.Orlando
Guevara Núñez
La
inmensa mayoría de los cubanos conoce lo que es un gorrión. Y muchos nos hemos
recreado mirando las travesuras y habilidades de esa inquieta avecilla. Y hemos
admirado tambièn su destreza para construir los nidos, a veces, casi dentro de
las casas; su alegre y apresurado canto,
sus ágiles movimientos en busca de alimentos, su alegría en el amor y su
bravura cuando algún intruso amenaza a sus pequeñuelos o pretende disputarle la
pareja.
Pero
en Angola conocimos otro tipo de gorrión. No sé de dónde surgió esa evocación,
pero lo cierto es que todos aceptábamos ese nombre para designar algo a lo que
nadie escapaba: la nostalgia por la Patria lejana, por los seres queridos, por
todo lo que en Cuba habíamos dejado.
Muchos
compañeros, en sus horas de descanso, no ocultaban que eran presas del gorrión.
Y se desahogaban hablando de sus hijos, sus esposas, sus padres, sus compañeros
de trabajo y de sus lugares natales o de residencia. Y en todas las
conversaciones donde hacía presencia el gorrión, surgía una misma interrogante.
Podìa que ella se exteriorizara o quedara aprisionada en lo más profundo del
alma, pero siempre se hacía.
-¿Cuándo
llegará el dìa del regreso?
O
traducido al portugués: ¿Cuándo iremos embora?
Otros
trataban de disimular, se hacìan los fuertes; pero el gorrión no tenía paz con
nadie y se posaba sin misericordia en el cerebro de todos. Si no de dìa, de
noche o durante la madrugada; como el mismo pensamiento, volaba y se posaba en
la mente de cualquiera, sin otorgar inmunidades.
A
veces se suscitaban muchas discusiones sobre este tema. Y las argumentaciones
diferían unas de otras. Algunos opinaban que pensar tanto en la casa era un
síntoma de debilidad y que eso olía a flojo, a blandito.
Otros
ripostaban que no era así, pues quien no pensara diariamente en su hogar, en su
Patria, en su familia, no podìa ser un internacionalista convencido.
Las
veces que me tocó intervenir en esta polémica, me solidaricé con la segunda
posición. Y fue así por la convicción de que ninguno de los cubanos que
estábamos allì lo hacíamos por amor a la guerra, sino por amor al hombre, a la
libertad, a la justicia, a la familia grande que es la humanidad. Y aùn hoy
sigo pensando igual, porque no puede concebirse a alguien que vaya a luchar por
la libertad de otros pueblos sin no siente un amor profundo por el suyo. Y si
siente ese cariño por su tierra y sus seres queridos, los recordará siempre con
nostalgia cada minuto de ausencia.
Un
dìa me tocó abordar este tema desde un punto de vista personal más
comprometido. Para esa fecha, era el Político de mi Compañía. Y como el
Político està obligado a conocer lo que discuten los soldados, lo que les
preocupa e influye sobre su estado anímico, decidí dedicar un matutino al
dichoso gorrión.
Sin
rubor de ningún tipo, comencé admitiendo que el gorrión se habìa posado varias
veces en mi mente, de lo cual no existían razones para avergonzarme. Y expresé
mi convicción de que la firmeza de un combatiente internacionalista no podìa
juzgarse mal porque añorara a su Patria y a su familia.
Enfaticé
tambièn el criterio sobre cómo, desde el
punto de vista ideológico debíamos, a mi juicio, abordar el problema. Porque si
pensar en nuestros hijos nos conducía al ablandamiento, al retraimiento o la
cobardía, no mereceríamos siquiera ser sus padres. Desde esa posición podìa
juzgarse mal- con sobradas razones- a quienes sintieran los efectos del
gorrión. Pero si pensar en los hijos, la Patria y la familia imprimía nuevas
fuerzas, más firmeza y decisión, entonces el gorrión no podìa ser motivo de
vergüenza, sino de satisfacción. Y al final dije que cuando llegáramos a
nuestra querida tierra y a nuestro hogar, cada uno tendría que hacerse a sí
mismo una pregunta:
-
¿Cómo me porté yo ante el gorrión?
Y
entonces, cada cual sería su propio juez. Al regreso, argumenté, quienes hayan
mantenido la firmeza y sepan cumplir su deber, se reirán del gorrión; quienes
así no actúen, sentirán vergüenza ante esa palabra.
Mientras
hablaba, observé que muchos combatientes asentían con la cabeza, al tiempo que
otros parecían meditar sobre el tema. Al terminar, salimos hacia nuestros
puestos. Y ya por la noche, en medio de las acostumbradas tertulias de
sobremesa, escuché en la voz de un combatiente una aseveración muy ilustrativa,
porque fijaba la posición más loable.
- Yo
llegué a sentir un complejo de cobarde cuando se me aguaron los ojos cuando
recibí la foto de mi hija que todavía no conozco. Ahora sé que puedo llorar sin
ser cobarde. A ese “salao” pajarito lo que hay es que saberlo manejar
bien, compay, ¡saberlo manejar!
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