.Orlando Guevara Núñez
Cuando
uno está lejos de la Patria o de los seres queridos, una carta equivale a un
encuentro a la distancia. Las lejanas tierras del África Austral nos
confirmaron esta gran verdad. Y nos hicieron comprender con mayor certeza la
afirmación de un poeta cuando dijo que “todo el amor del hogar cabe en la carta
de un soldado”.
En
el momento de la salida, la mayoría de los combatientes encontramos la forma de
escribir a nuestros familiares o
enviarles recados para informarles que a partir de entonces no estaríamos en
Cuba, aunque sin decirles el lugar al cual íbamos, pues no era para esa fecha
permisible. Pero nadie sabía la dirección a la cual los familiares podrían
escribirnos. Era ese un detalle que todos tratábamos de investigar, pero no lo supimos
hasta nuestra llegada al escenario donde cumpliríamos la misión.
Angola
es un país cuya extensión territorial multiplica por doce la de Cuba. Allí las
distancias y las vías de comunicación conspiran contra la agilidad que los
servicios de correos pueden ofrecer en tiempo de paz, lo que se agravaba ahora
por el estado de guerra. En los primeros meses, también la movilidad fue un
factor adverso, pues en muchos casos la noche nos sorprendía en un lugar y la
mañana del siguiente día en otro separado de ése por centenares de kilómetros.
Pero
aún así, las cartas llegaban a todos los lugares. Y no es exagerado decir que
la llegada de valijas a una Unidad era algo así como una fiesta. Festividad,
desde luego, para quienes recibían correspondencia. Quienes no – aunque
trataran de disimularlo- se sentían solitarios y muchas veces eran presa de
irritaciones que solo desaparecían cuando llegaba la carta deseada.
Después
de recibido el sobre, cada cual buscaba un lugar apacible para rasgarlo y leer
con ansiedad las noticias sobre sus familiares. Fui testigo de lectura de
cartas con los ojos y con el alma. Y de ese paso surgían alegrías y
preocupaciones, según fueran los acontecimientos recién conocidos sobre el hogar.
Recuerdo
que muchos combatientes sufrieron la agonía de ver transcurrir los días, las
semanas y los meses sin que una carta familiar llegara a sus manos. Y no porque
no le escribieran, sino porque se extraviaban e iban a dar a otros lugares
donde ellos no se encontraban.
Entre
esos casos, estuvo el de un combatiente de Santiago de Cuba, quien durante los
primeros seis meses de estancia en Angola no conoció absolutamente nada sobre
sus familiares. Y se ponía muy triste cada vez que llegaba la valija y se
mencionaban muchos nombres, entre los cuales el suyo nunca aparecía.
Hasta
que un día salimos juntos a cumplir una misión, distante unos 500 kilómetros
del lugar donde radicábamos. Cuando llegamos al campamento visitado, nos
condujeron al albergue donde descansaríamos; y ya acomodadas nuestras
pertenencias, dimos algunas vueltas, con el objetivo de conocer el lugar.
En
ese recorrido, divisamos una caja de cartón con
varios sobres en su interior, percatándonos de que eran cartas, al
parecer sin dueños. Los dos nos pusimos a revisarlas y encontré dos sobres
dirigidos a él, los que aparté hasta terminar la búsqueda. Y cuando, al final,
decepcionado, mi compañero dijo que no habìa nada para nosotros, le contesté
que para él no, pero sí para mí, de una novia que tenía en Santiago de Cuba.
Cuando le mostré una, leyó el nombre con indiferencia y sólo mi tono burlesco
lo hizo reaccionar y darse cuenta de que en realidad la remitente era su novia.
Y la otra, su hermana. La alegría de ese combatiente fue indescriptible, como
la de varios compañeros cuando se supo la noticia de que Juan Fernández Prieto
(Juancito) había dejado de sufrir ante la ausencia de cartas familiares.
Aquella
escena nos enseñó a comprender con mayor nitidez el valor carta.
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