. Orlando Guevara Núñez
Una verdad inobjetable es que en una guerra, más que el poder de las armas, deciden los códigos morales de quienes las manejan. Eso sucedió durante la guerra en Cuba contra la dictadura de Fulgencio Batista, cuyo desenlace fue la victoria revolucionaria del 1ro. de enero de 1959.
Solo 82 hombres que desembarcaron en el Granma, el 2 de diciembre de 1956, atacados y dispersados tres días después, se reorganizaron y vencieron a un ejército de más de 40 000 efectivos, pertrechado por fuerzas, aérea, de la marina, artillería, tanques, y asesorados por el gobierno de los Estados Unidos.
Los soldados y oficiales del ejército opresor, luchaban defendiendo intereses personales y de quienes les pagaban por su servicio. Los revolucionarios luchaban por la libertad de su patria, por el bienestar de la nación. Era la lucha del bien contra el mal, del altruismo contra la ambición, del amor contra el odio.
Pero no voy a fundamentar este trabajo con definiciones teóricas. Basta con dos ejemplos sencillos que caracterizaron a los dos bandos contendientes.
Revisando algunos textos sobre el día de la victoria de
enero, encontré una anécdota narrada por el Comandante de la Revolución Juan
Almeida Bosque, en su libro La Sierra Maestra y más allá.
Cuando los combatientes rebeldes que estaban en el central
Palma, supieron la noticia de que el tirano Batista había huido del país,
expresaron su júbilo con un tiroteo que duró como media hora. Explica Almeida
que cuando parecía haber llegado a su término, el tiroteo comenzaba de nuevo.
La reacción del Comandante en Jefe Fidel Castro no se hizo
esperar. Desperdiciar parque era un grave delito, porque de ese recurso
dependía el Ejército Rebelde para continuar la lucha.
"Que me traigan al culpable, el que empezó esa
balacera. Anda, Almeida, que lo busquen para fusilarlo".
Continúa narrando Almeida que una hora después, escoltado
por dos que los sujetaban por cada brazo, trajeron al combatiente, a quien
describió como "gordito, trabado, de mediana estatura, de veinte o
veintitrés años de edad, de cara redonda, ojos pardos, nariz aguileña, cabello
largo por los hombros y barba copiosa; la parte que se le ve del rostro está
pálida".
Alguien le dice al máximo jefe rebelde que el soldado
pertenece a la tropa de Almeida. Y de inmediato surge una orden tajante:
"Que lo fusilen, porque es un crimen el derroche de
parque que se originó por el disparo que hizo este señor, cuando más lo
necesitamos para la ofensiva final y por su culpa botan el parque así".
El propio Almeida intercede a favor del combatiente,
argumentando que no se puede demostrar que sea culpable, cuando fueron cientos
los que dispararon. Celia Sánchez y Guerra Matos se suman a esa opinión.
Ante el debate, afirma Almeida que el muchacho "sigue
cambiando de color como el camaleón".
Pero Fidel analiza los argumentos y su
profundo sentido humano cambia su dictamen: ¡Que lo pelen al rape y le afeiten la barba!
Y es entonces que el combatiente interviene para protestar,
"con respeto, pero con firmeza": "Prefiero,
Comandante, que me fusilen, porque este cabello y esta barba es lo más digno
que traigo de la Sierra".
El fin de ese episodio lo resume Almeida con muy pocas
palabras: "Fidel, conmovido, deja que se marche".
El otro ejemplo, fue narrado por el entonces comandante Raúl
Castro Ruz, a raíz de su entrada al Cuartel Moncada, el 1ro. de enero de 1959.
Los principales jefes militares, asesinos, corruptos, ladrones, habían huido
esa madrugada junto al tirano Batista. Y la guarnición de Santiago de Cuba,
segunda en importancia del país, se rendía ante las tropas rebeldes.
Uno de los oficiales del ejército derrotado, le pide a Raúl
que le hable a los soldados, reunidos en el polígono, a lo cual accede el jefe rebelde, quien plasma así sus recuerdos:
“Bajamos, y allí debajo de la bandera del 26 de julio y desde ese mismo
balcón, sin micrófono, a capela, empecé a hablarles, decirle algo parecido a lo
que les dije a los oficiales, adaptado en este caso para soldados, sargentos y
demás oficiales que constantemente me interrumpían diciendo: ¡Gerolán, Gerolán! “Y todos así,
armados todos: ¡Gerolán, Gerolán! “Me viro hacia uno de los oficiales de Batista y le digo: ¿Qué es lo que es Gerolán? Y dice no sé, me viro a otro, nadie sabe lo que es Gerolán, hasta que agarro a uno por el pecho: ¿Qué es lo que es el Gerolán ese? Era un teniente, nadie me decía, y se apareció uno: “Mire, comandante, el Gerolán es el plus que le pagan por estar en campaña, creo que eran veinticinco o treinta pesos, y los jefes se lo roban y no se los han pagado”. “Digo, ¡ah! Está bien. Me vuelvo y les digo mañana tendrán Gerolán todo el mundo, oh, oh… Era y es muy difícil reflejar esto. ¡Si yo fuera escritor! Lo que eso representaba.
“Se estaba acabando el mundo, el mundo de ellos, por supuesto, el pueblo en la calle que a veces ni me dejaban atravesar cuando venía, yo vine con el jefe del ejército de aquí, cuando vine del Escandel y el jefe de la policía, que más tarde hubo que juzgarlo por asesino, y aquella gente hablando de su Gerolán”.
El nombrado Gerolán, era algo así como un jarabe reconstituyente vitamínico, al cual muchos le
atribuían cualidades afrodisíacas.
Así, la diferencia de códigos morales, independientemente de
la cantidad y calidad de las armas, marcó el destino de la guerra
revolucionaria en Cuba.
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