jueves, 24 de enero de 2019

Recuerdos sobre una Underwood



.Orlando Guevara Núñez                                           
Cuando la vieja maquinita de escribir, de fabricación norteamericana, llegó al pequeño caserío ubicado en el corazón de la colonia cañera, el acontecimiento tuvo un rango que para muchos rayaba con lo sobrenatural.
    Algunos sabían que existía ese aparato; pero otros  se “desayunaban” con eso de que una máquina pudiera escribir. Por eso no quedó vecino sin ir a curiosear sobre la Underwood  y comprobar que el lápiz y la pluma no eran los únicos capaces de escribir, aunque muchos de ellos ni siquiera con eso podían hacerlo, por su condición de analfabetos.
   Las demostraciones causaban maravilla. Y más cuando sólo un muchacho en el barrio era capaz de entender aquel ingenioso aparato. El regalo a mi hermano procedía de un tío que años atrás, buscando suerte, se había radicado en La Habana. Según él, la encontró un día que  llegó a una fonda para consumir su único capital, de veinte centavos, en un desayuno. En la misma mesa se sentó un desconocido que pidió, consumió y se fue, dejando sobre el platillo un tentador billete de diez pesos, presuntamente como pago y propina.
Mi tío, al saberse momentáneamente solo,  no perdonó el desliz y se embolsilló el billete antes de que el dependiente lo viera. Pagó lo suyo y se fue.
  Y cuando su paso triunfal lo puso fuera del timbiriche, se topó cara a cara con el dueño de los diez pesos, quién sólo le dijo, en tono de proposición: “Un hombre como usted me hace falta para que trabaje conmigo”. Pero el resto de esa historia no es parte de esta memoria.
  Lo cierto es que el interés por el susodicho aparato crecía. Y mucho más cuando otro tío, que vivía en el caserío, tuvo una idea “genial” para estimular a los muchachos a aprender aquella sorprendente “escritura mecanizada”. La oferta fue permitirles fumar y jugar villar a quienes lo lograran, cosas allí prohibidas para los menores.
   De todas formas el “estímulo” no valió de mucho. Y en el barrio sólo mi hermano se hizo mecanógrafo, aunque el título no lo liberó del desempleo. Yo me propuse también aprender y gasté decenas de hojas de papel, marcadas sólo con las combinaciones qwert - poiuy, aconsejadas para el aprendizaje. Y ni fumé, ni jugué billar.
   Pero aprendí de veras. Luego se acabó el año 1958. Y un día, un viejo carretero del barrio, que tenía amistades en el pueblo, por haber sido activista del partido Aunténtico, me dijo muy contento que dentro de unos días yo tendría trabajo como mecanógrafo en las oficinas del central, propiedad del magnate Julio Lobo,  lugar del cual sólo había visto las chimeneas, el humo y el basculador que se tragaba las cañas cortadas, entre ellas por mi. Según él, eso sería un orgullo para el barrio.
   La mitad del 1959 había transcurrido. Y cuando llegué a la oficina, localicé al hombre indicado y le dije a lo que iba, la figura alta, rubia y de un acento extraño en la voz, me miró de arriba hasta abajo y creo que donde más fijó su vista fue en mis zapatos de trabajo y mi pantalón tipo montero. Si para esa fecha yo hubiese conocido a un destacado humorista nuestro, Antolín el pichón, imitándolo, seguro le habría preguntado a aquel sujeto si por casualidad me había visto facha de guajiro.
   Sin mediar palabras, me sentó frente a una máquina de escribir que en nada se parecía a la añeja Underwood. Y una sola indicación: escribir lo que quisiera.
   Así lo hice. Cuadré el papel y comencé  a  escribir con soltura y rapidez. Al terminar el texto escogido, registrado en la memoria, tras una breve revisión, comprobé que estaba bien. Y lo entregué. El hombre y una muchacha bonita lo examinaron. Ella sonrió, sin que yo pudiera adivinar su presagio. El hombre se puso muy serio. Y su conclusión, ligada a la despedida, no pudo ser más lacónica: Espere el aviso. Y nunca me avisó, ni al carretero tampoco.
El gran “error” cometido por mí durante aquella prueba, lo supe mucho después: haber escrito, con toda claridad y precisión, la Marcha del 26 de Julio. Porque eso fue algo así como una recomendación inoportuna, más decisiva que la del carretero.
   Pasado algún tiempo, volví por aquellas oficinas, con la intención de mirar de nuevo las caras del hombre y la muchacha. Sólo a mirarlos. Pero no fue posible, porque Miami estaba a muchos kilómetros de allí. Y no pude resistir entonces la tentación de regresar a mi casa, tomar la pequeña Underwood y escribir de nuevo aquella marcha patriótica. Y de verdad que la encontré mucho más hermosa.
   Los niños que ahora arriban a la edad escolar, se asombrarían de aquella maquinita no por lo novedoso, sino por lo obsoleto. Pero deben saber que no siempre fue así, ni es así en otras latitudes del mundo donde los infantes y aún los mayores, desconocen todavía los lápices,  las plumas y  máquinas de escribir. Y la presencia de una computadora causaría el mismo “revuelo” que la Underwood en mi pequeño barrio natal. Y más fatal aún: la propia maquinita sería motivo de sensación.  Para ese fenómeno, existe una sola explicación: los tiempos de Revolución que vivimos. 

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