.Orlando Guevara Nuñez
Confieso
que nunca antes había hecho una travesía larga por mar. Para ser más exacto:
nunca había puesto los pies en un barco grande. Y la inmensa mayoría de los
compañeros que juntos viajábamos, estaban en la misma situación.
Cuando
partimos, en la mente de todos estaba no el viaje, sino la llegada. ¿Por dónde
desembarcaríamos? ¿Habría que combatir en el momento del desembarco? Todo estaba dentro de las probabilidades
reales, porque la guerra se encontraba en pleno desarrollo y las noticias
hablaban diariamente de intensos combates, de entrada de mercenarios, de toma
de poblados.
Al
subir al barco, al grupo del cual yo formaba parte - quince compañeros- le
había sucedido un incidente. No encontrábamos espacio para ubicarnos y de todos
los lugares que ocupábamos éramos al poco rato desplazados. Hasta que apelamos
ante uno de los oficiales que dirigían la operación de embarque. Le preguntamos
si no teníamos “pasaje reservado” para ese viaje, a lo cual simplemente nos
contestó que allí cabía todo el mundo, que buscáramos un hueco donde alojarnos.
Hasta que lo encontramos.
Mientras
estuvimos en la bahía, después de acomodar nuestras escasas pertenencias,
algunos compañeros permanecíamos en la cubierta del barco. Y recuerdo un hecho
demostrativo de la “experiencia marinera” que teníamos, cuando Vidal, un
compañero avileño, conductor de ómnibus en esa ciudad agramontina, interrumpió
la conversación de otros compañeros para exclamar con un grado superlativo de
admiración:
-¡Oigan,
este barco va que jode!
En
realidad, el barco no había zarpado todavía y la sensación de Vidal se debía a
que mirando las olas se había mareado.
Después,
casi sin darnos cuenta, la nave comenzó a alejarse de las costas cubanas. Y
luego de varias horas, cuando nos habíamos hecho la idea de que durante largo
tiempo no veríamos de nuevo nuestra tierra, una afirmación de muchos compañeros
nos hizo experimentar una inmensa alegría:
-
Señores, ¡estamos en Santiago de Cuba!
Y
era verdad que estábamos en Santiago. No nos explicábamos el porqué de aquéllo,
pero lo cierto era que la ciudad indómita estaba a nuestra vista. Después
supimos que un compañero había sufrido un accidente y fue necesario dejarlo. Al
terminar esa operación, la nave enfiló su proa mar afuera.
Todo
marchaba bien a bordo del barco, hasta que sus máquinas se detuvieron
totalmente, después de reiterados amagos, en un punto lejano del Océano
Atlántico. La nave quedó a la deriva. A veces elevaba la proa y luego se dejaba
caer pesadamente, como si fuera a sumergirse definitivamente. Otras, parecía
que avanzaba hacia los lados o que retrocedía.
Pasaron
dos días con dos noches y no se lograba la ansiada reparación de las máquinas.
Después comenzaron a funcionar y se detuvieron de nuevo. De día mirábamos hacia
los alrededores y el Atlántico nos parecía un inmenso círculo azul, en el cual
nuestra embarcación era un microscópico punto céntrico. Manadas de peces
voladores se alzaban sobre las olas y algunos caían dentro de nuestra
embarcación. Y nos daba por pensar en lo
ridículo que sería morir así, en una forma tan absurda, por culpa de aquel
armatoste, émulo de un corcel arrepentido, negado a cabalgar.
Ante
la situación existente, sin embargo, no hubo amilanamientos. En medio de
aquella agonía, celebramos un cumpleaños colectivo, en el cual hubo pequeñas
dosis de cerveza, reducidos sorbos de
ron y varias representaciones culturales que nos hicieron olvidar
momentáneamente la tragedia de ser pasajeros de un barco que no parecía
dispuesto a llegar a su destino.
Como
el viaje se había demorado tanto, eso repercutía en los abastecimientos. Sólo
podíamos contar con una cantimplora de agua, cada veinticuatro horas, para
todas nuestras necesidades. Hubo ocasiones de una sola comida al día y también
otra en que la única provisión consistió en una lata de macarela suministrada
alrededor de las tres de la tarde. Como el agua dulce resultaba muy escasa,
establecimos, casi todos, un récord nada envidiable: ¡veintinueve
días sin bañarnos! La única vez que “jugué agua” fue durante un copioso
aguacero, aprovechado por casi todos, menos por quienes lo relacionaban con un
posible catarro. Pero la moral de los
combatientes no mermó.
La
tripulación de la nave se esforzaba por hacernos ver que el peligro era posible
de vencer. Pero todos advertíamos que el problema no era nada fácil. De todas
formas, la serenidad de ellos contribuyó en mucho a la tranquilidad nuestra.
Una
tarde, en nuestra bodega se efectuó una breve reunión con un solo punto en el
orden del día: instrucciones sobre el uso del salvavidas.
Un
oficial se encargó de explicarnos que el barco continuaba con problemas, por lo
que todos debíamos estar preparados si se presentaba el imperativo de
abandonarlo. No se mencionó nunca la palabra naufragio, pero la posibilidad era
evidente, por lo menos para quienes no conocíamos nada sobre navegación. Se nos
dijo que había un salvavidas para cada uno de nosotros y recibimos las
instrucciones sobre cómo utilizarlo. Y alguien hizo un intento de broma que no
le causó mucha gracia a nadie.
-
Asimilen bien las instrucciones, porque si llega el momento, ¡nadie se las va a
repetir! A la sarcástica afirmación le
siguió una risa que se me antojó podía ser de nerviosismo.
El
oficial dijo que el salvavidas nos ofrecía una garantía de treinta y seis
horas. Y una vez concluida la explicación, un combatiente solicitó la palabra y
con una mezcla de curiosidad y ansiedad lanzó una pregunta que interesó a
todos.
- ¿Y
después de las treinta y seis horas…?
Y el
capitán, como el maestro experimentado que aclara a su alumno una pregunta de
clase, le contestó rápidamente con una aseveración que de hecho eliminaba cualquier
otra indagación: “Después de las treinta y seis horas ¡te jodes!”
Afortunadamente,
las máquinas fueron arregladas y, aunque con un paso lento, llegamos a nuestro
destino. Habíamos acabado de librar, antes de pisar tierra angolana, nuestro
primer combate victorioso.
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