.Orlando Guevara Núñez
Antes
de que el ómnibus traspasara los límites de la ciudad, se produjo un incidente
curioso.
El
chofer había tenido que detenerse ante el semáforo ubicado en Martí y Crombet;
pero no sé si por casualidad o por notar algo raro, realizó otra parada frente
a la Terminal Interprovincial, ubicada al margen de la carretera central, casi
a la salida de Santiago. Y fue allí donde un compañero que ocupaba un asiento
trasero se dirigió al chofer, decidiendo, ante sus propias dudas, hacer una
aseveración poco creíble para la
mayoría.
Afirmó
que cuando la parada en el semáforo, un hombre se acercó por detrás a la
guagua, que se había encimado mucho, por lo cual lo perdió de vista. Y dijo que
luego de la arrancada miró y no lo vio más por los alrededores. Y la afirmación
conclusiva fue asombrosa: ¡Ese hombre tiene que haberse metido en el maletero!
Hubo
muchas opiniones de que eso no podía ser cierto, pero el compañero continuó
defendiendo sus argumentos y algunos lo apoyaron. De todas formas, la
incertidumbre existía y se accedió a la petición de registrar el maletero.
Sólo
unos minutos antes - al momento de abordar el vehículo - se habían suscitado
discusiones porque muchos compañeros querían
colarse para irse con
nosotros, aunque no figuraban en la selección hecha por el Comité Militar. Tal
fue la situación que, después de estar montados, un oficial hizo un conteo del
personal y se dirigió a nosotros, afirmando que arriba había cuarenta y dos
hombres y sólo podía haber cuarenta y uno. Exhortó a que el infiltrado
se bajara de inmediato.
Pero
nadie respondió. Un absoluto silencio existía dentro del ómnibus. Todos nos
mirábamos unos a otros. Muy pocos nos conocíamos. Hasta que al oficial no le
quedó otro remedio que volver a pasar la lista, haciéndolo esta vez en una
forma tan meticulosa que apareció el sobrado, quien tuvo que bajarse. Era un
hombre pequeño, delgado, trigueño, de mediana edad y pocas palabras.
Recuerdo
que hice el número diecisiete entre los que salimos esa noche. Y allí quedaron
muchos jóvenes y también hombres de una edad madura, cuyos rostros fueron
surcados por las lágrimas ante la imposibilidad de partir.
Junto
a otros compañeros, el chofer bajó para verificar la certeza o falsedad de la
sospecha. Y pudo comprobarse entonces que una de las portezuelas destinadas al
área de equipajes había quedado abierta y que la afirmación era rigurosamente
cierta: ¡Había un hombre en el maletero!
Y
allí mismo se produjo la discusión. El hombre - el mismo que había intentado
colarse al montar - confesó haber abordado el ómnibus en el semáforo y que su
única intención era irse con nosotros, para donde fuéramos. Sabíamos que eso no
podía ser así y tratamos de persuadirlo. Pero su negativa fue rotunda, hasta
que un teniente designado al frente del grupo hizo valer su autoridad.
Le
dijo que eso no era ningún juego, si no una cosa muy seria donde sólo podían
estar los seleccionados. Explicó que muchos querían partir hacia esa misión
-incluyéndose él - pero que aquí nada era por la libre. Y su conclusión no dejó
lugar a la insistencia: ¡Usted se queda aquí mismo y se acabó la discusión!
El infiltrado no dijo nada más, hasta que
el ómnibus comenzó a moverse lentamente y alguien le aconsejó el regreso a su
casa. Y lo último que de él escuchamos fue una mezcla de derrota momentánea con
esperanza futura: Sí, me voy, pero para
el Comité Militar. Por primera vez
en mi vida sentí admiración por un colado.
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