viernes, 30 de marzo de 2018

Panchita en un viernes santo



                                
Orlando Guevara Núñez

 Panchita no fue nunca maestra. Ni tampoco presumía de atea, por lo menos en una forma declarada. Pero lo cierto es que su magistral “clase práctica” fue la más efectiva lección de materialismo recibida hasta entonces por los habitantes de nuestra pequeña barriada rural. Y constituyó el golpe más contundente en aquella época recibido allí por algunos mitos que, oficiales o no, campeaban en la mente de todos.
Fue exactamente un viernes santo. Ese día era realmente excepcional. La única comida que se hacía era los frijoles con dulce. Y existía en la elaboración de ese plato hasta un cierto celo profesional entre las mujeres del barrio. Que si Matilde los hacía mejor que Cacha; que si Margarita y Rosa mejor que Beba y Aracelis o ellas mejor que otras. Y tal vez por eso, los frijoles con dulce eran brindados ese día, en todas las casas, con la misma naturalidad que el lechón asado en Noche Buena o el café en ocasión de una visita.
 El viernes santo tenía la cualidad de ser el día más tranquilo, porque el fanatismo nos había sembrado en la mente - a mayores y menores- que si nos “fajábamos”, nos quedaríamos irremediable y eternamente “pegados”. Y había que imaginar lo terrible que debía ser resignarse a vivir pegado a un adversario. Ese día era, además, de una estricta abstinencia sexual, por la misma razón esa de la “pegadera”, aunque algunos decían que en ese caso la tragedia debía ser menor.
   La zafra se paralizaba ese día porque-según la creencia-, si el central molía, estaba triturando a Dios. Tampoco se podía cortar cañas, ni chapear, ni cortar leña, porque cada machetazo era una herida que se le causaba a Jesucristo. Y muchos aseguraban que si se cortaba una mata de piñón, en lugar de la resina surgiría del árbol la sangre del Señor. Otros dudaban todo eso, pero nunca vi que alguno se atreviera a comprobar la realidad o falsedad de esas afirmaciones. Entre los últimos me cuento.
   Algo del viernes santo nos alegraba en cierto modo a los muchachos: estaba prohibido bañarse. Y quien lo hiciera se exponía a quedar automáticamente convertido en pez, o más exactamente, en “pescao”. He oído que en algunos lugares la creencia no era igual y lo que se prohibía era bañarse en el río, lo que también aceptábamos y tampoco conocí que alguien desafiara el mito. Las mujeres tenían ese día un descanso doméstico, pues, si se barría, la casa se llenaría de hormigas.
 En la dieta, recuerdo que se permitía también el pescado, aunque en mi barrio pocos lo utilizaban, pues durante los demás días no era difícil conseguirlo. Bastaba que pasara por allí el cambiador de botellas por pescado, o mejor dicho, de pescado por botellas.
 El día viernes santo, para decir verdad, nadie se atrevía a “pasarse de rosca”. Por convicción o por miedo, pero no se pasaba. Y fue ése el gran mérito de Panchita. Mérito digo, como podría decir también audacia, locura o utilizar otro calificativo. Pero lo cierto es que los mitos sufrieron allí ese día un irreparable golpe.
 Fue una mañana como otra cualquiera. La única diferencia estaba en que era ese día señalado como sagrado. Y la noticia se propagó con una velocidad tan sorprendente como el hecho mismo: ¡Panchita se fugó con el novio! Y la expectativa fue tremenda. Y los comentarios se multiplicaron no por el hecho, sino por la fecha.
Que si Panchita estaba loca, que si recibiría los castigos anunciados, que si era una hereje. Pero a los muchachos lo que nos interesaba saber era si había sucedido lo pronosticado para quienes se atrevieran a hacer eso un viernes santo.
   La curiosidad nos llevó ese día al lugar donde sabíamos se encontraba Panchita. Era  Sábado de Gloria. Y la gran revelación fue cuando el matrimonio salió y nos percatamos, con alegría y asombro, de que venían juntos, pero  ¡no pegados! Era, repito, Sábado de Gloria y los rostros de los recién casados reflejaban tanta o más gloria que la fecha.
Pasados los años, los habitantes del pequeño barrio rural hemos tenido la oportunidad de leer muchos libros, escuchar conferencias y buscarles explicación científica a las creencias sustentadas en los mitos. Pero aún hoy sigo pensando que nada ha sido tan convincente como aquel episodio protagonizado por Panchita, comparado sólo con el altruismo de los científicos nuestros, que  ensayan las vacunas con ellos y sus hijos para proclamar su verdad.
 A partir de entonces, cada viernes santo comenzó a ser distinto. Y no eran pocos los que en esa fecha, aunque no lo expresaran públicamente, en silencio le daban las  más devotas gracias a Panchita, por tan útil enseñanza

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