.Orlando Guevara Núñez
En su edición del reciente sábado 25 de diciembre, el periódico Granma publicó un trabajo, firmado por Ernesto Pérez Shelton, donde se rememora la presencia de Silvio Rodríguez y Vicente Feliú en junio de 1976, en Sa-Da- Bandeira (Lubango), República Popular de Angola.
Al leerlo, me sentí motivado a sumarme al recuerdo y publicar unas notas que escribí hace mucho tiempo y han reposado en el anonimato. Las titulé Una noche poética y un compromiso incumplido. Aquí las publico hoy.
La noche del 28 de mayo de 1976, después de una intensa jornada de trabajo, me dispuse a escribir algunas cartas familiares, pasadas ya las 22:00 horas. Pero sólo unos minutos después, recibí una citación inmediata e inusual.
- Debes presentarte ahora mismo a la jefatura.
Partí enseguida para el lugar indicado, pensando en alguna misión de la que a diario realizábamos. Para esa fecha, me desempeñaba como chofer y era el secretario general del Núcleo del Partido de la Compañía de Reparación de Tanques y Transporte de esa Agrupación del Sur. Me resigné a no escribir esa noche.
Al llegar ante el jefe y cumplir el rigor de la presentación, recibí ciertamente una misión, pero opuesta totalmente a la que esperaba. Una misión tan inusual como la citación.
- Lo mandamos a buscar porque queremos que recite la poesía que usted escribió en Cuba el día de la salida para Angola. La citada “obra” poética era ya conocida. Surgió cuando el 6 de febrero de ese 1976, al partir hacia la hermana nación, fui designado para hablar en nombre de quienes salíamos. Y en lugar de un discurso, escribí unas décimas donde se reflejaba el sentir de un soldado internacionalista cubano al despedirse de su patria para cumplir el mandato de Fidel y del Partido Comunista de Cuba.
No olvido que estaba presente una delegación cultural cubana que había ido a Angola con el objetivo de actuar para los combatientes internacionalistas. Y asistía también “Farruco”, un Comandante de las FAPLA destacado allí.
Para uno que escribe algunas poesías sin ser poeta, ese era un reto algo difícil. Y más cuando uno de los que tenía delante de mí como integrante de la delegación cubana era ¡Silvio Rodríguez! Me parecía un intrusismo recitar ante su presencia. Pero la encerrona estaba hecha y sin escape.
Haciendo la aclaración de rigor – que yo no era poeta- pero afirmando también que todo revolucionario tiene algo de poeta porque la poesía más bella y sublime que existe es la Revolución, accedía a la declamación, aunque en realidad era menos declamador que poeta.
Y por si fuera poco, al concluir, tuve que repetir “el número” para facilitar una grabación. Según los presentes – siempre me quedó la duda de si de verdad o por cumplido- la poesía gustó.
Luego de algunos intercambios de opiniones, me preguntaron si tenía otras composiciones poéticas. Les dije que sí, con la diferencia de que las conocía yo solo. De todas formas, quedó sellado el compromiso de decirlas en aquella ocasión. Y recité dos más.
La primera había sido dedicada a mis hijos. Cuando nacieron, recibieron dos nombres que formaban ya parte inseparable de la historia revolucionaria e internacionalista de nuestro pueblo: Tania y Ernesto. Yo soñaba con poder explicarles a ellos el significado de esos nombres, pero, en esa época, eran muy pequeños para entenderlo.
La lejanía y el recuerdo me dictaron, por la emoción, una pausa obligada.
Y para cerrar mi improvisado debut, ante un público que no sobrepasaba las diez personas, recité otra composición. La había escrito después de leer tres libros que me habían causado un gran impacto: Vidas Secas, Huasipungo y Una expedición a los indios ranqueles. Las tres, fieles reflejos de las infrahumanas condiciones de vida, de los abusos, la humillación y calamidades en las cuales viven sumidos millones de indígenas de nuestras sufridas y preteridas tierras de América. Y confieso que sintiendo algo así como un remordimiento por no poder contribuir directamente con esa causa, volqué mis sentimientos- con más indignación revolucionaria que profundidad poética- en esos versos.
Alrededor de las once de la noche, me despedí de la improvisada “gala” y regresé a mi dormitorio, no sin antes acceder a la petición de copiar las dos últimas composiciones y hacerlas llegar al otro día a uno de los integrantes de la delegación cultural cubana que las había solicitado. Y me entregué al sueño como una hora después, cuando terminé las cartas inconclusas. Había tenido, sin imaginarlo, una noche poética.
El compromiso de entregar al otro día las copias de las poesías, sin embargo, no fue cumplido. Y no pude tampoco, en aquellos momentos, explicar las razones. Pero si el compañero que las solicitó tuviera algún día la oportunidad de leer este pequeño relato, podrá saber que no hubo informalidad alguna. La verdadera razón fue que alrededor de las 2:30 de esa madrugada, tuve que cumplir otra misión muy distinta a la poética. Y al mediodía siguiente, al consultar el cuenta millas del vehículo que conducía, puede percatarme de que estaba a algo más de medio millar de kilómetros del lugar donde debió cumplirse el compromiso.
Y mientras el carro se desplazaba por el corazón de una inmensa zona selvática, y el fusil al lado iba ese día en una posición distinta y los ojos más alertas, a mi menta acudían algunos fragmentos de la poesía dedicada a mis hijos y que también para mi tenían plena vigencia: No es un simple homenaje a los caídos: ¡Es más bien un compromiso de ser como ellos!
Hoy la grandeza de Silvio y de Vicente me hace sentir más culpable por aquel atrevimiento. Mi única justificación, la dije aquella misma noche y hoy me permito repetirla: todo revolucionario tiene algo de poeta porque la poesía más bella y sublime que existe es la Revolución.
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