domingo, 18 de octubre de 2015

Operación Carlota: El infiltrado

                                            
 .Orlando Guevara Núñez
Antes de que el ómnibus traspasara los límites de la ciudad, se produjo un incidente curioso.
El chofer había tenido que detenerse ante el semáforo ubicado en Martí y Crombet; pero no sé si por casualidad o por notar algo raro, realizó otra parada frente a la Terminal Interprovincial, ubicada al margen de la carretera central, casi a la salida de Santiago. Y fue allí donde un compañero que ocupaba un asiento trasero se dirigió al chofer, decidiendo, ante sus propias dudas, hacer una aseveración  poco creíble para la mayoría.
Afirmó que cuando la parada en el semáforo, un hombre se acercó por detrás a la guagua, que se había encimado mucho, por lo cual lo perdió de vista. Y dijo que luego de la arrancada miró y no lo vio más por los alrededores. Y la afirmación conclusiva fue asombrosa: ¡Ese hombre tiene que haberse metido en el maletero!
Hubo muchas opiniones de que eso no podía ser cierto, pero el compañero continuó defendiendo sus argumentos y algunos lo apoyaron. De todas formas, la incertidumbre existía y se accedió a la petición de registrar el maletero.
Sólo unos minutos antes - al momento de abordar el vehículo - se habían suscitado discusiones porque muchos compañeros querían  colarse para irse con nosotros, aunque no figuraban en la selección hecha por el Comité Militar. Tal fue la situación que, después de estar montados, un oficial hizo un conteo del personal y se dirigió a nosotros, afirmando que arriba había cuarenta y dos hombres y sólo podía haber cuarenta y uno. Exhortó a que el  infiltrado se bajara de inmediato.
Pero nadie respondió. Un absoluto silencio existía dentro del ómnibus. Todos nos mirábamos unos a otros. Muy pocos nos conocíamos. Hasta que al oficial no le quedó otro remedio que volver a pasar la lista, haciéndolo esta vez en una forma tan meticulosa que apareció el sobrado, quien tuvo que bajarse. Era un hombre pequeño, delgado, trigueño, de mediana edad y pocas palabras.
Recuerdo que hice el número diecisiete entre los que salimos esa noche. Y allí quedaron muchos jóvenes y también hombres de una edad madura, cuyos rostros fueron surcados por las lágrimas ante la imposibilidad de partir.
Junto a otros compañeros, el chofer bajó para verificar la certeza o falsedad de la sospecha. Y pudo comprobarse entonces que una de las portezuelas destinadas al área de equipajes había quedado abierta y que la afirmación era rigurosamente cierta: ¡Había un hombre en el maletero!
Y allí mismo se produjo la discusión. El hombre - el mismo que había intentado colarse al montar - confesó haber abordado el ómnibus en el semáforo y que su única intención era irse con nosotros, para donde fuéramos. Sabíamos que eso no podía ser así y tratamos de persuadirlo. Pero su negativa fue rotunda, hasta que un teniente designado al frente del grupo hizo valer su autoridad.
Le dijo que eso no era ningún juego, si no una cosa muy seria donde sólo podían estar los seleccionados. Explicó que muchos querían partir hacia esa misión -incluyéndose él - pero que aquí nada era por la libre. Y su conclusión no dejó lugar a la insistencia: ¡Usted se queda aquí mismo y se acabó la discusión!
El infiltrado no dijo nada más, hasta que el ómnibus comenzó a moverse lentamente y alguien le aconsejó el regreso a su casa. Y lo último que de él escuchamos fue una mezcla de derrota momentánea con esperanza futura: Sí, me voy, pero para el Comité Militar.   Por primera vez en mi vida sentí admiración por un colado.
                                          


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