.Orlando Guevara Nùñez
Hace algún tiempo, de
visita en un centro turístico santiaguero, me detuve a observar a un grupo de
adolescentes. Cada uno de ellos, luego del disfrute de una apetitosa merienda,
le disputaba a los demás el derecho a pagar, sin reparar en la cantidad
consumida por todos. El gesto me pareció muy hermoso, pero me trajo un amargo
recuerdo que en mi ha resistido el paso de los años.
Por momentos volví a tener la edad de ellos. Y
rauda, como un relámpago que parte en dos el firmamento, acudió a mi mente la
dulce y bonita imagen de Tojosa. Si ella y yo volviéramos a vernos frente a
frente, sería imposible reconocernos uno al otro. Porque más de cinco décadas son muchos años y significan más, en este
caso, por la razón de que al momento de la infortunada despedida, ninguno de
los dos alcanzábamos los catorce años de edad.
La última vez que nos vimos fue en una fiesta
campesina. Y sin necesitar palabras, el idioma de las miradas concertó el pacto
para el baile. Así, cuando el órgano comenzó su contagiosa música, entre las
muchas parejas nos contábamos Tojosa y yo. Fue un primer momento feliz para los
dos.
La causa de los malos recuerdos fue que mi
único capital para aquella fiesta era sólo de veinticinco centavos. Claro está
que era muy poco, aunque me reconocía con mayor suerte que otros muchachos
cuyos bolsillos no albergaban ni siquiera uno de aquellos centavitos prietos
que el argot popular bautizara con el sobrenombre de “perrita”.
Podía
bailar cinco piezas, a cinco centavos cada una y prescindir de otras opciones;
o bailar sólo tres y comprar una empanadilla que valía diez centavos. Pero la
empanadilla era ideal con el refresco, que costaba también diez centavos. Y
fue así que mi variante había quedado
decidida antes de llegar a la fiesta: bailar una pieza y saborear una
empanadilla acompañada de un refresco. Y el gasto comenzó por el baile.
Recuerdo
que fue Tojosa quien inició la conversación. Y sus palabras me llegaron algo
así como una mezcla de sugerencia, con un tono imperativo tan natural como ella
misma. “La bailadora no se puede quedar boquiseca”, me dijo. Y fijó en las mías
sus pupilas retadoras.
El emplazamiento bastó para que yo dejara de
mirar picarescamente los negros y grandes ojos de Tojosa. Apreté su mano con
menos fuerza que al inicio y las operaciones matemáticas comenzaron a
entrelazarse en mi cerebro, tratando de encontrar una variante que en
definitiva no apareció. Si le ofrecía un refresco, lógico era que yo tomara
otro y allí mismo se esfumaría todo mi capital. Además, no podría continuar
bailando con ella. Si sólo compraba un refresco para ella, ¡adiós el mío con la
empanadilla! Y me quedarían diez centavos para otras dos piezas. Si no saciaba
su sed, seguro perdería a la bailadora y sufriría una gran humillación. Estaba,
sencillamente, en un callejón sin salida. O por lo menos, sin una salida feliz
y decorosa.
Al terminar la pieza musical, que en ese caso
me pareció larga, interminable, infinita, el destino de mi fortuna, después de
tantas reformulaciones, había vuelto a su punto original. Le tocó perder a
Tojosa. Con una empanadilla en una mano y un refresco en la otra, abandoné la
fiesta, sin que ella se diera cuenta. Así quedó cerrado aquel capítulo, en su
mismo comienzo.
Lo
que tal vez Tojosa ni siquiera sospeche, es que nunca he olvidado a la linda
muchachita que no tuvo suerte aquella noche con el bailador escogido, como
tampoco olvido al muchacho que, aún con
los deseos de continuar bailando con ella y de no dejarla boquiseca, tuvo que
marcharse de la fiesta, afligido por la derrota, humillado, sin atreverse ni a
darle una explicación.
Por eso ahora, al observar a los alegres
muchachos, pensé en los momentos tristes de aquella fiesta y en lo feliz que
habría sido la joven casi niña de esta historia si las posibilidades económicas
de su pareja tan sólo se hubiesen parecido en algo a la de los integrantes de
este grupo.
Se me ocurrió entonces un desagravio simbólico y a la distancia. Y mezclándome
entre los jóvenes, solicité dos refrescos, de los cuales consumí sólo uno. El
otro quedó allí, sobre la mesa, intacto, como si eternamente estuviera
dispuesto a esperar por los sedientos labios de Tojosa.
En ese drama vivía la mayor parte de nuestra
juventud.
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