jueves, 8 de agosto de 2024

 


Y desde entonces, ¡Fidel!

.Orlando Guevara Núñez

 

La primera vez que escuché el nombre de Fidel Castro, tenía yo diez años de edad. Fue después del asalto al Moncada. Lo mencionó mi madre, lamentándose de los crímenes que se cometían en Santiago de Cuba contra los jóvenes asaltantes. Le pregunté quién era Fidel y por qué estaba peleando. Solo atinó a responderme que él era bueno y quería ayudar a los pobres. Aquello quedó grabado en mi mente de niño.

En esa época, vivíamos en una zona rural distante unos 12 kilómetros del poblado de Niquero, provincia de Oriente. Mis padres eran de filiación ortodoxa, del Partido de Chibás. Pero el tiempo pasó. Y el nombre de Fidel Castro  no dejó de ser evocado.

Hasta que en la mañana del 2 de diciembre de 1956, en el barrio donde vivíamos se escucharon unas  inusuales explosiones. Pronto se supo que eran bombas lanzadas desde aviones, contra una expedición llegada por un lugar cercano a Belic. Y enseguida conocimos que al frente del grupo había venido Fidel Castro.

Al inicio, se divulgó que Fidel había muerto, versión que nadie creyó. En el cementerio de Niquero fueron sepultados 16 expedicionarios asesinados. Pero Fidel logró escalar la Sierra Maestra. Y se convirtió en un símbolo de rebeldía. Su nombre comenzó a fundirse en la conciencia del pueblo. Tenía yo 13 años de edad.

 La lucha guerrillera hizo crecer la figura de Fidel y adentrarla más en la estima del pueblo, lo que se multiplicó con el triunfo de la Revolución y la proclamación de cada ley revolucionaria. Estuve entre los millones de cubanos que en esos convulsos momentos decidieron seguirlo como si fueran  un soldado  de su escuadra. Y siento orgullo de haber cumplido aquella decisión.

No imaginé nunca que algún día estrecharía la mano de Fidel. Cuando la victoria revolucionaria, yo era un campesino que solo había alcanzado un tercer grado de escolaridad. Y mis aspiraciones no iban más allá del arado y del machete en el pequeño conuco que trabajaba.

Pero la lucha revolucionaria me convocó a otros empeños. Así, la edad de 19 años me encontró en las filas del Partido de Fidel. Y la de 20, como secretario general del PURSC en el entonces seccional de Cauto Embarcadero, actual provincia de Granma.

Y ahí vino el primer encuentro personal con Fidel. Fue en los tristes días del ciclón Flora. En mi territorio hubo 257 muertos. Nos vimos en Bayamo. Me brindó un tabaco y un sorbo de ron que en algo atenuaba la molestia por la humedad de la ropa sin cambiarse ni sé la cantidad de días.

Al año siguiente hubo un segundo encuentro. Fue el 24 de julio de 1964, fecha en la que me desempeñaba como secretario general de la UJC y miembro del secretariado del Partido en la región. Fue una reunión con un tema molesto: problema en las relaciones entre el Partido y la dirección de la Agricultura en la región. Al Partido pertenecía la razón. Solo estábamos 11 personas, y la discusión duró unas cinco horas.

Al concluir el encuentro, ya fuera del local, Fidel fue a donde yo  estaba  y, con un brazo sobre mi hombro, me preguntó por mi función. Tras mi respuesta, indagó la cantidad de comités de base, de militantes, entre ellos cuántas mujeres y las tareas principales en las que trabajábamos. Pude contestarlo todo. La llegada de Carlos Rafael Rodríguez le puso fin al diálogo.

Hubo otro contacto personal. Fue en 1982. Me desempeñaba entonces como director del periódico Sierra Maestra, de Santiago de Cuba. Fui convocado a La Habana para recibir la Orden Juan Marinello, otorgada al periódico por su destacada labor en la difusión de las ideas revolucionarias. La entrega la hizo Fidel. Al depositar la condecoración en mis manos, me abrazó y solo me dijo en voz muy  baja: ¡Hay que seguir trabajando!. En ese momento fijé mi vista en su rostro. Y todavía hoy no me explico cómo un hombre acostumbrado  a tantas batallas y momentos difíciles, puede ser dueño de una mirada tan sublime, capaz de estremecer a quien la recibe.

La grandeza de Fidel trascendió las fronteras cubanas y las de nuestro continente. Fue profundamente querido por millones de humildes en el mundo y odiado por los explotadores. De él nos quedan hoy su recuerdo, su ejemplo y el valor de sus ideas. Desde que escuché por primera vez su nombre, pienso que no dejó nunca  de crecer. Ahora guardo con orgullo seis documentos personales por él firmados a mi nombre. Uno por el exitoso cumplimiento de la misión internacionalista en Angola. Los otros, por 20, 25, 30, 35 y 40 años como cuadro del Partido Comunista de Cuba. No tomo esto como vanidad personal. Lo valoro como testimonio de mi eterna fidelidad hacia él.

Por eso no tengo dudas en afirmar que desde aquel día que siendo un niño escuché por vez primera su nombre, no lo olvidé. Ni lo olvidaré.  Lo grabé primero en mi mente, después en mi conciencia y luego en mi  acción. Así, aquel niño, aquel joven, aquel adulto y el anciano que ahora soy, proclaman su verdad de que ¡Desde entonces, Fidel!

 

 

 

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