viernes, 27 de mayo de 2016

Un pasado que en Cuba no será jamás presente: La apuesta

.Orlando Guevara Núñez Yo nunca había apostado ni un centavo a una pelea de gallos. Pero aquel día el embullo de los demás muchachos me condujo a la aventura. Todos, o casi todos los domingos, íbamos a una valla cercana para mirar las peleas, sólo a mirar, por dos razones sencillas: en primer lugar, porque no teníamos dinero; en segundo, porque no era costumbre que los muchachos entráramos en apostaderas, aunque no estaban prohibidas. Pero ese día fue distinto. Los dueños de los gallos buscaban partidarios para aumentar la cifra de la apuesta. Un gallo giro contra un cenizo. Del giro se decía que era todo un veterano peleador y ganador; el otro, con menos historia a su cuenta, había ganado, sin embargo, la confianza de sus dueños y de parte del público que lo conocía. Las apuestas crecían y los muchachos se decidieron a entrar en ellas. Yo sólo llevaba cincuenta centavos y en nada me agradaba exponerlos tan mansamente en una simple pelea de gallos; pero el embullo es el embullo. Y la sensación de ser como los mayores atrae bastante. ¡Al giro no hay quien le gane!, dijo alguien. Más bien lo pregonaba con ensordecedores gritos. Lo creí. Y así quedó sellada mi primera apuesta. Cuando aquellos dos gallos estuvieron frente a frente, más que aves parecían sangrientas fieras. No hubo un minuto de tregua. La algarabía era desquiciante. Los nombres del giro y del cenizo eran pronunciados por la multitud, de ambos bandos, como si los animales pudieran asimilar las exhortaciones para vencer al contrario. Al poco rato de iniciado el combate, las acciones pronosticaban al vencedor. El cenizo comenzó a sangrar por el cuello. Y poco a poco, como un boxeador cansado, se tornaba cada vez más lento, menos agresivo y casi impotente frente a un rival que arremetía cada vez con mayor furia. Otro espuelazo cercano a la garganta hizo que el cenizo se doblara. Ya sólo gritaban los parciales del giro. Un ágil revuelo del contrario y el cenizo quedó tendido sobre el aserrín. La pelea había terminado, con lo cual mi capital se había duplicado a la astronómica cifra de un peso. Cuando se fijaban las apuestas para la segunda pelea, el entusiasmo de los muchachos había crecido. Ahora pelearía un fortísimo canelo contra un cenizo al parecer más pequeño. ¡Ese cenizo se joderá como el otro!, decían algunos. ¡Le voy al canelo!, ripostaban otros. Los muchachos se decidieron por el primero y de nuevo centraron en mí la insistencia. Tuve dudas y vacilaciones, pero entré en la apuesta con la variante, en relación con los demás, que sólo aposté lo mismo que había ganado en la lid anterior. Y comenzó la pelea, diferente a la primera. Los gallos parecían dos contendientes estilistas; se amagaban y retrocedían; giraba uno alrededor del otro. Y la tensión y los gritos aumentaban, buscando estimular a los animales al combate. A los pocos minutos, sin embargo, el cenizo se lanzó velozmente sobre el canelo, propinándole una estocada que lo hirió a sedal cerca de un ojo. El golpe no tuvo nada de gravedad, pero bastó para que el canelo, como transformado de gallo de pelea en huidiza paloma, soltara un estridente grito, comenzara a correr alrededor de la valla y -ante el inminente alcance del enemigo- alzara el vuelo para encaramarse sobre un cercano y frondoso jagüey. Abajo quedaron sólo la algarabía y las burlas. Y sólo un certero disparo de una escopeta calibre 16 logró bajar el fugitivo de tan apreciable altura. Fue el segundo gallo muerto de esa tarde, con la diferencia de que éste no supo, como el cenizo de la primera pelea, morir con dignidad sobre el aserrín. Mi capital volvió a su estado original. Y las peleas continuaron, pero mi vocación de apostador no llegó a la tercera contienda. De aquel episodio, conservo la imborrable imagen del canelo huyendo bochornosamente ante un enemigo que parecía inferior, trepando el jagüey y cayendo abatido por la venganza del mismo dueño que lo había preparado para tan injusto combate. Aparentemente, las peleas de gallos estaban prohibidas y perseguidas por la Guardia Rural. Pero todo se quedaba en eso: apariencias. Los encargados del orden, muchas veces vivían del desorden. Su misión principal era atemorizar a los campesinos, valiéndose del abuso de poder.

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