.Orlando Guevara Núñez
La
noche del 28 de mayo de 1976, después de una intensa jornada de trabajo, me
dispuse a escribir algunas cartas familiares, pasadas ya las 22:00 horas. Pero
sólo unos minutos después, recibí una citación inmediata e inusual.
-
Debes presentarte ahora mismo a la jefatura.
Partí
enseguida para el lugar indicado, pensando en alguna misión de la que a diario
realizábamos. Me resigné a no escribir esa noche.
Al
llegar ante el jefe y cumplir el rigor de la presentación, recibí ciertamente
una misión, pero opuesta totalmente a la que esperaba. Una misión tan inusual
como la citación.
- Lo
mandamos a buscar porque queremos que recite la poesía que usted escribió en
Cuba el día de la salida para Angola.
No
olvido que estaba presente una delegación cultural cubana que había ido a
Angola con el objetivo de actuar para los combatientes internacionalistas. Y
asistía también “Farruco”, un Comandante de las FAPLA destacado allí, en Huila,
bautizada anteriormente por los colonialistas como Sá Da Bandeira.
Para
uno que escribe algunas poesías sin ser poeta, ese era un reto algo difícil. Y
más cuando uno de los que tenía delante de mí como integrante de la delegación cubana
era ¡Silvio Rodríguez! Me parecía un intrusismo recitar ante su presencia. Pero
la encerrona estaba hecha y sin escape.
Haciendo
la aclaración de rigor – que yo no era poeta- pero afirmando también que todo
revolucionario tiene algo de poeta porque la poesía más bella y sublime que
existe es la Revolución, accedía a la declamación, aunque en realidad era menos
declamador que poeta.
Y
por si fuera poco, al concluir, tuve que repetir “el número” para facilitar una
grabación. Según los presentes – siempre me quedó la duda de si de verdad o por
cumplido- la poesía gustó.
Luego
de algunos intercambios de opiniones, me preguntaron si tenía otras
composiciones poéticas. Les dije que sí, con la diferencia de que las conocía
yo solo. De todas formas, quedó sellado el compromiso de decirlas en aquella
ocasión. Y recité dos más que, como las recuerdo de memoria, las incluyo en
estas notas.
La
primera había sido dedicada a mis hijos. Cuando nacieron, recibieron dos
nombres que formaban ya parte inseparable de la historia revolucionaria e
internacionalista de nuestro pueblo. Yo soñaba con poder explicarles a ellos el
significado de esos nombres, pero, en esa época, los dos eran muy pequeños para
entenderlo. Por eso quise plasmar en una poesía el porqué de sus nombres y lo
que para ellos debían significar cuando fueran mayores. Con el perdón de los
poetas, la transcribo.
Hijos
míos,
Mucho
antes de nacer, ustedes,
¡Ya
tenían sus nombres!
Yo
los había arrancado del inerme cuerpo
de
dos héroes muertos;
y al
dárselos, a los dos les señalé la senda
de
sacrificio y lucha que recorrieron ellos.
Llevan
ustedes dos nombres guerrilleros
que
atravesaron las fronteras de sus patrias
para
vivir por siempre en el corazón de América;
dos
nombres de titanes que a su paso encienden
la antorcha
de la lucha ¡y sirven de trincheras!
No
es un simple homenaje a los caídos:
es
más bien un compromiso de ser como ellos
y de
llevar por siempre, junto al nombre unidos,
la fe
de sus principios, ¡la fuerza de su ejemplo!
Pero
si un día, al correr del tiempo,
se
apartan de la senda heroica del pueblo,
si
les fallan las fuerzas, las rodillas les tiemblan
y no
son capaces de luchar por esto,
tan
solo les diré: ¡Cambien sus nombres!
y
llámense de cualquier forma
¡Menos
Tania y Ernesto!
La
lejanía y el recuerdo me dictaron, por la emoción, una pausa obligada.
Y
para cerrar mi improvisado debut, ante un público que no sobrepasaba las diez
personas, recité otra composición. La había escrito después de leer tres libros
que me habían causado un gran impacto: Vidas Secas, Huasipungo y Expedición a
los indios ranqueles. Las tres, fieles reflejos de las infrahumanas condiciones
de vida, de los abusos, la humillación y calamidades en las cuales viven
sumidos millones de indígenas de nuestras sufridas y preteridas tierras de
América. Y confieso que sintiendo algo así como un remordimiento por no poder
contribuir directamente con esa causa, volqué mis sentimientos- con más
indignación revolucionaria que profundidad poética- en estos versos:
Vamos,
pues, indio de América, ¡Levántate y anda!
que
no es la mística voz de algún profeta
que
por hacer milagros a caminar te llama:
¡Es
el grito imperioso y rebelde de la historia
quien
a marchar erguido y sin temor te manda!
¡Levántate
y anda! ¡Pelea por tu causa!
que
no es la fiebre absurda de la guerra
quien
te indica el camino difícil de las armas:
¡Es
el ultraje bárbaro a tu condición de hombre
el
que al combate heroico a gritos te reclama!
¡Levántate
y anda!, ¡Castiga a quien te mata!
Y
que surque Los Andes el rayo de tus voces
y
que el viento lo lleve por bosques, ríos y pampas;
que
sean tu altar los héroes, tu religión la lucha,
tus
cantos sean los himnos, ¡tus ruegos, las batallas!
¡Levántate
y anda! ¡Pelea por tu causa!
Revive
con tu lucha al gran Túpac Amaru
y
reconquista con fuego aquellas tierras
que
en guerras de rapiña al impostor pasaran:
toma
el fusil en manos y escribe dignamente,
con
sangre del presente, ¡la historia del mañana!
¡Levántate
y anda! ¡castiga a quien te mata!
que
uniéndote al obrero, campesino, estudiante,
y a
todo hombre sincero que en la lucha se hermana,
irás
en pos del triunfo que marcará en la historia
¡la
segunda y eterna independencia americana!
Alrededor
de las once de la noche, me despedí de la improvisada “gala” y regresé a mi
dormitorio, no sin antes acceder a la petición de copiar las dos últimas
composiciones y hacerlas llegar al otro día a uno de los integrantes de la
delegación cultural cubana que las había solicitado. Y me entregué al sueño
como una hora después, cuando terminé las cartas inconclusas. Había tenido, sin
imaginarlo, una noche poética.
El
compromiso de entregar al otro día las copias de las poesías, sin embargo, no
fue cumplido. Y no pude tampoco, en aquellos momentos, explicar las razones.
Pero si el compañero que las solicitó tuviera algún día la oportunidad de leer
este pequeño relato, podrá saber que no hubo informalidad alguna. La verdadera
razón fue que alrededor de las 2:30 de esa madrugada, tuve que cumplir otra
misión muy distinta a la poética. Y al mediodía siguiente, al consultar el
cuentamillas del vehículo que conducía, puede percatarme de que estaba a algo
más de medio millar de kilómetros del lugar donde debió cumplirse el
compromiso.
Y
mientras el carro se desplazaba por el corazón de una inmensa zona selvática, y
el fusil al lado iba ese día en una posición distinta y los ojos más alertas, a
mi menta acudían algunos fragmentos de la poesía dedicada a mis hijos y que
también para mi tenían plena vigencia:
No es un simple homenaje a los caídos: ¡Es más bien un compromiso de ser como
ellos!
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