jueves, 6 de agosto de 2015

Un crimen que no debe repetirse

.Orlando Guevara Núñez

Dios, mío, ¿Qué hemos hecho? Esa expresión, nacida del  capitán Robert Lewis, copiloto del B-29 Enola Gay que el 6 de agosto de 1945 lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima, debe mover la conciencia de quienes hoy están al borde de repetir, ahora en una magnitud  multiplicada, el crimen que todavía, a 67 años de cometido, conmueve a la humanidad.
En 1975, en un pequeño museo de la ciudad alemana de Postdam, tuve la oportunidad de ver, como mudo y a la vez acusatorio testigo, el  asiento desde donde el presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, ordenó el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Es el único ataque de este tipo recogido en la historia de la humanidad.
Desde esa ciudad, el 26 de julio de 1945, Estados Unidos y  representantes de los países aliados, habían lanzado un ultimátum a Japón para que se rindiera. La llamada Declaración de Postdam, puntualizaba que si la rendición no se producía, los Aliados atacarían y destruirían al imperio japonés. Pero no se mencionó la utilización de la terrible y mortífera bomba atómica.
Al no producirse la rendición japonesa, aunque esa potencia tenía ya la guerra perdida, el 6 de agosto Hiroshima y tres días después Nagasaki, fueron víctimas del genocidio. Incluso, nuevas bombas estaban preparadas para extender a otras ciudades la barbarie.
Decenas de miles de personas murieron en el instante. Y las cifras publicadas fijan, a fines de ese año, en unas 140 mil víctimas mortales de la primera explosión y unas 80 000 en la segunda. Otras miles murieron en los años posteriores y aún se continúan reportando secuelas.
En aquella ocasión, a sólo 16 horas del aborrecible crimen, el presidente genocida, Harry Truman, dirigió un mensaje al pueblo de los Estados Unidos, a través del cual informaba sobre la masacre.
(…) “Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento en destrucción, a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armadas. En su forma actual, estas bombas se están produciendo. Incluso están en desarrollo otras más potentes. (…) Ahora estamos preparados para arrasar más rápida y completamente toda la fuerza productiva japonesa que se encuentre en cualquier ciudad.(…) Vamos a destruir sus muelles, sus fábricas y comunicaciones. No nos engañemos, vamos a destruir completamente el poder de Japón para hacer la guerra (…) “El 26 de julio publicamos en Postdam un ultimátum para evitar la destrucción total del pueblo japonés. Sus dirigentes rechazaron el ultimátum inmediatamente. Si no aceptan nuestras condiciones pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire como la que nunca se ha visto en la tierra”.
Pocos días después, el 2 de septiembre, Japón claudicaba. Terminaba, en medio de esa barbarie, la Segunda Guerra Mundial.
Hoy muchos analistas coinciden en lo innecesario del lanzamiento de esas bombas atómicas. Y también en que Estados Unidos realizó esa acción como un experimento y un chantaje.
El peligro sobre otro holocausto como ese no se ha extinguido.
Los tiempos, sin embargo, han cambiado. Una confrontación nuclear actual, como ha explicado el Comandante en Jefe Fidel Castro, sería letal para la humanidad y para la existencia de nuestra propia especie.
La cifra de víctimas se multiplicaría, se elevaría a millones y en muchas regiones la existencia humana se tornaría imposible. Pero esas víctimas –es otra diferencia- no serían de un solo bando. Del primer golpe, miles de norteamericanos y de otras naciones desaparecerían.
Si las potencias nucleares  no actuaran  con sensatez, el posterior mensaje del  presidente  al pueblo de los Estados Unidos no sería como el de Truman, pues tendría que rendir cuentas también sobre sus muertos.
El posterior Dios, mío, ¿Qué hemos hecho?  no  debería repetirse. Ese clamor, en nombre de cientos de millones de seres humanos, es un llamado    a la reflexión para salvar nuestro planeta y nuestra especie. Otro holocausto como ese, es evitable.

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