.Orlando Guevara Núñez
Un día se nos asignó la misión de trasladar
unas cuantas piezas de tanques para el Frente Sur. Con ese fin se organizó una
pequeña caravana integrada por doce camiones que, partiendo desde Luanda, debía
hacer el recorrido por la carretera que conduce hasta Huambo - nombrada
entonces Nova Lisboa- y continuar luego
hasta Lubango, bautizada por los colonialistas con el nombre de Sá Da Bandeira.
Como
salimos un poco tarde, la primera parada la hicimos en Dondo, un poblado
pequeño, situado en las mismas orillas de la carretera. Allí radicaba una
Unidad cubana, a la cual todo paisano nuestro de cruce llegaba. Después, avanzados
algunos kilómetros, la caravana hizo un alto para pasar la noche en Quibala,
también al lado de la carretera.
En
Quibala preparamos la comida en un viejo caserón deshabitado. Allí nos
acomodamos - cada cual como pudo - y nos entregamos al sueño para proseguir la
marcha al día siguiente.
Al
levantarnos y estar en los preparativos para la salida, el jefe llamó a
formación a las dos decenas de combatientes encargados de la misión. Todos
esperábamos las palabras que de rigor se decían al emprender una salida y los
consejos sobre cómo debíamos portarnos durante la marcha, además de ante una
posible emboscada. Pero no fue así, pues el problema era de otra naturaleza.
La
orientación consistió en decirnos que no podíamos continuar la ruta por la cual
íbamos, pues la UNITA había volado un puente y tendríamos que buscar otra,
asegurando que fuera como fuera, llegaríamos a nuestro destino.
La
decisión fue hacer una travesía por un terraplén de unos 150 kilómetros, que se
unía a la carretera por un punto lejano al lugar donde se había producido la
voladura del puente. El compañero que había traído el aviso -también cubano -
se encargó de servirnos de práctico. Y emprendimos la marcha.
Después
de caminar varios kilómetros, paramos en un estrecho desfiladero. Habíamos
penetrado en un lugar bastante abrupto, deshabitado casi por completo y donde
hasta la misma Naturaleza parecía indiferente ante cualquier visitante.
Revisábamos los camiones y se esperaba por un Berliet al cual se le había roto
la correa del ventilador.
En
medio del breve descanso, sentimos un ruido de vehículo automotor que se
acercaba a nosotros en sentido contrario. Nos pusimos en guardia y preparamos
los fusiles. El carro que se acercaba era una camioneta, tripulada por
angolanos. Y cuando pasaron por nuestro lado, nos comunicaron con marcada
alarma una mala noticia:
-¡Ahí
viene una tanqueta! Y no hubo más
detalles, porque siguieron de
largo,
no sin antes especificar que el blindado era de la UNITA y que después de
dispararles venía persiguiéndolos.
La
orden que recibimos fue dar la vuelta a los camiones y regresar sobre nuestros
pasos, decisión basada en que de ser cierta la información, pronto tendríamos
encima a la tanqueta enemiga y era de esperar que ella no viniera sola.
Nosotros, por nuestra parte, sospechábamos ya que el camino tomado no era el
que habíamos pensado, lo cual resultó dramáticamente cierto. Habíamos
equivocado la ruta. Nuestro armamento, por demás, estaba integrado sólo por
fusiles.
De
inmediato volteamos los camiones. Anteriormente, nueve Berliet iban delante,
mientras que tres Ziles de Guerra
cerraban la caravana. Pero al virar, los últimos tres carros pasaron a ser los
primeros y mi camión pasó al segundo en la caravana, precedido sólo por otro
conducido por Omar, un combatiente de procedencia camagüeyana. Y sucedió que al
abocarnos a un desfiladero en forma de pendiente, por el cual no cabía más de
un vehículo, el camión delantero comenzó a aminorar la marcha.
Sin
llegar a detener el carro, Omar abrió la puerta, sacó de la cabina casi todo el
cuerpo y miró hacia mi camión, aunque no dijo nada. Pero era fácil comprender
que algo raro pasaba. Cuando llegué a la boca del desfiladero y miré hacia
adelante, lo comprendí todo:
-¡Ahí
viene una tanqueta!
Pero
ya era tarde para retroceder y el enfrentamiento parecía inevitable.
Seguramente - pensé - siendo conocedores de la zona, los tripulantes de la
tanqueta que perseguía a los angolanos, había cortado camino para salirles de
frente. Y resultaba que ahora éramos nosotros los interceptados.
Sólo
atinamos a tomar el fusil, esperando de un momento a otro el inicio del ataque.
El equipo blindado se acercó, aunque sin disparar. Y fue entonces que
comprendimos que no era enemigo, ni de la UNITA, sino de las FAPLA. Ni que
decir que el alma nos volvió al cuerpo.
La
tripulación del blindado andaba en busca de nosotros, pues habían conocido de
nuestro extravío y que la ruta seguida, lejos de llevarnos de nuevo a la
carretera, nos conducía hacia las profundidades de una de las más importantes
zonas de operaciones enemigas en el Sur de Angola.
Nos
indicaron entonces otro camino. Pero volvimos a perdernos.
Caminamos
varias horas entre selvas, por polvorientos terraplenes, zonas cenagosas y
angostos caminos. Gigantescos árboles, aves desconocidas, ruidos nunca
escuchados, sin saber de qué ser viviente procedían. Lo único que nos resultaba
familiar eran las manadas de monos, casi siempre trepados a grandes alturas.
Alrededor de las once de la noche, uno de los camiones cayó a una ciénaga y, luego de infructuosos
esfuerzos, tuvimos que resignarnos a esperar la mañana para rescatarlo.
Nos
dispusimos a dormir. Pero en ese momento no pudimos hacerlo, al escuchar una
inmensa gritería que poco a poco se acercaba a nosotros. Los fusiles se
pusieron en guardia, aunque con la orden de no disparar hasta el último
momento. Cuando el grupo de personas que se acercaban estaba a unos cien metros
de nosotros, emergió de entre ellas una voz que nos vino de maravillas:
-¡Camaradas
cubanos, venimos a ayudarlos!
Quien
habló fue un integrante de las FAPLA, herido algún tiempo atrás en combate y
ahora de permiso en su casa hasta restablecerse. Dijo que cuando escuchó el
ruido de los camiones tratando de sacar al que había caído en la ciénaga, pensó
que tenían que ser los cubanos y reunió entonces a una parte de la aldea para
prestarnos ayuda.
De
nuevo intentamos extraer el carro de entre el agua y el fango, pero no fue
posible. Los angolanos se retiraron y nosotros nos decidimos otra vez a dormir.
Era cerca de la una y treinta de la madrugada.
Algunos
compañeros decidieron dormir dentro de las cabinas de los camiones o encima de
ellos. Otros -entre quienes me cuento - nos dispusimos a esperar el día
haciendo guardia. Había cansancio, pero no teníamos temor a dormirnos y
abandonar la vigilia, pues la preocupación por la posible presencia de las
cobras era un seguro antídoto contra el sueño.
Fue
al cabo de los dos días cuando regresamos al mismo punto desde donde habíamos
partido: Quibala. Allí encontramos a un
grupo de cubanos que habían venido por nosotros, conscientes ya de nuestra ruta
equivocada y el peligro ante el enemigo. Emprendimos de nuevo la marcha y
llegamos al lugar de destino.
Después,
durante mucho tiempo, cuando en el grupo queríamos bromear con un compañero y
tratábamos de impresionarlo, se hizo famosa esa frase que fue primero agonía y
luego objeto de risas y burlas:
-¡Ahí
viene una tanqueta!
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