sábado, 24 de octubre de 2015

Operación Carlota. Pequeños relatos sobre una larga misión: Antonio



                                    

 .Orlando Guevara Núñez
Antonio era un niño angolano de trece años de edad. Durante varios días seguidos, comenzó a frecuentar nuestra Unidad y a veces salía con nosotros a lugares cercanos. Ni siquiera nos percatamos cómo, pero lo real fue que cuando vinimos a darnos cuenta, el muchacho estaba integrado a nuestra Compañía como un soldado más. Más que soldado, era una “mascota” de la cual ninguno deseaba prescindir.
De Antonio aprendimos muchas cosas sobre su país. Nos enseñó a cantar algunas canciones angolanas. Y nos contaba con mucha tristeza cómo tuvo que abandonar su hogar porque los padres no tenían con qué mantenerlo. Nos hizo un día vibrar de indignación, al narrarnos cómo su única hermana había sido comprada por un hombre poderoso, al precio de dos cóndores y ahora tenía que permanecer con él, que era su dueño. Y nos hizo sentir un odio más profundo hacia el colonialismo la noche que al ofrecerle una frazada para que se guareciera del fuerte frío, la miró indeciso y se echó a llorar, pensando en cuánta falta le hacía a su madre, que, estando enferma, no podía comprarla. Y nos hizo emocionar mucho el dìa que lloró desconsoladamente ante la caìda de un combatiente cubano y estuvo varios dìas sin cantar ni enseñarnos nuevas canciones. Tenía luto.
Pese a ser completamente analfabeto, aquel niño poseìa una admirable inteligencia. Y una sorprendente sagacidad. Su cuerpo pequeño, cara redonda y ojos expresivos, su deseo de saberlo todo y su capacidad de entendimiento, vislumbraban en él a uno de los futuros hombres que necesitarìa la Revolución angolana.
Pero en lo ùnico que Antonio no coincidìa con nosotros era en la necesidad de estudiar. Cada vez que le hablàbamos sobre la escuela, se hacìa el desentendido o se quedaba callado, aunque visiblemente sus gestos reprochaban la idea. Le bastaba con la oportunidad de aprender a manejar los carros y los fusiles.
Un dìa, Antonio regresó de su casa después de un “permiso” para ver a la familia. Pero notamos que no estaba alegre como en otras ocasiones. Comenzamos a preguntarle què le pasaba y estuvo mucho rato en silencio, hasta que en un tono muy serio se limitó a contarnos.
Nos dijo que habìan ido a buscarlo a su casa para que ingresara a una escuela. Le preguntamos qué tipo de escuela y sólo retuvo en su memoria que era un lugar “para hacerse un hombre”.
Esa noche Antonio no cantó junto a nosotros, ni escuchamos su alegre risa, ni sus animadas historias. Al amanecer, no se vistió con su habitual “uniforme de campaña”. Se puso un reluciente uniforme verde olivo que con mucho celo guardaba en la mochila que ahora portaba en el hombro. Fue una despedida sin palabras. Ni él ni nosotros las utilizamos.
La Compañía estaba formada y él se paró frente a ella, recorriendo su vista a todos, como queriendo grabar las imágenes. Hasta que por sus negras mejillas rodaron incontenibles y copiosas  lágrimas. Cada compañero nuestro comprendía lo que pasaba, pero nadie se atrevió a romper aquella silenciosa comunicación entre el niño y los combatientes internacionalistas entre quienes, de niños, hubo muchos Antonio.
Por eso, cuando el muchacho dio media vuelta y tomó el camino, todos nos quedamos mirándolo, hasta que su figura desapareció tras una curva del terraplén que conducía a la carretera cercana. Fue sólo entonces que desde una fila de nuestra formación, se escuchó, a modo de consuelo, la voz de un compañero:
- Esto es así, compañeros, nosotros perdemos a un niño ¡pero la Revolución angolana acaba de ganar a un hombre!
                         



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