lunes, 21 de enero de 2019

La Cobra



                                            
 Orlando Guevara Núñez
La cobra es una serpiente cuyo nombre es sinónimo de una palabra temida por todos: la muerte.
Antes de partir para el África, habíamos escuchado muchas anécdotas sobre este enemigo del cual  teníamos que cuidarnos. Y también recibimos algunas recomendaciones sobre cómo debíamos proceder si por desgracia éramos víctima de ella.
La cuestión consistía, si resultábamos mordidos en una pierna –por ejemplo- en hacernos de inmediato un torniquete más arriba, con el objetivo de que el veneno inoculado por la víbora no se extendiera por todo el cuerpo a través de la circulación de la sangre.
Un segundo paso consistía – de no haber otros medios- en utilizar nuestra propia bayoneta para cortar la parte afectada por la mordedura. Lo del torniquete no era difícil asimilarlo; pero lo de utilizar la propia bayoneta en semejante auto operación no resultaba nada agradable, aunque no hubiésemos dudado en hacerlo llegado el momento de escoger entre esa “intervención quirúrgica” y la muerte.
Hacía algún tiempo –en los primeros años de la Revolución- yo había leído un libro que aún conservo, de un autor soviético: Los hombres de Panfilov en primera línea, de Alejandro Beek. En ese texto se relata una historia relacionada con el tema. El protagonista explica como su padre había sido un nómada y que al ser picado por una araña venenosa y encontrarse solo en el desierto, utilizó el método de cortarse él mismo la parte envenenada, con lo cual pudo salvar la vida. Yo admiraba ese hecho valiente, pero deseaba de todo corazón no verme nunca en la necesidad de imitarlo.
Ya en la hermana República Popular de Angola, tuve la oportunidad, en varias ocasiones, de ver en la realidad a la temible cobra. En ocasiones algunas cruzaban por los caminos sobre los cuales transitábamos; en otras, nos encontramos con éstas mientras realizábamos labores de limpieza de los patios en las Unidades.
Pero es justo confesar que sólo una vez sentí una impresión escalofriante ante la presencia cercana de una cobra.
Había ya regresado de Sur del país –donde abundan estos animales- y me encontraba en Luanda, la capital. Esa noche estaba de guardia en la Unidad. Era una guardia operativa, dentro de una pequeña casa de campaña, donde estaba ubicada una mesita con un teléfono, más un catre para el descanso del Oficial responsable de la custodia. La posta que cuidaba la entrada, se encontraba a unos veinte metros de distancia.
Alrededor de las 2:00 de la madrugada, sentí un ruido y algo así como un silbido que salía, o parecía salir, desde debajo de la carpa que servía de piso a la casita. Como no podía identificar lo que podía ser, llamé al soldado angolano que junto a un cubano cubría la guardia, con el fin de que me ayudara a descifrar de qué se trataba.
Cuando el angolano llegó y le expliqué lo que habìa escuchado, se inclinó sobre el lugar indicado, esperando que volviera a producirse el ruido que le permitiera conocer el origen. Y lo hacía de una forma singular, con poses de maestro cuyo alumno espera su respuesta.
Después de un breve tiempo de espera, se produjo de nuevo el sonido. Y de parte del angolano sólo escuché dos palabras: ¡cobra, camarada! La primera la percibí desde bien cerca, pero la segunda fue pronunciada y a unos cuantos metros del lugar.
Por mi parte, abandoné el catre y la casita de campaña. Estacioné al lado del punto de guardia un “yipe”, en el cual introduje el teléfono, y desde su interior terminé mi turno de guardia a las 6:00 de la mañana.
Después del matutino, un grupo de compañeros cubanos levantamos con mucho cuidado la carpa y allí estaba la cobra, la que perdió su vida sin tener la oportunidad de obligarme a aplicar los conocimientos adquiridos en caso de sufrir su mordida.
               

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