.Orlando Guevara Núñez
La primera vez que leí algo sobre el colonialismo, fue cuando en 1962 Fidel calificó a la Organización de Estados Americanos (OEA) como un Ministerio de Colonias Yanquis. Y esa década marcó, precisamente, una época muy importante en el desmoronamiento del sistema colonial.
Muchos pueblos, sin embargo, siguieron enyugados a este bárbaro sistema, donde la dignidad humana de millones de personas es sometida a la más criminal degradación.
Ya en 1975, había estudiado muchas cosas sobre el colonialismo. Podía definir teóricamente su esencia, sus causas y lo que éste significaba. Pero confieso que en ningún libro aprendí tanto como en el hermano pueblo de Angola, desde los primeros meses de 1976.
Yo sabía de la discriminación racial. Pero no había presenciado nunca que un blanco tuviera derecho de abofetear a un negro, de vejarlo, de herirlo, y que el negro estuviera obligado de dirigirse a él con reverencia y un sumiso ¡bien, señor!; sabía de los crímenes, pero no imaginaba que un colonialista tuviera derecho a pasar por una carretera y atropellar intencionalmente con su carro a los negros que marchaban por las orillas y dispararles con armas de fuego y herirlos y matarlos como si fueran animales salvajes, sin que existieran leyes protectoras de las víctimas y castigadoras de los asesinos.
Sabía que la educación no estaba al alcance de los pobres, pero no podía imaginar que existiesen casos donde al negro se le prohibiera pasar de la “cuarta clase” (cuarto grado) y llegar a la sexta clase era un delito que debía pagar con la muerte.
Para mi no era un secreto que existía la discriminación en el trabajo, pero no concebía que esa práctica inhumana llegara hasta el grado de no permitirle a un negro alcanzar la categoría de operario en una fábrica, que se le negara el acceso a otro departamento ajeno al suyo y que si se rompía un equipo, tuviera que salir de inmediato, para no ver lo que se rompió ni cómo se arreglaba.
Conocía de la discriminación más brutal contra la mujer, de su explotación y objeto de abusos. Pero mis cálculos quedaron pequeños ante la presencia de las mujeres trabajando a pleno sol en los campos, con el hijo amarrado a sus espaldas, roturando con azadas la tierra, mientras un hombre se encargaba, desde la sombra, de “pastorearlas” y vivía a costa de cuatro o cinco de ellas, que eran suyas porque las había comprado por tres cóndores (monedas) o cambiado por dos o tres vacas per cápita.
Sabía también que el colonialismo significaba abandono y miseria que se multiplicaba entre los pobladores del campo; pero nunca había visto – ni siquiera en la Cuba prerrevolucionaria- a miles de seres humanos viviendo como bestias, sin haber visto nunca a un médico, un maestro, sin conocer la civilización, alimentándose sólo de animales salvajes, de frutas silvestres o de insectos. Hombres, mujeres y niños vestidos con taparrabos y diezmados por las enfermedades. Pequeñas aldeas donde la cama era el suelo, polvoriento o fangoso, según la época, y también comunidades donde ni siquiera tenían un idioma o su dialecto no era entendido por la otra tribu que radicaba a escasos kilómetros.
El único indicio de civilización que podía verse en alguno de esos lugares, al alcance de esos desventurados, eran portentosos templos, cuya majestuosidad se me antojaba irónica frente a la miseria reinante y cuya promesa de vida en “el más allá” parecía una comedia dantesca frente a las infrahumanas condiciones de vida en el “más acá”.
Muchachas muy jóvenes que en los primeros meses, sin conocer aún la razón de la presencia cubana en su país, llegaban hasta nosotros para ofrecernos su cuerpo a cambio de “sobras y latas de comida”, de fósforos, de jabón, de gasolina y otros productos que suplieran el dinero que sí supieron pronto que no teníamos. Una población cuya expectativa de vida eran apenas ¡treinta años! ; ancianos de cuarenta años de edad; niños diezmados por el hambre y las enfermedades, cuyos ojos suplicantes nos hacían prescindir muchas veces de nuestros escasos alimentos para mitigar en algo su desdicha.
Y junto a aquella miseria, la cara contrastante del colonialismo. Sus confortables viviendas, sus autos de lujo, las vidrieras colmadas de artículos suntuosos, los grandes establecimientos, los centros de recreación – y de prostitución- las modernas avenidas que por muy anchas que fuesen no alcanzaban para encerrar en sí la opulencia de los ricos y ni las desventuras de los pobres.
En la heroica tierra de Neto, aprendí también, con mucha más nitidez, el verdadero valor y necesidad del internacionalismo proletario.
Si se necesitara buscar un nombre para definir lo que significó, desde el punto de vista personal, vivir durante aquellos tiempos la experiencia de chocar directamente, no a través de los libros, con el retrógrado sistema colonialista, no vacilaría en hacerlo con sólo cinco palabras que definen su esencia: ¡El monstruo ante nuestros ojos!
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