.Orlando Guevara Núñez
Todo
fue asombro en la casa cuando el enorme San Lázaro apareció aquella mañana plantado en medio de la sala. Y de verdad que
era imponente la figura de casi un metro de alto, tallada en cedro pulimentado,
representando a uno de los santos más populares de Cuba. Más popular y más
temido, valga decirlo. No por gusto el trago y la fuma no le faltaban nunca al
viejo para mantenerlo contento y siempre
presto a conceder las peticiones y los milagros que remediaran en algo la
difícil situación.
Pero no toda la familia estaba de acuerdo con
la decisión de la vieja Margarita. Que el santo estuviera allá adentro, en un
rincón -pensaban algunos- era pasadero. Pero eso de verlo allí, en medio de la
sala, haciendo llamar la atención de todo el mundo, seguramente provocaría la
risa de muchos en el barrio. Aunque a la devota le importaba muy poco que
aquella figura, en el lugar donde estaba, le causara risa a alguien, porque
estaba convencida de que esa iba a ser la solución de las desgracias que
asolaban al hogar.
Así, a quien le hiciera insinuaciones, siempre contestaba que ella le pidió a San
Lázaro le consiguiera trabajo para el viejo
y los muchachos y el santo se le apareció en un sueño y le dijo que
estaba bien, que él resolvería ese asunto, pero antes ella tenía que sacarlo
del rincón de piso de tierra en el cuarto, recostado a las yaguas que servían
de pared, y llevarlo para la sala, donde todo el mundo pudiera verlo. Eso sería solo por un tiempo.
Ahora la vieja estaba satisfecha porque
había cumplido su compromiso y era de esperar que el santo cumpliera el suyo y
le concediera el milagro. Por eso no le gustó que Mayito -el hijo menor- le
dijera que si San Lázaro era tan poderoso,
por qué rayos él mismo no se curaba la lepra y por qué no caminaba
derecho, sin ayuda del bastón y de los perros pulgosos y flacos que tenía.
Pero
la discusión no duró mucho, porque Margarita dijo que Mayito era un hereje y
que uno siempre debía creer en algo y que la incredulidad era la causa de todas
las calamidades. Y volvió a decir que San Lázaro bajaría del cielo para
ayudarla. Y cuando Mayito iba a seguir
diciendo cosas, un ¡sió, carajo! de la vieja acabó con las habladurías del
muchacho. Y todos se quedaron muy serios y miraron con reproche al incrédulo
cuando Margarita pronosticó que seguro ahora la desgracia iba a ser mayor, por
estarse ofendiendo al santo. Y hasta Mayito dejó de reír y miró de reojo
al viejo,
pero se calmó al notarlo igual y pensó que la única desgracia mayor podía ser
morirse todos y si el santo existía y era bueno como decía la madre, no iba a
hacerles esa “charraná”.
El único que no había hablado era el viejo
Ramón. Y era por estar entretenido moliendo el maíz para la harina del
almuerzo. Su flaca y larga figura parecía danzar al compás de la manigueta y de
vez en cuando tarareaba muy bajito
alguna canción, como si la manigueta fuera la de un órgano. En realidad, no
tenía esperanzas de que el santo hiciera ningún milagro, ni le pudiera resolver
el trabajo, pero no quería meterse en líos con las creencias religiosas, porque
pensaba que la fe, por lo menos, ayudaba a encontrar consuelo y resignación. Y
aunque todo fuera en vano, era mejor ver a la vieja así, esperanzada, que no
amargada y llorando, como muchas veces ante la falta de comida o medicinas para los muchachos.
El hombre dejó de tararear para recordar los
años que llevaban juntos él y Margarita. Y cómo, uno a uno, habían nacido y
crecido los muchachos, pasando miles de trabajos y privaciones. Y pensó en las
zafras de tres meses y los tiempos muertos de nueve. Hizo una pausa, se secó el
sudor de la frente, se alisó los blancos
cabellos y recordó la imagen del santo, que parecía como sembrado en la sala.
En su corazón de guajiro que sólo había conocido la miseria y el desamparo, no
podían tener cabida las creencias sobre los milagros que nunca había visto.
Porque si hubiera justicia divina -pensó- ese santo, en vez de aparecérsele a
la vieja para cambiarle un milagro por la mudanza para la sala, se le habría
aparecido al dueño del central y de la
colonia para exigirle que lo acostara en su cama, con su mujer, incluyendo a
los perros y no bajarse de allí hasta que todos tuvieran trabajo y qué comer.
Terminada la molienda del maíz, Ramón volvió
a secarse el sudor y sin camisa salió para el patio, sentándose en un taburete
tan recostado a la guásima, que ya parecía parte de ella. Y se puso a pensar en
otras cosas, olvidando de momento al santo.
Y le vino a la mente el Año Nuevo. La cosa no
estaba para fiestas, pero ese día era de obligada reunión familiar y la casa
resultaba siempre pequeña para el alboroto de los hijos, de los nietos y de
algún que otro vecino, como era la costumbre, para felicitarse a las doce de la
noche y desearse mutuamente un nuevo año feliz que nunca llegaba a serlo.
¿Pero y el Santo? ¿Insistiría Margarita en
dejarlo allí también ese día? Ante la presencia de tanta gente y en medio de
tanto ajetreo, ¿seguiría aferrada la vieja?
Y llegó la noche en que se esperaba el Año
Nuevo. Y en la boca del santo parecía existir una sonrisa y hasta aparentaba
estar satisfecho, tal vez porque esa noche tenía más tabacos y ron que de
costumbre. A las doce, abrazos,
felicitaciones, deseos de prosperidad.
La fiesta sería hasta el amanecer. En el
humilde hogar campesino había mucha bulla
que fue mayor cuando alguien llegó gritando algo inesperado: ¡Se fue
Batista, coño! ¡Se jodió Batista! Y
todos salieron para el medio del batey. Todos menos San Lázaro, que seguía
inconmovible, con sus llagas y sus perros, en medio de la sala.
Luego pasaron los días. Comenzó la zafra y no hubo más tiempo muerto. Y podían comerse
otras cosas, además de la harina. Hasta que una mañana todos en la casa notaron
con extrañeza que el santo no estaba en su lugar. Ramón miró a los muchachos y
preguntó que quién carajo le había hecho eso a la vieja. Y Mayito se apresuró a proclamar su inocencia. Pero más se
sorprendieron cuando Margarita les dijo que no fueran pendencieros, que si no
se apuraban iban a llegar tarde al trabajo y que el santo estaba en el cuarto,
que ella misma lo había mudado y ellos
todos eran bobos o ciegos si no se habían dado cuenta de que el milagro estaba
ya cumplido.
Y ante el desconcierto de Ramón, la malicia
de Mayito y el silencio de los otros muchachos, la vieja - tabaco y trago de ron en las manos- se
dirigió hacia el cuarto. “Gracias, viejo Lázaro, por haber inspirado a estos
otros santos que bajaron no del cielo, sino de la Sierra Maestra, vestidos de verde olivo, y andan por ahí repartiendo mochilas de milagros. ¡Qué ellos
sean eternos como tú, mi viejo!
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