.Orlando
Guevara Núñez
La
sola mención de su nombre: el Che,
nos trae a la mente la imagen de un héroe
cuyas hazañas lo agigantan en
nuestra memoria. El joven médico que en motocicleta recorrió parte de Latinoamérica,
que defendió al gobierno del presidente
de Guatemala, Jacobo Arbens, frente a la
agresión norteamericana que lo derrocó en 1954.
Recordamos
al Che que conoció a Fidel en México,
que se integró a la expedición del
Granma, que fue herido en Alegría de Pío y allí, teniendo ante sí dos cajas-
una de medicina y una de balas, pudiendo cargar una sola- se decidió por la
segunda, definiendo así su vocación de guerrillero por encima de la de su
profesión como médico.
Decir
Che, significa evocar al primer hombre
ascendido por Fidel, en la Sierra Maestra, al grado de Comandante; al jefe
de la primera Columna – la 4- que
durante la guerra se desprendió de la
Columna Uno, bajo el mando de Fidel. Recordamos al jefe del campamento de entrenamiento de
reclutas en Minas del Frío; al Che jefe de la Columna Invasora
Nro.8 Ciro Redondo; al jefe guerrillero de la campaña de Las Villas, de
la toma de Santa Claara.
Y
luego del triunfo revolucionario de 1959,
viene a nuestra mente el Che constructor del socialismo, forjador del
trabajo voluntario, defensor y fiel exponente del hombre nuevo. Y
admiramos al firme defensor de Cuba en
tribunas internacionales, al combatiente internacionalista en El Congo, y en
Bolivia, donde cayó herido el 8 de octubre de 1967 y fue asesinado al día
siguiente, por orden de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados
Unidos. Al Che universal, cuya imagen recorre hoy el mundo como estandarte de
millones de personas preteridas que pelean sus derechos, y de masas redimidas que defienden sus conquistas.
Por
esas razones a veces no dedicamos atención
a hechos pequeños –en realidad a
la vez grandes- que conformaron la personalidad del Guerrillero Heroico.
Los
sentimientos humanos del Che aún en las
cosas más pequeñas, fueron, sin dudas,
los cimientos de su inmensa obra.
Durante
el combate de El Uvero, el 28 de mayo de 1957, en la Sierra Maestra, al
despedirse de un combatiente herido que mediante palabra de honor quedaba en
manos del ejército enemigo como única posibilidad de salvar su vida por la
gravedad de las heridas, el Che confiesa que estuvo tentado a depositar un beso
en su frente, pero no lo hizo por entender que el compañero comprendería su irremediable sentencia: la muerte, como en
definitiva sucedió.
Pero
también asombra la sensibilidad del Che ante hechos
relacionados con animales, demostrando que su amor trascendía los límites del género humano.
En
su libro Pasajes de la guerra
revolucionaria, aparece un relato titulado El cachorro asesinado, donde expresa el pesar suyo- y de otros
combatientes- ante la muerte por él
ordenada a Félix, guerrillero, de un perrito que acompañaba a la tropa, pero
que con sus incontenibles ladridos ponía en peligro la seguridad de los
guerrilleros.
Así
lo plasma en su relato: “No sé si sería sentimental la tonada o si fue la noche o el cansancio… Lo
cierto es que Félix, que comía sentado en el suelo, dejó un hueso.Un perro de
la casa vino mansamente y lo cogió. Félix le puso la mano en la cabeza, el
perro lo miró, Félix lo miró a su vez y
nos cruzamos algo así como una mirada culpable. Quedamos repentinamente en
silencio. Entre nosotros hubo una conmoción imperceptible. Junto a todos, con
su mirada mansa, picaresca con algo de reproche, observándonos aunque a través
de otro perro, estaba el cachorro asesinado”.
Un
cercano colaborador del Guerrillero
Heroico, Orlando Borrego, en su libro Che, recuerdos en ráfaga, nara dos
anécdotas:
Una,
cuando saliendo de La Habana, manejando, el Che impactó con el auto a un perro. De inmediato detuvo el vehículo, se
bajó y se internó en un oscuro matorral, tratando de localizar al animal para
asistirlo.
La
otra tuvo como escenario a Santiago de Cuba, en ocasión de celebrarse aquí un
acto central por el 26 de Julio. Cuenta Borrego que iban a pie, a visitar a unos compañeros albergados
en una casa cercana. De pronto escucharon unos gritos: ¡Pica, gallo! ¡Pica,
canelo! ¡Pica Jabao! Entraron a la casa desde donde provenían las
exclamaciones. Y se toparon con una pelea de gallos, donde la sangre de los contendientes era visible.
El
Che penetró en el ruedo vallístico y separó a los animales, profiriendo
“frases bastante vulgares y nada amistosas”. Entre
los galleros, uno, explica
Borrego que, mezclados con la admiración y el respeto, una expresión dejó
escapar sus sentimientos: “Se jodió la pelea, ¿Quién sería el que le avisó al
argentino?
Mientras,
el Che procuraba algodón y alcohol para curar a los dos gladiadores y luego
encargó los retiraran a sus galleras. No dijo nada más. Con una señal de saludo
se marchó y, al poco rato, en la casa visitada, estaba él en otra lidia muy
distinta, una partida de ajedrez.
Así,
de grandes hazañas y de hechos pequeños,
está forjada la figura del Che.
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