche llegó Ernesto Tizol y me recogió y llegué acompañada por él a la estación de ferrocarril, en La Habana, sobre las diez o diez y media de la noche, ya dentro de la hora de salida del tren, y el coche lo agarramos caminando y caminando se montaron las maletas y se montó todo en el coche donde yo iba.
Fue muy tenso el viaje, porque eran maletas muy pesadas, Ernesto las puso a la entrada del vagón, pegado a la puerta; la caja la puso en el espacio, sobre mi cabeza, donde se ponen cosas menos pesadas. El movimiento del tren era tan grande, que yo hice todo el viaje temiendo que las maletas se fueran a escapar del vagón y se abrieran. Conocí de la existencia del equipaje que llevaba, al llegar allí, que Ernesto me dijo: Bueno, vas a llevar  esto, el   viaje  es   en tren  y  toma.  Y me entregó el ticket del pasaje y al coger el ticket fue que me di cuenta de que iba para Santiago de Cuba. Aquello era la expresión de que había llegado lo que llamábamos entonces  La hora cero para los combatientes organizados y dirigidos por Fidel.  Llegaba La hora cero, lo que quería decir que la acción para derrocar a la tiranía, para nosotros había llegado.
Llegué a Santiago de Cuba sobre las cuatro de la tarde. Nunca había ido a Santiago de Cuba, no obstante haber soñado siempre con esa ciudad como símbolo de la Patria, como símbolo de rebeldía, como expresión de los Maceo, expresión de nuestras luchas mambisas. Siempre soñaba con Santiago de Cuba. Llegué allí y me esperaban en la estación de ferrocarril Abel Santamaría y Renato Guitart. Esperé a que bajara un poco de gente para eludir la curiosidad sobre el cargamento que llevaba.
Ya, al final, le pedí a una persona que me bajara la caja de flores; no lo hacía yo porque era una caja muy pesada y tenía miedo, por falta de seguridad en mis fuerzas, que la caja se fuera a romper. Me la bajó un señor que iba -jamás se me olvidará - de Sagua la Grande, con su familia, para participar en los carnavales de Santiago. El me bajó la caja y me dijo: Óigame, ¿pero esta caja tan pesada? ¿Qué lleva usted ahí, armas?  Yo le dije: No, no, no llevo armas, llevo flores en hielo seco. Realmente di esa respuesta y no sé si el hielo seco es pesado, pero eso fue lo que se me ocurrió.
Cuando bajé con la caja de flores, me estaban esperando Abel y Renato. Cuando Abel me vio con la caja de flores, que el señor me la entregó abajo, dice que él vio aquello y dijo: De verdad que las mujeres son siempre las mismas, mira a Melba qué ocurrencia venir con esta caja de flores.  ¿Y para quien serán esas flores?

Un paseo por la ciudad

Así fue la llegada a Santiago de Cuba. Renato fue un compañero a quien no tuvimos mucha oportunidad de tratar, por el carácter clandestino y el rigor con el cual se trabajaba en el seno del Movimiento. Sin embargo, tanto para Yeyé como para mi, se convirtió en un íntimo compañero, en un hermano. Y para Renato teníamos los mismos sentimientos de cariño que guardábamos para el resto de los compañeros. No sabíamos que Renato vivía en Santiago, pues aunque tuvimos la oportunidad de hablar en La Habana, nunca dijo de dónde era.
Así llegamos, montamos en el carro y empezamos a hablar. Entonces dice Renato: Vamos a pasar por un lugar que después a ti te va a interesar mucho. Es muy importante. Y para que veas que los que están ahí son nuestros enemigos, pero no son tan feroces.  Y era el Cuartel Moncada.
Me enseñaron un poco a Santiago, a la ciudad, y Abel decía: Por si después no tienes oportunidad, vamos para que conozcas ahora.  Y me llevaron por los lugares más céntricos de la ciudad de Santiago de Cuba

Abel en su recuerdo

Abel era el hermano de sangre de Haydée, pero no fue menos hermano para mí. Así lo sentí desde el primer día. Nos llevaba con mucho rigor, con mucha exigencia, con mucha firmeza, pero con mucha dulzura, como era él, infinitamente dulce, muy comprensivo y siempre nos hablaba sobre qué era la Revolución, que no era el trabajo de un día, que las mujeres de esa época teníamos una gran responsabilidad, que nosotras teníamos el legado de Mariana Grajales, que teníamos que ser dignas de las mujeres que nos habían precedido y que éramos a quienes nos tocaba salvar el honor de la mujer cubana.

En la Granjita Siboney

Yo no sé decir lo que significó para mí llegar a la Granjita Siboney y encontrar allí a Yeyé. Ya estaba convencida de que estábamos a las puertas de La hora cero. Sin embargo, cuando llegué a la Granjita y me encontré a Yeyé, a mi se me olvidó todo. Encontré a Abel y a Yeyé y esos dos momentos se convirtieron en el centro de mi vida, en lo más importante.
Desde el instante de llegar a la Granjita, empezamos a crear las condiciones, a trabajar incansablemente para que la Granjita estuviera preparada para algo que debía ocurrir en ella y que nosotros no sabíamos. Estaban Abel, Renato, y también - que se había trasladado con Abel para cuidar la Granjita - el compañero Elpidio Sosa, un tremendo compañero, muy serio, muy trabajador, muy revolucionario.
La noche del 24 prácticamente no dormimos. Abel empezó a enseñarme los lugares, me llevó al pozo donde escondían los uniformes, parte de las armas, todo lo que iba llegando. El pozo lo cubrió con un platón grande y sembró allí una matica de mango de El Caney y decía: Porque cuando lleguemos a La Habana, entro con esa matica para regalársela a Elena.  Elena es mi mamá.
Allí Abel hablaba. Era muy apasionado y hablaba de sus impresiones sobre Santiago de Cuba y sobre los santiagueros. Decía que cumplida la misión de derrocar al tirano, él no se iría nunca de Santiago de Cuba, que se quedaría junto a los santiagueros, que aquél era su lugar.

La noche del 25 de julio

Trabajamos todo el día Yeyé, Elpidio Sosa y yo. Abel y Renato se fueron en horas muy tempranas de la mañana para regresar al mediodía, dar una vuelta y chequear cómo estaban las cosas y se volvieron a ir. No los volvimos a ver hasta tarde en la noche,
Terminamos tarde, muy cansados. Nos bañamos, comimos algunas cositas y nos sentamos en el portal de la Granjita a esperar lo que sabíamos que iba a llegar, pero no sabíamos que era lo que iba a llegar. Y ya tarde, como a las once de la noche, vimos por la carretera de Siboney, a distancia, el reflejo de unas luces. Nos pusimos en alerta, porque eran las luces que estábamos esperando. Y efectivamente, eran los carros con los muchachos, que empezaban a llegar a la Granjita.
Esa fue una infinita alegría, con bromas, con canciones, diciendo cosas sobre Batista. Gómez García leyendo sus versos, los que había escrito para la acción y no les puso título y después se les llamó  Ya estamos en combate.  Los leyó allí, en la cocinita de la Granjita. Y así, poco a poco, fue ocurriendo todo. Más tarde llegaron Abel y Renato; después llegó Fidel.
Con la llegada de Fidel a la Granjita, ya estábamos en La hora cero. Empezamos a sacar todo aquello escondido en el pozo, en una barbacoa; Yeyé y yo a planchar los uniformes y Fidel a dirigir toda aquella operación.
Todos con mucho respeto, para recibir el uniforme y el arma correspondiente. Algunos alcanzaron escopetas, otros se tuvieron que conformar con una pistola, porque las armas  eran muy pocas, y un tipo de armas para cazar palomas, no para atacar un cuartel.

Proa hacia el Moncada

Se dio la orden de comenzar a tomar los carros. El primero  lo tomó Abel. El era quien iba trazando el camino. A  Yeyé y a mí no  nos decían  nada. Ya cuando vimos los carros saliendo, nos acercamos a Fidel y le dijimos: ¿Y nosotras? y él nos dijo: Bueno, ustedes nos esperan aquí en la Granjita. Tan pronto terminemos, venimos y las recogemos.
Entonces Yeyé y yo planteamos que no estábamos de acuerdo, que teníamos una verdadera vocación revolucionaria y merecíamos ir al combate, correr los mismos riesgos, que teníamos esa decisión.
Para Fidel fue muy duro, porque se había establecido la norma de que cualquier decisión sobre Yeyé y yo - de Fidel y Abel - contara siempre con la aprobación de los dos. Pero ya Abel se había ido sin acordarse nada en ese sentido, y entonces tomar esa decisión fue para él muy difícil. Yeyé y yo razonábamos, alegábamos nuestro derecho y el pobre Fidel en esa situación difícil.
En ese momento el doctor Mario Muñoz, que se había vestido de uniforme y Fidel le pidió que se lo quitara y se pusiera la bata de médico, se había retrasado un poquito al salir de la Granjita. El nos estaba oyendo y se acercó a Fidel y le dijo: Las muchachas tienen razón en lo que dicen; vamos  a hacer una cosa, yo las llevo en mi carro, le explico a Abel y él tendrá que aprobarlo igual, en definitiva tú eres el jefe. Yo me las llevo y me responsabilizo con las muchachas.
Y así fue. Salimos en el carro manejado por Mario Muñoz. En el asiento de delantero, Muñoz con Julio Reyes Cairo, un muchacho de Colón; en el de atrás, Raúl Gómez García, Yeyé y yo. Y allí llevábamos las banderas, los himnos, el llamado al pueblo que se haría desde allí, porque habríamos tomado una estación de radio para informar al pueblo y hacerle un llamado.

El combate en el hospital

Llegamos bajo un tiroteo a la zona del Cuartel Moncada, al hospital Saturnino Lora. No fue fácil entrar al hospital, al grado de que no lo hicimos normalmente por la calle que correspondía, sino que cortamos y nos metimos, nos tiramos del carro y corrimos agachados hasta el hospital.
Entramos al hospital y cubrimos nuestros puestos en el combate. Teniendo en cuenta que la misión de Yeyé y mía era la de prestar primeros auxilios en la enfermería, nos situamos en un saloncito donde había una vitrina, unos pocos de instrumentos y otras cuantas cosas. Tuvimos que romper con el cabo de un arma la vitrina para poder hacer uso de aquellos instrumentos si hubiese hecho falta. El doctor Muñoz también ocupó su puesto y Julio Reyes Cairo, en esa zona de retaguardia.
Fuimos hacia la posición de Abel Santamaría que, como es natural, estaba en la vanguardia, en un ventanal del Saturnino Lora, que quedaba frente al cuartel. Abel se emocionó mucho cuando nos vio y se puso muy contento y nos dio una serie de instrucciones sobre la forma en que debíamos comportarnos durante el combate.
Esas dos o tres horas que tuvimos de combate en el hospital, pienso que la presencia de Haydée y mía fue altamente útil y necesaria. ¿Por qué?  Porque desempeñábamos el papel de apoyo a los muchachos que combatían con sus escopetas. Escopetas de cazar palomas que se las cargábamos en el fragor del combate y se las íbamos pasando a los muchachos cargadas para que continuaran el combate.
Combatimos de esa manera; prestamos auxilio a las dos bajas enemigas, que una cayó dentro del vestíbulo y otra en el portal del Saturnino Lora, mortalmente  herida, con un balazo en medio de la frente. Y, por supuesto, en la atención a nuestras bajas de heridos.
Pero yo necesito decir algo sobre el doctor Mario Muñoz. El fue hecho prisionero, como todos los que estábamos allí en el hospital. A él lo sacaron a pie, como a nosotros, poco antes que a nosotras dos, con un grupo de detenidos. Y cuando íbamos por una de las calles interiores del Cuartel Moncada, Mario discutía con dos militares que lo llevaban preso y vimos cómo uno de ellos…  lo empujaban, casi lo tumbaban, le decían de todas las cosas que ustedes saben que se dicen… a uno de ellos no le fue suficiente aquello y le tiró por la espalda. Y lo vimos caer de un solo tiro allí en la acera de aquella callecita interior.

En el Vivac

 En el vivac esas fueron horas muy tremendas; no podíamos estar más golpeadas por la vida. No obstante, necesitábamos vivir hasta saber cuál había sido el destino de Fidel. Así, pues, sentimos más que vimos, intuimos más que vimos la llegada de Fidel al vivac. Eso fue como una gran luz en una noche muy oscura y eso nos devolvió a Haydée y a mí el coraje, nos devolvió los ánimos.
Saber que Fidel estaba allí era lo que más nosotras necesitábamos, que el jefe de la Revolución no cayera, porque sabíamos que era indispensable para continuar la lucha.

En la prisión de Boniato

Esa fue una situación compleja, delicada, difícil. A Fidel lo tenían bajo cuarenta candados, absolutamente incomunicado. Lo veíamos cruzar por el pasillo, a través de la reja, pero no podíamos acercarnos a conversar con él. Todo el tiempo lo vivimos allí amenazados por la tiranía y muy en alerta.
 Fidel, estuvo primero solo, después nos pasaron a nosotras para ahí. Que estuviéramos comprometidos con la acción, en esta zona éramos Fidel, Yeyé y yo.
Todo el tiempo que estuvimos allí fue combatiendo, fue luchando, fue haciendo saber muy claro a los representantes del tirano nuestra disposición de luchar hasta morir si fuera necesario por salvar la Patria de aquel bochorno, de aquel deshonor.
Allí, en la cárcel de Boniato, estrenamos la marcha del 26 de Julio, dirigida por su autor, el compañero Agustín Díaz Cartaya y la acompañamos con golpes en cajones, en latas; las voces de los muchachos resonaban y llegaban hasta allá, hasta el pabellón donde radicaba la dirección penal

Los sueños del presente

Un revolucionario siempre está lleno de sueños. La vida de un revolucionario es una eterna escalada. Ayer soñábamos con la caída del tirano Batista, con esa Hora cero,  de la cual he venido hablando, donde fuera, no sabíamos que habría de ser en Santiago de Cuba, en el asalto al Cuartel Moncada.  Hoy soñamos con el Moncada. Ese sueño se abona con aquel ejemplo glorioso del 26 de Julio.
Hoy seguimos soñando con la Patria amenazada. Hoy tenemos las mismas fuerzas, los mismos bríos para defender la Patria ante ese feroz enemigo que es el imperialismo norteamericano, para defenderla y extraérsela de su feroz bloqueo y exhibirla ante el mundo como lo que es: una Patria libre, independiente, soberana y con la dignidad de sus hijos de ayer, de hoy y de mañana. Esos son nuestros sueños y serán siempre nuestros sueños, mientras existamos.


       


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