viernes, 23 de octubre de 2015

Operación Carlota. Pequeños relatos sobre una larga misión: !Ahí viene una tanqueta!


                          
                                   
 .Orlando Guevara Núñez
 Un día se nos asignó la misión de trasladar unas cuantas piezas de tanques para el Frente Sur. Con ese fin se organizó una pequeña caravana integrada por doce camiones que, partiendo desde Luanda, debía hacer el recorrido por la carretera que conduce hasta Huambo - nombrada entonces Nova Lisboa-  y continuar luego hasta Lubango, bautizada por los colonialistas con el nombre de Sá Da Bandeira.
Como salimos un poco tarde, la primera parada la hicimos en Dondo, un poblado pequeño, situado en las mismas orillas de la carretera. Allí radicaba una Unidad cubana, a la cual todo paisano nuestro de cruce llegaba. Después, avanzados algunos kilómetros, la caravana hizo un alto para pasar la noche en Quibala, también al lado de la carretera.
En Quibala preparamos la comida en un viejo caserón deshabitado. Allí nos acomodamos - cada cual como pudo - y nos entregamos al sueño para proseguir la marcha al día siguiente.
Al levantarnos y estar en los preparativos para la salida, el jefe llamó a formación a las dos decenas de combatientes encargados de la misión. Todos esperábamos las palabras que de rigor se decían al emprender una salida y los consejos sobre cómo debíamos portarnos durante la marcha, además de ante una posible emboscada. Pero no fue así, pues el problema era de otra naturaleza.
La orientación consistió en decirnos que no podíamos continuar la ruta por la cual íbamos, pues la UNITA había volado un puente y tendríamos que buscar otra, asegurando que fuera como fuera, llegaríamos a nuestro destino.
La decisión fue hacer una travesía por un terraplén de unos 150 kilómetros, que se unía a la carretera por un punto lejano al lugar donde se había producido la voladura del puente. El compañero que había traído el aviso -también cubano - se encargó de servirnos de práctico. Y emprendimos la marcha.
Después de caminar varios kilómetros, paramos en un estrecho desfiladero. Habíamos penetrado en un lugar bastante abrupto, deshabitado casi por completo y donde hasta la misma Naturaleza parecía indiferente ante cualquier visitante. Revisábamos los camiones y se esperaba por un Berliet al cual se le había roto la correa del ventilador.
En medio del breve descanso, sentimos un ruido de vehículo automotor que se acercaba a nosotros en sentido contrario. Nos pusimos en guardia y preparamos los fusiles. El carro que se acercaba era una camioneta, tripulada por angolanos. Y cuando pasaron por nuestro lado, nos comunicaron con marcada alarma una mala noticia:
-¡Ahí viene una tanqueta!  Y no hubo más detalles, porque siguieron de
largo, no sin antes especificar que el blindado era de la UNITA y que después de dispararles  venía persiguiéndolos.
La orden que recibimos fue dar la vuelta a los camiones y regresar sobre nuestros pasos, decisión basada en que de ser cierta la información, pronto tendríamos encima a la tanqueta enemiga y era de esperar que ella no viniera sola. Nosotros, por nuestra parte, sospechábamos ya que el camino tomado no era el que habíamos pensado, lo cual resultó dramáticamente cierto. Habíamos equivocado la ruta. Nuestro armamento, por demás, estaba integrado sólo por fusiles.
De inmediato volteamos los camiones. Anteriormente, nueve Berliet iban delante, mientras que tres  Ziles de Guerra cerraban la caravana. Pero al virar, los últimos tres carros pasaron a ser los primeros y mi camión pasó al segundo en la caravana, precedido sólo por otro conducido por Omar, un combatiente de procedencia camagüeyana. Y sucedió que al abocarnos a un desfiladero en forma de pendiente, por el cual no cabía más de un vehículo, el camión delantero comenzó a aminorar la marcha.
Sin llegar a detener el carro, Omar abrió la puerta, sacó de la cabina casi todo el cuerpo y miró hacia mi camión, aunque no dijo nada. Pero era fácil comprender que algo raro pasaba. Cuando llegué a la boca del desfiladero y miré hacia adelante, lo comprendí todo:
-¡Ahí viene una tanqueta!
Pero ya era tarde para retroceder y el enfrentamiento parecía inevitable. Seguramente - pensé - siendo conocedores de la zona, los tripulantes de la tanqueta que perseguía a los angolanos, había cortado camino para salirles de frente. Y resultaba que ahora éramos nosotros los interceptados.
Sólo atinamos a tomar el fusil, esperando de un momento a otro el inicio del ataque. El equipo blindado se acercó, aunque sin disparar. Y fue entonces que comprendimos que no era enemigo, ni de la UNITA, sino de las FAPLA. Ni que decir que el alma nos volvió al cuerpo.
La tripulación del blindado andaba en busca de nosotros, pues habían conocido de nuestro extravío y que la ruta seguida, lejos de llevarnos de nuevo a la carretera, nos conducía hacia las profundidades de una de las más importantes zonas de operaciones enemigas en el Sur de Angola.
Nos indicaron entonces otro camino. Pero volvimos a perdernos.
Caminamos varias horas entre selvas, por polvorientos terraplenes, zonas cenagosas y angostos caminos. Gigantescos árboles, aves desconocidas, ruidos nunca escuchados, sin saber de qué ser viviente procedían. Lo único que nos resultaba familiar eran las manadas de monos, casi siempre trepados a grandes alturas. Alrededor de las once de la noche, uno de los camiones  cayó a una ciénaga y, luego de infructuosos esfuerzos, tuvimos que resignarnos a esperar la mañana para rescatarlo.
Nos dispusimos a dormir. Pero en ese momento no pudimos hacerlo, al escuchar una inmensa gritería que poco a poco se acercaba a nosotros. Los fusiles se pusieron en guardia, aunque con la orden de no disparar hasta el último momento. Cuando el grupo de personas que se acercaban estaba a unos cien metros de nosotros, emergió de entre ellas una voz que nos vino de maravillas:
-¡Camaradas cubanos, venimos a ayudarlos!
Quien habló fue un integrante de las FAPLA, herido algún tiempo atrás en combate y ahora de permiso en su casa hasta restablecerse. Dijo que cuando escuchó el ruido de los camiones tratando de sacar al que había caído en la ciénaga, pensó que tenían que ser los cubanos y reunió entonces a una parte de la aldea para prestarnos ayuda.
De nuevo intentamos extraer el carro de entre el agua y el fango, pero no fue posible. Los angolanos se retiraron y nosotros nos decidimos otra vez a dormir. Era cerca de la una y treinta de la madrugada.
Algunos compañeros decidieron dormir dentro de las cabinas de los camiones o encima de ellos. Otros -entre quienes me cuento - nos dispusimos a esperar el día haciendo guardia. Había cansancio, pero no teníamos temor a dormirnos y abandonar la vigilia, pues la preocupación por la posible presencia de las cobras era un seguro antídoto contra el sueño.
Fue al cabo de los dos días cuando regresamos al mismo punto desde donde habíamos partido: Quibala.  Allí encontramos a un grupo de cubanos que habían venido por nosotros, conscientes ya de nuestra ruta equivocada y el peligro ante el enemigo. Emprendimos de nuevo la marcha y llegamos al lugar de destino.
Después, durante mucho tiempo, cuando en el grupo queríamos bromear con un compañero y tratábamos de impresionarlo, se hizo famosa esa frase que fue primero agonía y luego objeto de risas y burlas:
-¡Ahí viene una tanqueta!

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