martes, 20 de octubre de 2015

Operación Carlota. Pequeños relatos sobre una larga misión: Odisea en el Atlántico


                                         
 .Orlando Guevara Nuñez
Confieso que nunca antes había hecho una travesía larga por mar. Para ser más exacto: nunca había puesto los pies en un barco grande. Y la inmensa mayoría de los compañeros que juntos viajábamos, estaban en la misma situación.
Cuando partimos, en la mente de todos estaba no el viaje, sino la llegada. ¿Por dónde desembarcaríamos? ¿Habría que combatir en el momento del desembarco?  Todo estaba dentro de las probabilidades reales, porque la guerra se encontraba en pleno desarrollo y las noticias hablaban diariamente de intensos combates, de entrada de mercenarios, de toma de poblados.
Al subir al barco, al grupo del cual yo formaba parte - quince compañeros- le había sucedido un incidente. No encontrábamos espacio para ubicarnos y de todos los lugares que ocupábamos éramos al poco rato desplazados. Hasta que apelamos ante uno de los oficiales que dirigían la operación de embarque. Le preguntamos si no teníamos “pasaje reservado” para ese viaje, a lo cual simplemente nos contestó que allí cabía todo el mundo, que buscáramos un hueco donde alojarnos. Hasta que lo encontramos.
Mientras estuvimos en la bahía, después de acomodar nuestras escasas pertenencias, algunos compañeros permanecíamos en la cubierta del barco. Y recuerdo un hecho demostrativo de la “experiencia marinera” que teníamos, cuando Vidal, un compañero avileño, conductor de ómnibus en esa ciudad agramontina, interrumpió la conversación de otros compañeros para exclamar con un grado superlativo de admiración:
-¡Oigan, este barco va que jode!
En realidad, el barco no había zarpado todavía y la sensación de Vidal se debía a que mirando las olas se había mareado.
Después, casi sin darnos cuenta, la nave comenzó a alejarse de las costas cubanas. Y luego de varias horas, cuando nos habíamos hecho la idea de que durante largo tiempo no veríamos de nuevo nuestra tierra, una afirmación de muchos compañeros nos hizo experimentar una inmensa alegría:
- Señores,  ¡estamos en Santiago de Cuba!
Y era verdad que estábamos en Santiago. No nos explicábamos el porqué de aquéllo, pero lo cierto era que la ciudad indómita estaba a nuestra vista. Después supimos que un compañero había sufrido un accidente y fue necesario dejarlo. Al terminar esa operación, la nave enfiló su proa mar afuera.
Todo marchaba bien a bordo del barco, hasta que sus máquinas se detuvieron totalmente, después de reiterados amagos, en un punto lejano del Océano Atlántico. La nave quedó a la deriva. A veces elevaba la proa y luego se dejaba caer pesadamente, como si fuera a sumergirse definitivamente. Otras, parecía que avanzaba hacia los lados o que retrocedía.
Pasaron dos días con dos noches y no se lograba la ansiada reparación de las máquinas. Después comenzaron a funcionar y se detuvieron de nuevo. De día mirábamos hacia los alrededores y el Atlántico nos parecía un inmenso círculo azul, en el cual nuestra embarcación era un microscópico punto céntrico. Manadas de peces voladores se alzaban sobre las olas y algunos caían dentro de nuestra embarcación.  Y nos daba por pensar en lo ridículo que sería morir así, en una forma tan absurda, por culpa de aquel armatoste, émulo de un corcel arrepentido, negado a cabalgar.
Ante la situación existente, sin embargo, no hubo amilanamientos. En medio de aquella agonía, celebramos un cumpleaños colectivo, en el cual hubo pequeñas dosis de  cerveza, reducidos sorbos de ron y varias representaciones culturales que nos hicieron olvidar momentáneamente la tragedia de ser pasajeros de un barco que no parecía dispuesto a llegar a su destino.
Como el viaje se había demorado tanto, eso repercutía en los abastecimientos. Sólo podíamos contar con una cantimplora de agua, cada veinticuatro horas, para todas nuestras necesidades. Hubo ocasiones de una sola comida al día y también otra en que la única provisión consistió en una lata de macarela suministrada alrededor de las tres de la tarde. Como el agua dulce resultaba muy escasa, establecimos, casi todos, un récord nada envidiable:    ¡veintinueve días sin bañarnos! La única vez que “jugué agua” fue durante un copioso aguacero, aprovechado por casi todos, menos por quienes lo relacionaban con un posible catarro.  Pero la moral de los combatientes no mermó.
La tripulación de la nave se esforzaba por hacernos ver que el peligro era posible de vencer. Pero todos advertíamos que el problema no era nada fácil. De todas formas, la serenidad de ellos contribuyó en mucho a la tranquilidad nuestra.
Una tarde, en nuestra bodega se efectuó una breve reunión con un solo punto en el orden del día: instrucciones sobre el uso del salvavidas.
Un oficial se encargó de explicarnos que el barco continuaba con problemas, por lo que todos debíamos estar preparados si se presentaba el imperativo de abandonarlo. No se mencionó nunca la palabra naufragio, pero la posibilidad era evidente, por lo menos para quienes no conocíamos nada sobre navegación. Se nos dijo que había un salvavidas para cada uno de nosotros y recibimos las instrucciones sobre cómo utilizarlo. Y alguien hizo un intento de broma que no le causó mucha gracia a nadie.
- Asimilen bien las instrucciones, porque si llega el momento, ¡nadie se las va a repetir!  A la sarcástica afirmación le siguió una risa que se me antojó podía ser de nerviosismo.
El oficial dijo que el salvavidas nos ofrecía una garantía de treinta y seis horas. Y una vez concluida la explicación, un combatiente solicitó la palabra y con una mezcla de curiosidad y ansiedad lanzó una pregunta que interesó a todos.
- ¿Y después de las treinta y seis horas…?
Y el capitán, como el maestro experimentado que aclara a su alumno una pregunta de clase, le contestó rápidamente con una aseveración que de hecho eliminaba cualquier otra indagación: “Después de las treinta y seis horas ¡te jodes!”
Afortunadamente, las máquinas fueron arregladas y, aunque con un paso lento, llegamos a nuestro destino. Habíamos acabado de librar, antes de pisar tierra angolana, nuestro primer combate victorioso.

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