lunes, 17 de diciembre de 2018

El milagro (cuento)



.Orlando Guevara Núñez
Todo fue asombro en la casa cuando el enorme San Lázaro apareció aquella mañana  plantado en medio de la sala. Y de verdad que era imponente la figura de casi un metro de alto, tallada en cedro pulimentado, representando a uno de los santos más populares de Cuba. Más popular y más temido, valga decirlo. No por gusto el  trago y la fuma  no le faltaban nunca al  viejo para mantenerlo contento y siempre presto a conceder las peticiones y los milagros que remediaran en algo la difícil situación.
  Pero no toda la familia estaba de acuerdo con la decisión de la vieja Margarita. Que el santo estuviera allá adentro, en un rincón -pensaban algunos- era pasadero. Pero eso de verlo allí, en medio de la sala, haciendo llamar la atención de todo el mundo, seguramente provocaría la risa de muchos en el barrio. Aunque a la devota le importaba muy poco que aquella figura, en el lugar donde estaba, le causara risa a alguien, porque estaba convencida de que esa iba a ser la solución de las desgracias que asolaban al hogar.
  Así, a quien le hiciera insinuaciones,  siempre contestaba que ella le pidió a San Lázaro le consiguiera trabajo para el viejo  y los muchachos y el santo se le apareció en un sueño y le dijo que estaba bien, que él resolvería ese asunto, pero antes ella tenía que sacarlo del rincón de piso de tierra en el cuarto, recostado a las yaguas que servían de pared, y llevarlo para la sala, donde todo el mundo pudiera verlo. Eso sería solo por un tiempo.
   Ahora la vieja estaba satisfecha porque había cumplido su compromiso y era de esperar que el santo cumpliera el suyo y le concediera el milagro. Por eso no le gustó que Mayito -el hijo menor- le dijera que si San Lázaro era tan poderoso,   por qué rayos él mismo no se curaba la lepra y por qué no caminaba derecho, sin ayuda del bastón y de los perros pulgosos y flacos que tenía.
Pero la discusión no duró mucho, porque Margarita dijo que Mayito era un hereje y que uno siempre debía creer en algo y que la incredulidad era la causa de todas las calamidades. Y volvió a decir que San Lázaro bajaría del cielo para ayudarla. Y cuando  Mayito iba a seguir diciendo cosas, un ¡sió, carajo! de la vieja acabó con las habladurías del muchacho. Y todos se quedaron muy serios y miraron con reproche al incrédulo cuando Margarita pronosticó que seguro ahora la desgracia iba a ser mayor, por estarse ofendiendo al santo. Y hasta Mayito dejó de reír y miró de reojo al  viejo, pero se calmó al notarlo igual y pensó que la única desgracia mayor podía ser morirse todos y si el santo existía y era bueno como decía la madre, no iba a hacerles esa “charraná”.
   El único que no había hablado era el viejo Ramón. Y era por estar entretenido moliendo el maíz para la harina del almuerzo. Su flaca y larga figura parecía danzar al compás de la manigueta y de vez en cuando tarareaba  muy bajito alguna canción, como si la manigueta fuera la de un órgano. En realidad, no tenía esperanzas de que el santo hiciera ningún milagro, ni le pudiera resolver el trabajo, pero no quería meterse en líos con las creencias religiosas, porque pensaba que la fe, por lo menos, ayudaba a encontrar consuelo y resignación. Y aunque todo fuera en vano, era mejor ver a la vieja así, esperanzada, que no amargada y llorando, como muchas veces ante la falta de comida o medicinas  para los muchachos.
   El hombre dejó de tararear para recordar los años que llevaban juntos él y Margarita. Y cómo, uno a uno, habían nacido y crecido los muchachos, pasando miles de trabajos y privaciones. Y pensó en las zafras de tres meses y los tiempos muertos de nueve. Hizo una pausa, se secó el sudor de la frente, se alisó los  blancos cabellos y recordó la imagen del santo, que parecía como sembrado en la sala. En su corazón de guajiro que sólo había conocido la miseria y el desamparo, no podían tener cabida las creencias sobre los milagros que nunca había visto. Porque si hubiera justicia divina -pensó- ese santo, en vez de aparecérsele a la vieja para cambiarle un milagro por la mudanza para la sala, se le habría aparecido al  dueño del central y de la colonia para exigirle que lo acostara en su cama, con su mujer, incluyendo a los perros y no bajarse de allí hasta que todos tuvieran trabajo y qué comer.
   Terminada la molienda del maíz, Ramón volvió a secarse el sudor y sin camisa salió para el patio, sentándose en un taburete tan recostado a la guásima, que ya parecía parte de ella. Y se puso a pensar en otras cosas, olvidando de momento al santo.
  Y le vino a la mente el Año Nuevo. La cosa no estaba para fiestas, pero ese día era de obligada reunión familiar y la casa resultaba siempre pequeña para el alboroto de los hijos, de los nietos y de algún que otro vecino, como era la costumbre, para felicitarse a las doce de la noche y desearse mutuamente un nuevo año feliz que nunca llegaba a serlo.
   ¿Pero y el Santo? ¿Insistiría Margarita en dejarlo allí también ese día? Ante la presencia de tanta gente y en medio de tanto ajetreo, ¿seguiría aferrada la vieja?
 Y llegó la noche en que se esperaba el Año Nuevo. Y en la boca del santo parecía existir una sonrisa y hasta aparentaba estar satisfecho, tal vez porque esa noche tenía más tabacos y ron que de costumbre.  A las doce, abrazos, felicitaciones, deseos de prosperidad.
 La fiesta sería hasta el amanecer. En el humilde hogar campesino había mucha bulla  que fue mayor cuando alguien llegó gritando algo inesperado: ¡Se fue Batista, coño! ¡Se jodió Batista!  Y todos salieron para el medio del batey. Todos menos San Lázaro, que seguía inconmovible, con sus llagas y sus perros, en medio de la sala.
 Luego pasaron los días. Comenzó la zafra  y no hubo más tiempo muerto. Y podían comerse otras cosas, además de la harina. Hasta que una mañana todos en la casa notaron con extrañeza que el santo no estaba en su lugar. Ramón miró a los muchachos y preguntó que quién carajo le había hecho eso a la vieja. Y Mayito se apresuró a  proclamar su inocencia. Pero más se sorprendieron cuando Margarita les dijo que no fueran pendencieros, que si no se apuraban iban a llegar tarde al trabajo y que el santo estaba en el cuarto, que ella misma lo había mudado y  ellos todos eran bobos o ciegos si no se habían dado cuenta de que el milagro estaba ya cumplido.
   Y ante el desconcierto de Ramón, la malicia de Mayito y el silencio de los otros muchachos, la vieja -  tabaco y trago de ron en las manos- se dirigió hacia el cuarto. “Gracias, viejo Lázaro, por haber inspirado a estos otros santos que bajaron no del cielo, sino de la Sierra Maestra, vestidos de verde olivo, y andan por ahí repartiendo mochilas de milagros. ¡Qué ellos sean eternos como tú, mi viejo!
                                               

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