lunes, 25 de mayo de 2020

Operación Carlota: ¡Adiós, Santiago! (Del libro inédito Pequeños relatos sobre una larga misión)


                    


. Orlando Guevara Núñez

Muchas veces me había detenido a pensar la respuesta a semejante pregunta. Es más,  mentalmente la había ensayado. Pero la oportunidad no llegó hasta aquella tarde, un tanto fría, en contraposición con el habitual calor santiaguero.
Y no sé si por el ensayo mío o por la práctica  y apremio del oficial entrevistador, las palabras fueron pocas.
- Usted está designado para una misión fuera del país, planteada por nuestro Comandante en Jefe.  Es voluntaria. ¿Está dispuesto a cumplirla?
- Yo voy donde sea y cuando sea.
-  Piénselo bien. La misión es peligrosa y hay muchas probabilidades de no volver. Es una guerra.
-La respuesta está dada. ¿Cuándo?
-Hoy mismo, tal vez dentro de un rato.
Estuve a punto de hacer otra pregunta: ¿Dónde?  Pero el oficial había dado ya por terminada la conversación y me percaté de que otra interrogante y su correspondiente respuesta habrían rasgado los límites de la discreción.
No sabía dónde, aunque analizando la convulsa situación del mundo y los diversos puntos de conflictos, imaginaba que sería donde en realidad fue: en la hermana República Popular de Angola, recién nacida a la independencia y agredida por los intereses más reaccionarios del imperialismo internacional.
Eran los días finales de diciembre de 1975. Esa madrugada, luego de una prolongada espera, la misión fue aplazada, pero los primeros días del enero siguiente le sirvieron de escenario.
Fueron muchas las sensaciones experimentadas al momento de partir, pero hubo una muy difícil de olvidar: el adiós a Santiago de Cuba. Ante la inminencia de la partida la ciudad me pareció distinta.
Si antes tenía de ella una visión panorámica, ahora me detenía en cada detalle y me parecía que descubría cosas nunca vistas, aunque ellas estuvieran en lugares por donde a diario pasaba.
Las calles, las casas, los árboles, las aceras, las luces, la gente, los edificios, los bancos del Paseo de Martí, las estatuas. En cada cosa sentía la necesidad de detenerme, aferrado a la idea de que ellas quedaran grabadas en mi mente.
¡Y cuán hermoso me parecía todo! ¡Con qué tremenda fuerza me sentía ligado a cada fragmento de Santiago de Cuba! Y pensaba en cómo serían las cosas allá, a miles de kilómetros, en ese imaginario lugar, del cual ni siquiera conocía aún el nombre ni su ubicación geográfica. Y me martillaba también la mente ¿por qué no decirlo? la idea sobre la posibilidad de estar mirando a Santiago de Cuba por última vez…
Por eso, cuando el ómnibus se puso en marcha, subió el Paseo de Martí, tomó la carretera central y poco a poco se iba alejando, ya no tenía tiempo de fijarme en los detalles, pero volví a la visión panorámica, ansiando que nada quedara sin abrazar por la mirada.
Eran las 9:00 de la noche del siete de enero de 1976. La ciudad quedaba atrás. Y atrás quedaban también los seres queridos, los compañeros. No tenía la certeza de volver a verlos. Los besos y abrazos a mis pequeños hijos y a mi esposa. La incertidumbre incontestable de hacia dónde iba y cuándo regresaba. Todos esos sentimientos se fundían en mi mente, se entrelazaban unos con otros, se  cedían o disputaban mutuamente el lugar.
Lo accidentado del acceso a Santiago de Cuba, provocado por las montañas que a semejanza de un insomne y gigante  centinela, con invariable celo cuidan la ciudad, hizo que muy pronto desaparecieran las luces. Cerré entonces los ojos, a la vez que reproduje en la imaginación todo lo que momentos antes había observado con tanto cariño.
Y después, coronando el Puerto de Moya, torné la vista. Sabía que desde allí se divisaba la ciudad. Y vi de nuevo las luces, como un triángulo reluciente incrustado en las montañas, como si éstas abrieran intencionalmente sus pechos para brindar la oportunidad de la última mirada.
Pero fue una visión muy fugaz, porque pronto el ómnibus tomaría una curva que haría definitivamente invisible el resplandor santiaguero. Las luces internas del vehículo estaban apagadas, pero aún así, pude percibir que todos los pasajeros habían vuelto la vista hacia atrás y luego, sin mediar palabras, se recostaron en sus asientos. Para mí, el raudo fulgor fue suficiente para permitirme exclamar, uniendo en sólo dos palabras todo lo que quería y dejaba atrás ¡Adiós, Santiago!

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