. Orlando
Guevara Núñez
Muchas
veces me había detenido a pensar la respuesta a semejante pregunta. Es
más, mentalmente la había ensayado. Pero
la oportunidad no llegó hasta aquella tarde, un tanto fría, en contraposición
con el habitual calor santiaguero.
Y no
sé si por el ensayo mío o por la práctica
y apremio del oficial entrevistador, las palabras fueron pocas.
-
Usted está designado para una misión fuera del país, planteada por nuestro Comandante en Jefe. Es voluntaria. ¿Está
dispuesto a cumplirla?
- Yo
voy donde sea y cuando sea.
- Piénselo bien. La misión es peligrosa y hay
muchas probabilidades de no volver. Es una guerra.
-La
respuesta está dada. ¿Cuándo?
-Hoy
mismo, tal vez dentro de un rato.
Estuve
a punto de hacer otra pregunta: ¿Dónde?
Pero el oficial había dado ya por terminada la conversación y me percaté
de que otra interrogante y su correspondiente respuesta habrían rasgado los
límites de la discreción.
No
sabía dónde, aunque analizando la convulsa situación del mundo y los diversos
puntos de conflictos, imaginaba que sería donde en realidad fue: en la hermana
República Popular de Angola, recién nacida a la independencia y agredida por
los intereses más reaccionarios del imperialismo internacional.
Eran
los días finales de diciembre de 1975. Esa madrugada, luego de una prolongada
espera, la misión fue aplazada, pero los primeros días del enero siguiente le
sirvieron de escenario.
Fueron
muchas las sensaciones experimentadas al momento de partir, pero hubo una muy
difícil de olvidar: el adiós a Santiago de Cuba. Ante la inminencia de la
partida la ciudad me pareció distinta.
Si
antes tenía de ella una visión panorámica, ahora me detenía en cada detalle y
me parecía que descubría cosas nunca vistas, aunque ellas estuvieran en lugares
por donde a diario pasaba.
Las
calles, las casas, los árboles, las aceras, las luces, la gente, los edificios,
los bancos del Paseo de Martí, las estatuas. En cada cosa sentía la necesidad
de detenerme, aferrado a la idea de que ellas quedaran grabadas en mi mente.
¡Y
cuán hermoso me parecía todo! ¡Con qué tremenda fuerza me sentía ligado a cada
fragmento de Santiago de Cuba! Y pensaba en cómo serían las cosas allá, a miles
de kilómetros, en ese imaginario lugar, del cual ni siquiera conocía aún el
nombre ni su ubicación geográfica. Y me martillaba también la mente ¿por qué no
decirlo? la idea sobre la posibilidad de estar mirando a Santiago de Cuba por
última vez…
Por
eso, cuando el ómnibus se puso en marcha, subió el Paseo de Martí, tomó la
carretera central y poco a poco se iba alejando, ya no tenía tiempo de fijarme
en los detalles, pero volví a la visión panorámica, ansiando que nada quedara
sin abrazar por la mirada.
Eran
las 9:00 de la noche del siete de enero de 1976. La ciudad quedaba atrás. Y
atrás quedaban también los seres queridos, los compañeros. No tenía la certeza
de volver a verlos. Los besos y abrazos a mis pequeños hijos y a mi esposa. La
incertidumbre incontestable de hacia dónde iba y cuándo regresaba. Todos esos
sentimientos se fundían en mi mente, se entrelazaban unos con otros, se cedían o disputaban mutuamente el lugar.
Lo
accidentado del acceso a Santiago de Cuba, provocado por las montañas que a
semejanza de un insomne y gigante
centinela, con invariable celo cuidan la ciudad, hizo que muy pronto
desaparecieran las luces. Cerré entonces los ojos, a la vez que reproduje en la
imaginación todo lo que momentos antes había observado con tanto cariño.
Y
después, coronando el Puerto de Moya, torné la vista. Sabía que desde allí se
divisaba la ciudad. Y vi de nuevo las luces, como un triángulo reluciente incrustado
en las montañas, como si éstas abrieran intencionalmente sus pechos para
brindar la oportunidad de la última mirada.
Pero
fue una visión muy fugaz, porque pronto el ómnibus tomaría una curva que haría
definitivamente invisible el resplandor santiaguero. Las luces internas del
vehículo estaban apagadas, pero aún así, pude percibir que todos los pasajeros
habían vuelto la vista hacia atrás y luego, sin mediar palabras, se recostaron
en sus asientos. Para mí, el raudo fulgor fue suficiente para permitirme
exclamar, uniendo en sólo dos palabras todo lo que quería y dejaba atrás ¡Adiós,
Santiago!
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