.Orlando Guevara Núñez
Han
pasado ya más de seis décadas y media. Y todavía guardo el más grato recuerdo
sobre esa mujer. No sé si aún vive o si la acción implacable del tiempo ha sido
capaz de doblegar su existencia. Pero lo cierto es que ni la distancia ni los
años han podido borrar las imágenes que conservo sobre ella- para muchos una
mujer igual que otra- pero para mi, inobjetablemente excepcional.
Aún
bajo los torrenciales aguaceros, venciendo los obstáculos de los más de diez
kilómetros de fangosos caminos, la recuerdo llegando siempre primera a la
escuela, enjorquetada sobre su infalible transporte: una yegua alazana y
grande, a la cual ella, no sé por cual razón, llamaba siempre “mi caballa”. Y no la he olvidado tampoco bajo su gigante
sombrilla, utilizada lo mismo contra el sol que contra el agua. Ni cuando
miraba por encima de sus espejuelos de aumento; ni su modestia y corrección en
el vestir.
Pero
lo que más me sigue impresionando al recordarla, es su manera de ejercer con
tanto amor y vocación la enseñanza. Aún no consigo olvidar su rostro emocionado
al cantar junto a nosotros, todas las mañanas, nuestro Himno Nacional. Y siento
todavía su voz exaltando las figuras de Céspedes, Agramonte, Martí, Gómez y Maceo… y luego haciéndonos copiar muchas veces
hasta aprender de memoria los pensamientos martianos de que los grandes derechos no se compran con
lágrimas, sino con sangre; que el verdadero hombre no mira de qué lado se vive
mejor, sino de qué lado está el deber y que un principio justo, desde el fondo
de una cueva, puede más que un ejército.
Y la recuerdo intolerable ante las
indisciplinas. Y acuden a mi mente las veces que las acostumbradas peleas entre
alumnos durante el recreo, tuvieron un fin paralizante, sencillamente ante una
señal de alerta anunciando su presencia.
No
eran épocas todavía para prescindir de los reglazos. Pero en ella ese castigo
se complementaba siempre con otro: la obligación de permanecer en el aula a la
hora del retiro. Y sólo ella y el castigado eran testigos de lo que entonces
sucedía.
Me
parece estar mirándola aquel día en el aula, donde la algarabía era fantástica.
Se levantó lentamente de su silla y penetró hasta el centro del pasillo que
dividía en dos el grupo. En su mano derecha, la fatídica regla. El silencio,
sepulcral. Todas las miradas se concentraban en ella, la seguían y trataban de
descifrar lo que se avecinaba. Su taconeo sobre el piso de madera, semejaba un
toque anunciando tragedia.
Cuando se detuvo a mi lado, sólo un veloz
reflejo pudo librarme del impacto. Como un relámpago, un coro de voces proclamó
mi inocencia y detuvo el embiste. Ella, turbada, regresó a su asiento y junto a
mi sólo quedó la regla, partida en dos, y una visible marca grabada en el
espaldar de mi pupitre. Lloré de impotencia y de vergüenza. Ese día pensé que
ella era mala y todos la acusaron de injusta. Y más lo creí así cuando, pese a
mi probada ausencia de culpa, me aplicó también el castigo de quedarme en el
aula mientras los demás se marchaban. Sólo entonces-sin testigos- comprendí y
guardo con especial emoción y cariño, el secreto del segundo castigo, cuando
sus lágrimas, en lugar de sus palabras, enmendaron la injusticia. Esa vez
aprendí que uno puede llorar no sólo ante una ofensa…
Pero
lo que con más tristeza recuerdo es aquel aciago día en que otra maestra
apareció sentada sobre la silla del aula. No había venido en una “caballa”, ni llegó antes que los alumnos, ni
traía sombrilla grande, tal vez porque dentro del auto no la necesitaba. Si no
menciono su nombre, es porque en realidad no lo recuerdo…
Nunca
más volví a ver a la maestra que yo quería. Tampoco he sabido nada sobre ella.
Pero confieso que siempre, al pasar por el lugar donde existiera aquella
humilde escuelita rural o cuando estoy entre niños y educadores, viene a mi
mente, ligada a un profundo cariño y respeto, una imagen imborrable y
resistente a la acción corrosiva del tiempo: la de Antolina, mi querida maestra
de segundo grado.
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