.Orlando Guevara Núñez
Antonio
era un niño angolano de trece años de edad. Durante varios días seguidos, comenzó
a frecuentar nuestra Unidad y a veces salía con nosotros a lugares cercanos. Ni
siquiera nos percatamos cómo, pero lo real fue que cuando vinimos a darnos
cuenta, el muchacho estaba integrado a nuestra Compañía como un soldado más. Más
que soldado, era una “mascota” de la cual ninguno deseaba prescindir.
De
Antonio aprendimos muchas cosas sobre su país. Nos enseñó a cantar algunas
canciones angolanas. Y nos contaba con mucha tristeza cómo tuvo que abandonar
su hogar porque los padres no tenían con qué mantenerlo. Nos hizo un día vibrar
de indignación, al narrarnos cómo su única hermana había sido comprada por un hombre
poderoso, al precio de dos cóndores y ahora tenía que permanecer con él, que
era su dueño. Y nos hizo sentir un odio más profundo hacia el colonialismo la
noche que al ofrecerle una frazada para que se guareciera del fuerte frío, la miró
indeciso y se echó a llorar, pensando en cuánta falta le hacía a su madre, que,
estando enferma, no podía comprarla. Y nos hizo emocionar mucho el dìa que lloró
desconsoladamente ante la caìda de un combatiente cubano y estuvo varios dìas
sin cantar ni enseñarnos nuevas canciones. Tenía luto.
Pese
a ser completamente analfabeto, aquel niño poseìa una admirable inteligencia. Y
una sorprendente sagacidad. Su cuerpo pequeño, cara redonda y ojos expresivos,
su deseo de saberlo todo y su capacidad de entendimiento, vislumbraban en él a
uno de los futuros hombres que necesitarìa la Revolución angolana.
Pero
en lo ùnico que Antonio no coincidìa con nosotros era en la necesidad de
estudiar. Cada vez que le hablàbamos sobre la escuela, se hacìa el desentendido
o se quedaba callado, aunque visiblemente sus gestos reprochaban la idea. Le
bastaba con la oportunidad de aprender a manejar los carros y los fusiles.
Un
dìa, Antonio regresó de su casa después de un “permiso” para ver a la familia.
Pero notamos que no estaba alegre como en otras ocasiones. Comenzamos a
preguntarle què le pasaba y estuvo mucho rato en silencio, hasta que en un tono
muy serio se limitó a contarnos.
Nos
dijo que habìan ido a buscarlo a su casa para que ingresara a una escuela. Le
preguntamos qué tipo de escuela y sólo retuvo en su memoria que era un lugar
“para hacerse un hombre”.
Esa
noche Antonio no cantó junto a nosotros, ni escuchamos su alegre risa, ni sus
animadas historias. Al amanecer, no se vistió con su habitual “uniforme de
campaña”. Se puso un reluciente uniforme verde olivo que con mucho celo
guardaba en la mochila que ahora portaba en el hombro. Fue una despedida sin
palabras. Ni él ni nosotros las utilizamos.
La Compañía
estaba formada y él se paró frente a ella, recorriendo su vista a todos, como
queriendo grabar las imágenes. Hasta que por sus negras mejillas rodaron
incontenibles y copiosas lágrimas. Cada
compañero nuestro comprendía lo que pasaba, pero nadie se atrevió a romper
aquella silenciosa comunicación entre el niño y los combatientes internacionalistas
entre quienes, de niños, hubo muchos Antonio.
Por
eso, cuando el muchacho dio media vuelta y tomó el camino, todos nos quedamos mirándolo,
hasta que su figura desapareció tras una curva del terraplén que conducía a la
carretera cercana. Fue sólo entonces que desde una fila de nuestra formación,
se escuchó, a modo de consuelo, la voz de un compañero:
-
Esto es así, compañeros, nosotros perdemos a un niño ¡pero la Revolución
angolana acaba de ganar a un hombre!
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