.Orlando Guevara Núñez
Cierto día un turista caribeño, de visita en la Redacción de mi periódico, me pidió conversar sobre algunos temas, previamente escogidos por él. No aprecié manifestaciones de insidia y acepté la invitación.
El primer tópico fue la libreta de abastecimientos. Desde su punto de vista la veía como una imposición sobre el consumo. Le expliqué las razones de su surgimiento y existencia. Los enemigos y oportunistas trataron de ahogar a la Revolución mediante el acaparamiento y la especulación. El país no tuvo otra alternativa que proteger al pueblo y garantizar que cada cual recibiera los productos indispensables.Me argumentó que en su país mucha gente le tenía miedo al socialismo sólo de saber que tendrían una libreta de abastecimientos, como sucedía en Cuba. Luego de razonar sobre el necesario y circunstancial control, le expliqué algunos de los productos normados, con su cuantía y garantizados, sin excepción, para todos los ciudadanos. Luego le pregunté si todos los habitantes de su país tenían acceso a igual consumo, a precios no sujetos a la oferta y la demanda. Reconoció que no, que muchos miles –pensé que millones- no podían. Convenimos entonces en una realidad: lo que significaría el socialismo, aún bloqueado, para esa gente irredenta, hambrienta y desposeída, sumergida en un mundo que ya nosotros trascendimos.
En su segundo tema, la salud, necesité también muchos argumentos. Mi interlocutor se resistía a la realidad de la atención médica gratuita. Lo fascinó el sistema del Médico de la Familia –y de la enfermera- y aunque con cierta reserva por lo insólito, aceptó lo verídico de que en nuestro país el enfermo, sin excepción, cuando no va al médico, el médico va al enfermo sin que éste tenga que desembolsar dinero.
Lo tercero fue la educación, también gratuita. Por esos días una huelga de maestros estremecía a su país, principalmente contra el impago de salarios y por su aumento. Le impresionó mucho el sistema de superación de nuestros educadores y la seguridad de sus empleos. No dudé en preguntarle su opinión sobre quiénes vivían mejor, si los maestros en su capitalismo o los míos en el socialismo. Encogió los hombros y guardó un silencio comprensible.
Su último tema de interés necesitó menos tiempo. Quería saber por qué los cubanos defendíamos con tanto fanatismo a la Revolución, seguíamos a Fidel y estábamos contra los norteamericanos. Le rectifiqué lo de fanatismo y le argumenté patriotismo y conciencia. A Fidel lo seguimos porque él nos enseñó el camino de la libertad, lo emprendió primero, lo ha recorrido con su ejemplo y encarna la voluntad, los sueños, el sacrificio, la dignidad, el presente y el futuro de todos los cubanos. En cuanto a los norteamericanos, le aclaré que odiábamos a los imperialistas, a quienes nos agreden y bloquean, no al pueblo de esa nación, por el cual sentimos admiración y respeto.
Algo doloroso hubo en aquella conversación. Estaba dialogando con un intelectual, con un hombre de letras, residente en una nación vecina. Y ese hombre lo ignoraba casi todo sobre la historia de nuestro país. O más que ignorarlo, lo conocía con una versión tergiversada, manipulada, alimentada por las campañas enemigas de la Revolución. Es ésa otra despreciable expresión del bloqueo yanqui, el bloqueo de la verdad. Eso lo hemos tenido que sufrir mucho.
Sé que no lo despojé de su concepción. Tampoco era mi propósito hacerlo. Pero pienso que en algo aprendió a respetar las concepciones nuestras y sobre todo la obra que construimos y defendemos. Sé también que con independencia de su voluntad, las comparaciones habrán ocupado un lugar en su mente, como un juego de balanzas sobre lo bueno y lo malo.
En el sector donde trabajo, el periodístico, el bloqueo se ha hecho sentir con mucha fuerza. Mi periódico era diario y tuvo que transformarse en semanario, por carencia de papel y otros recursos. Faltaron hasta las cintas de máquinas de escribir, cuartillas, agendas, bolígrafos, transporte, combustible, rollos fotográficos, quimicales para el revelado. Todo fue necesario racionalizarlo.
Sin embargo, aunque la edición continúa semanal, nos hemos recuperado bastante. De una vieja rotativa del año 1917, de tecnología norteamericana, pasamos al sistema offset de impresión. Los viejos linotipos, las planchas de plomo, las matrices y la tipografía, cedieron su lugar a las computadoras y ahora navegamos en Internet. Podemos dar menos mensajes que antes, pero los enviamos más lejos. Las carencias ceden terreno.
Cierto es que no todo lo que nos falta se le puede anotar al bloqueo. Somos un país pobre luchando por el desarrollo y todavía no contamos con los recursos suficientes para resolver todos los problemas. Cada problema que se vence, genera nuevas necesidades. Esa es una ley del desarrollo y son esas las necesidades que nos impulsan hacia nuevas soluciones.
He visto en un área desprovista de toda construcción surgir un pueblo, incluso con edificios multifamiliares. Al inicio el problema es sólo la vivienda. Después está la tienda, el Círculo Infantil, la carnicería, la luz, el agua, los servicios médicos, el transporte, el gas... y poco a poco se va resolviendo todo.
Hay quienes se acostumbran muy fácil a lo cómodo y cuando ven en peligro ese bien no se detienen a analizar las causas de las dificultades. Eso es verdad.
Pienso que el bloqueo yanqui ha hecho que los cubanos vivamos una doble austeridad. La primera, impuesta por las carencias; la segunda, dictada por la conciencia, por la actitud ante esas carencias. Y no es secreto que mucha gente, cuando las dificultades les tocan el estómago o sus vanidades personales, se inclinan ante ellas.
Hace algún tiempo, leí un libro de un autor soviético, titulado El cine como propaganda política. Y se me grabó una afirmación que creo cierta: los hombres son como los minerales, unos destinados para la confección de objetos cósmicos y otros que sólo sirven para la construcción de cacerolas o botones de soldados. En nuestra sociedad hay infinitamente más minerales para los objetos cósmicos que para cacerolas y botones.
A veces se habla sólo de la obra de la Revolución en la economía, en la educación, en la salud, la ciencia y otras realizaciones, pero no lo suficiente sobre una obra que considero la más grandiosa: el hombre. No perfecto desde luego, pero capaz de sentir y de trabajar por los demás, no sólo en su tierra, sino también en cualquier parte del mundo. De sentir en su mejilla el golpe dado en cualquier mejilla ajena, como lo preconizó José Martí.
Eso hemos tenido muchas oportunidades de verlo, tanto en la guerra como en la paz. Lo observé con mucha nitidez cuando el fatídico ciclón Flora, en octubre de 1963. Gente jugándose la vida para salvar a otros que no eran familia suya, amigos y ni siquiera conocidos, pero estaban en peligro. Lo he visto en una trinchera cubana y también en las sufridas tierras africanas.
Ese hombre cubano es el que no ha sido comprendido nunca por los imperialistas yanquis. El que no se ajusta a las degradantes tablas de valores. Si nos hubiesen comprendido, habrían desistido de intentar vencernos, comprarnos y tal vez de mantenernos bloqueados.
Y no es que seamos insensibles. En el argot popular, uno “se la siente” cuando se lavanta temprano y tiene que guapear para llegar temprano al trabajo. Sale tras una larga jornada y vuelve al problema de la guagua que no pasa o se tarda. Llega a la casa y entonces lo golpea el apagón- por suerte ya disminuidos casi a nada- o la falta de combustible para cocinar o el agua que no vino y muchas veces inventar lo que se cocina con lo poco que se tiene. No nos avergüenza decir que hemos tenido esas dificultades y muchas veces juntas. Ahora van siendo menos porque estamos avanzando, pero hubo años en que ése era el “pan nuestro de cada día”. Resistir en esas circunstancias no ha sido fácil, pero esa resistencia es la que nos ha convertido en gigantes.
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