lunes, 8 de enero de 2018

La matinée



           
 .Orlando Guevara Núñez
 Los  niños son la esperanza del mundo. Esa bella afirmación la aprendimos de Martí y ahora la hacemos realidad cada día. Pero no siempre ha sido así. Porque antes del Primero de Enero de 1959, la inmensa mayoría de los niños cubanos vivía en un mundo sin esperanzas. O podría decirse también que vivía sin esperanzas en el mundo.
 Los camellos de los Reyes Magos no trotaron nunca por los estrechos caminos que conducían a los hogares de los niños pobres del campo, ni encontraron las direcciones de los que malvivían en las ciudades y los poblados. Era como si los dromedarios hubiesen saciado hambre y sed en las casas de los ricos y despreciaran por ello las yerbitas y laticas con agua que manitas inocentes situaban las noches de cada cinco de enero debajo de sus camas, junto a las carticas que Melchor, Gaspar y Baltazar no tuvieron nunca tiempo para leer.
   Pero no era sólo el Día de Reyes. La tragedia era perenne.
 Y una decepción siempre duele. Pero duele más si es sufrida por un niño. Más todavía cuando ese niño no puede explicarse las causas de que ellos no puedan tener lo que a otros les sobra.
 Los tres niños de este relato tampoco entendieron nunca sus desdichas. Y cada uno las enfrentaba a su manera. La aspiración para esos infantes, como de todos los del poblado, era la oportunidad de asistir a la matinée dominical, en un minúsculo  y destartalado cine que, aún así, resultaba grande para los pocos que podían pagar los diez centavos de la entrada. Y la niña y sus hermanos estaban siempre entre los aspirantes, pero sus padres no figuraban entre quienes podían sufragar esos gastos.
   El padre sufría, pero estaba impotente. Y la madre encontró lo que podía ser una solución: elaborar dulces que los niños debían vender en la calle, sacar de ahí el gasto para la matinée y hacer algún aporte al presupuesto familiar. Pero había una condición: vender toda la mercancía. Y si la venta era mala, ¡Adiós, matinée!
El mayor de los niños era más diestro y por lo general se agenciaba la entrada; el segundo no siempre triunfaba en la venta y regresaba derrotado, con amargas y copiosas lágrimas que en nada remediaban su situación. Y decidió entonces participar, junto a la niña, en los concursos de canto que formaban parte de la promoción del espectáculo dominical. El premio consistía en una entrada gratis.
La decisión no pudo ser más infeliz y desastrosa. Su voz era, sencillamente, terrible. Y más alarmante su desafinación. Algunos inescrupulosos lo compararon con un ternero bramando y le aconsejaron que vendiera los “gallos” para comprar la entrada. Y de nada la valieron los ensayos. En realidad, tenía mejor voz para el pregón que para el canto, aunque en ambos casos los resultados fueron pésimos. Fue por eso, entre los tres, quien más sufrió.
 La niña, por el contrario, ganaba en todas sus presentaciones. La gracia de sus tiernos nueve años, su voz no mala y la cadencia de su cuerpo al compás de las notas que entonaba, le aseguraban la entrada cada vez que se lo proponía. La venta de dulces quedó así para los varones. Y Rosita Fornés  tuvo en ella, tal vez, la rival más atrevida e inocente de su vida.
  Prefiero omitir los nombres de esos niños. Ellos están muy cerca y sé que serán de los primeros en leer estas líneas, en las cuales se reencontrarán a sí mismos, como víctimas de un pasado sin reedición, en una Patria donde ahora sí se cumplen los sueños de nuestro Héroe Nacional.
Hace algunos días pasé por el lugar donde estaba el viejo cine. La Revolución construyó allí uno nuevo. Y todos los niños lo disfrutan sin tener que ganarse la entrada vendiendo dulces o cantando, sin que sus padres sufran por no poder complacerlos y sin que el llanto ocupe el lugar de la sonrisa en quienes nacieron para ser felices. Si a esto se le quisiera poner un nombre, bastaría entonces una sola palabra: ¡Revolución!  Y otra para el apellido: ¡Socialista!

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