Autor: Orlando Guevara Núñez. Un homenaje a la Seguridad del Estado, en este 26 de marzo, aniversario de su fundación.
Hacía mucho tiempo que el viejo Eusebio no le miraba la cara a nadie. Ni siquiera conversaba como antes con los vecinos. Y hasta había dejado de frecuentar la pequeña tienda del batey, donde por las tardes se encontraban los viejos de la cooperativa para charlar sobre las siembras, la maldita sequía que todo lo mataba, los planes de producción y también sobre los alzados que merodeaban la zona.
Su rostro campesino, curtido por el sol y las rudas labores del campo, había resistido ya sesenta y cinco años sin dejarse vencer por las arrugas. Su figura, de mediana estatura, no parecía dispuesta a dejarse doblegar. ¿Para qué gastar el tiempo en ponerse viejo?, contestaba sonriente cuando alguien se refería a su vitalidad.
Pero desde algún tiempo atrás, muchas cosas se habían transformado en él. Su carácter se había tornado huraño, taciturno y hasta su saludo era ahora seco, casi obligado.
Y todo comenzó aquel día. O mejor dicho, aquella noche que Eduardito -único varón entre sus siete hijos- llegó a la casa en compañía de media docena de gentes extrañas. Andaban todos bien armados, pero no parecían ser de las milicias. Y se apreciaba que llevaban muchos días sin salir del monte. Eusebio notó en ellos el susto y el recelo de quien huye de algo y se preocupó mucho más cuando Eduardito, al indagar él sobre sus acompañantes, le contestara sólo con una insólita petición.
- Papá, nadie debe saber que esta gente estuvo aquí. ¿Me oyó? ¡Nadie!
Y Eusebio no contestó nada. Pero desde esa noche comenzó a sentir que el mundo se le venía encima. Ahora no tenía ninguna duda sobre la realidad de que aquellos hombres eran bandidos. Y de que tal vez integraban la pandilla de Paco Antúnez, el mismo que durante la tiranía había asesinado a Toñico, el bodeguero del batey y asolaba los patios de los campesinos y abusaba de las mujeres del barrio con el mayor descaro. Siempre había sido un esbirro. Y ahora Paco Antúnez estaba alzado por aquel lomerío. Y le desgarraba el alma la sola idea de que su hijo lo estuviera ayudando.
Tanto se arremolinaron los pensamientos en su cabeza, que no pudo dormir durante toda la noche. Se sentía aplastado. No podía concebir que su hijo fuera cómplice de los bandidos; pero las evidencias eran irrebatibles y sólo sus sentimientos de padre le exigían la búsqueda de otras pruebas.
Fue por eso que cuando todos se acostaron en la casa, esperó que Eduardito estuviera bien dormido. Y penetró con sigilo en el cuarto del muchacho y observó cada detalle a su alrededor. Hacía mucho que no miraba a su hijo dormido, como cuando era chiquito y él, observándolo, se forjaba muchas ilusiones de que llegara a ser un hombre honrado como el padre.
Las botas, enfangadas, casi selladas por la mezcla barrosa que bien sabía él sólo existía camino de las lomas. El brazo derecho del muchacho seguramente había tropezado con una zarza del monte, porque una herida en forma de V así lo atestiguaba. Y confiando en el profundo sueño de Eduardito, el viejo se acercó a la cabecera de la cama, tocó la sudada camisa del hijo, y sus dedos, sin nada de temblor, hurgaron en los bolsillos, en busca de las pruebas que necesitaba.
En el bolsillo derecho, sólo una cajetilla de cigarros mentolados, de fabricación norteamericana. En el izquierdo, un fajo de billetes cubanos. No quiso contarlos, pero sabía que eran muchos más de los que podía manejar el muchacho. Por debajo de la almohada, el cañón de una pistola calibre 45 parecía estar en vigilia. Y al devolver a su lugar los billetes, un papelito doblado muchas veces cayó al suelo. Eusebio lo tomó, lo desenvolvió poco a poco y sus ojos recorrieron ansiosos el texto corto, de sólo dos líneas escritas en letras grandes de imprenta: Cubano, ¡Lucha contra el comunismo!
Y ya no necesitó más pruebas. Su vista corría ahora del papel hacia el cuerpo de Eduardito. Del cuerpo del hijo hacia el papel. ¡Cuántas ilusiones rotas! ¡Cuánta distancia lo separaba ahora del hijo, teniéndolo tan cerca! Hasta que salió del cuarto con la cabeza inclinada sobre el pecho. Tampoco esa noche pudo pegar los ojos.
Por la mente del viejo campesino pasaban ahora, uno a uno, los acontecimientos de la zona durante los últimos meses. Y veía con mayor claridad por qué Eduardito no había querido ingresar a la cooperativa y se había negado también a participar en la lucha contra los bandidos. Y recordó algunas advertencias de sus amigos cercanos: “Ponle atención al muchacho, Eusebio, ponle atención”.
Esa noche, para Eusebio sólo hubo desvelo y meditación. Y cuando los gallos comenzaron a anunciar la madrugada, todavía él estaba despierto. Y se levantó sin mucha prisa. Y ni siquiera esperó el café, como siempre lo hacía, ni fue para la estancia, sino que ensilló el caballo y se dirigió hacia el pobladito cercano.
- No se preocupe, Eusebio, nosotros nos encargaremos de ese asunto, le contestó con un tono apenado el Capitán jefe del Puesto de Milicias.
Y el viejo regresó a la casa. Eran ya las once de la mañana. Eduardito había salido sin decir hacia dónde. Y Eusebio penetró de nuevo en la habitación y lo contempló todo durante largo rato, como si lo hiciera por última vez. Después salió con el sombrero de yarey atascado hasta las mismas pestañas.
Tres meses habían transcurrido ya desde aquella noche. Ahora Eduardito permanecía menos tiempo en la casa. Y al trabajo asistía muy poco. El alejamiento era cada vez mayor y más torturante. Hasta que Eusebio decidió hablar con el hijo de hombre a hombre. Y sólo las viejas yagrumas del fondo del patio sirvieron como testigos.
-Tú estás ayudando a esos cabrones. Tú estás enredao con esos bandidos. Y si eso es así, ¡tú eres tan cabrón como ellos, coño!
- No se meta en estas cosas, papá, yo sé lo que hago.
- Y yo también sé lo que haces. Lo mismo que todos ellos, matar, robar y querer que esto se caiga para volverse ricos. ¡Eres un mierda!
- Hubo un momento de silencio. Eusebio trató de mirar al hijo de frente, pero él evadió el encuentro, ladeando la cabeza.
La voz del padre salió entonces entrecortada, con una mezcla de rabia, de impotencia, de dolor penetrante, como nunca antes lo había sentido.
- Siempre he dicho que no seré el padre de ningún mierda. Eres igualito que estas malditas yagrumas, coño, pero acuérdate de que los hombres de dos caras nunca sirven pa´ un carajo.
Y nada más se dijo.
Después vino lo que vino. La noche era lluviosa y la oscuridad y el fango parecían haberse combinado para hacer los trillos casi intransitables. En lo alto no se divisaba ninguna estrella. Los perros se mantuvieron algún rato ladrando, hasta que los ladridos se convirtieron en alegres gruñidos comprensibles para Eusebio: los visitantes eran conocidos. Y aunque no sabía quién o quiénes eran, el gesto de los animales resultaba inconfundible. Y no se equivocó. Porque al poco rato, por el trillo, apareció Eduardito, acompañado de dos hombres armados. Venían en busca de alimentos y de pilas para la linterna que ofrecía ya menos luz que la de un cocuyo. El viejo atinó a levantarse, pero al instante recordó la promesa que un tiempo atrás le había tenido que hacer al Capitán: nada de actuar por cuenta propia.
- Esperen aquí en la cocina, indicó Eduardito a sus acompañantes. Voy a cambiarme esta ropa que nada más es fango.
Los dos hombres aparentaban una tranquilidad que creció cuando desde el cuarto escucharon la voz del colaborador.
- Acomoden las mochilas en un rincón, que terminando aquí prepararemos algo para comer y llevarle a la gente.
Faltarían pocos minutos para las diez de la noche. Un relámpago cortó en dos mitades la bóveda celeste y por momentos pareció que la noche había cedido al día su lugar. El silencio nocturno fue roto de nuevo por los ladridos ahora alarmantes de los perros. Y desde la habitación, el viejo Eusebio se dijo: “Ahora sí viene alguien que los perros no conocen”.
Los dos hombres que estaban en la cocina se asomaron recelosos por la única puerta de salida. Otro relámpago y pudieron verlo todo, pero ya demasiado tarde. Una decena de armas milicianas apuntaban hacia ellos.
- ¡Aquí se acabó la cosa pa´ ustedes, coño!
Y no hubo resistencia.
De nuevo el ladrido de los perros, ahora con un tono feroz. Un estruendo salido desde la habitación de Eduardito y una lluvia de disparos sobre la figura que saltando por la ventana corría en forma zigzagueante, tratando de evadirse por los trillos de sobra conocidos.
Y después, la calma.
Eusebio se había levantado. Y cuando el Capitán quiso darle una explicación, el viejo respondió sólo con un gesto, moviendo horizontalmente la cabeza, como queriendo decir que ninguna explicación era necesaria. Y bajó la frente, con un dolor y una vergüenza imposibles de ocultar.
- No había otro remedio, se limitó a decir el Capitán.
Ahora el viejo Eusebio sentía que cada vez que alguien le hablaba o lo miraba, o lo saludaba, era como si le estuviera restregando en la cara: ¡Eres el padre de un traidor!
Y por eso comenzó a apartarse de la mirada y la compañía de los demás. Y con mucha más razón cuando se supo en el barrio la verdad amarga, pero verdad al fin: Eduardito se había alzado junto a los bandidos. Y fue entonces cuando la vergüenza se transformó en coraje dentro del pecho del padre.
- Estoy aquí pa´ que usted me deje participar en las operaciones, Capitán. Conozco muy bien la zona, los escondites y fuerzas me quedan todavía, parece, digo yo, puedo demostrar…
- Usted no necesita demostrar nada Eusebio, lo interrumpió el Capitán. Vaya para su casa. Ya los milicianos andan bien adentro y creo que esto está llegando a su fin. Yo lo comprendo, viejo, pero no insista, regrese a su casa.
De nuevo el dolor y la impotencia.
Pero el Capitán tenía razón cuando le dijo a Eusebio que ya la cosa estaba llegando a su fin. Porque en menos de una semana, los milicianos habían puesto fuera de combate a los alzados. El viejo lo supo enseguida, pero no preguntó nada a nadie, aunque en su interior una interrogante le desgarraba el alma. ¿Y Eduardito? ¿muerto? ¿herido? ¿prisionero? ¿fugitivo?. Pero el dolor se escondía tras la indiferencia. O la indiferencia tras el dolor. Por eso reaccionó como lo hizo cuando dos jóvenes vestidos de verde azul, armados con fusiles R-2 checos y la cabellera más crecida que de costumbre, llegaron hasta el portal de su casa.
- Díganle al Capitán que yo no tengo na´ que ir a buscar allá. Que ya la cosa se acabó.
Los milicianos se miraron entre sí. Conocían al viejo y sabían por qué se negaba a ir. Y que no sería fácil convencerlo.
-El problema es que lo mandan a buscar porque su hijo está muy mal herido y tiene que ser pronto…
Los ojos del viejo relampaguearon ante la noticia. Pensó un momento. Pero después miró a los milicianos y como si la tierra se estuviera hundiendo bajo sus pies, atinó sólo a balbucear:
- Díganle al Capitán que yo no voy a ver a nadie, que yo… ¡que yo no tengo ningún hijo herido, coño!
- Pero tenemos la orden de que usted vaya, viejo, insistieron los muchachos, en un tono donde la orden casi se confundía con un ruego. Eusebio fijó los ojos en ellos, bajó la cabeza y clavó su mirada en el suelo, como si quisiera penetrar en él.
-Está bien, “mijos”, voy. Y la palabra “mijos” se le detuvo en los labios.
Todo el camino hacia el Puesto de Milicias se hizo en silencio. El Capitán los esperaba en la puerta.
- Vamos rápido para el hospital, Eusebio, el muchacho está grave.
Ya en el interior del hospital, Eusebio dejó que el Capitán fuera delante. Entraron a un salón con muchas camas. Y el viejo buscó incansablemente con la vista. Pero el Capitán no se detuvo, siguió de largo, hasta llegar a un pequeño saloncito, con sólo dos camas, custodiadas por dos milicianos. En una de ellas estaba Eduardito. Una transfusión de sangre alimentaba las venas del herido. La frente muy pálida. Los ojos semicerrados. Y Eusebio se quedó paralizado, sin decir una sola palabra, pero mirando infinitamente al hijo.
- Nos vamos, dijo el Capitán, poniendo las manos sobre el hombro del viejo. Y Eusebio giró sobre sus pasos como un autómata.
Y ya era bastante tarde cuando el Capitán y el viejo Eusebio Martínez llegaron a la casa del pequeño batey. Pero no se despidieron en el callejón, donde había quedado parqueado el yipecito. Tomaron el trillo estrecho que conducía al bohío, aunque sin detenerse en él, porque el jefe del Puesto de Milicias le sugirió seguir hacia el patio.
Y allí, bajo las frondosas yagrumas, sólo el Capitán habló.
- Yo sé que usted no me ha perdonado prohibirle su participación en la operación. Todo esto ha sido muy duro, Eusebio, ¡muy duro! Sé de la vergüenza que usted siente desde hace muchos meses, porque yo también tengo hijos. Por eso quise que usted viera hoy a su hijo y por eso vine a hablar con usted en este mismo lugar, como él me lo pidió. El muchacho se salvará, viejo, ¡se salvará! Y lo único que tengo que decirle es que hay hombres que alguna vez tienen razón para ser como las yagrumas, sin ser de esos que no sirven pá un carajo. Y por eso le digo que levante bien la frente, coño, levántela, porque usted… usted no es el padre de ningún mierda, Eusebio, ¡Usted no es el padre de ningún mierda!
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