domingo, 15 de mayo de 2016

Un pasado que en Cuba no será jamás presente: Tojosa



 

 .Orlando Guevara Nùñez
  Hace algún tiempo, de visita en un centro turístico santiaguero, me detuve a observar a un grupo de adolescentes. Cada uno de ellos, luego del disfrute de una apetitosa merienda, le disputaba a los demás el derecho a pagar, sin reparar en la cantidad consumida por todos. El gesto me pareció muy hermoso, pero me trajo un amargo recuerdo que en mi ha resistido el paso de los años.
 Por momentos volví a tener la edad de ellos. Y rauda, como un relámpago que parte en dos el firmamento, acudió a mi mente la dulce y bonita imagen de Tojosa. Si ella y yo volviéramos a vernos frente a frente, sería imposible reconocernos uno al otro.  Porque más de cinco  décadas  son muchos años y significan más, en este caso, por la razón de que al momento de la infortunada despedida, ninguno de los dos alcanzábamos los catorce años de edad.
  La última vez que nos vimos fue en una fiesta campesina. Y sin necesitar palabras, el idioma de las miradas concertó el pacto para el baile. Así, cuando el órgano comenzó su contagiosa música, entre las muchas parejas nos contábamos Tojosa y yo. Fue un primer momento feliz para los dos.
 La causa de los malos recuerdos fue que mi único capital para aquella fiesta era sólo de veinticinco centavos. Claro está que era muy poco, aunque me reconocía con mayor suerte que otros muchachos cuyos bolsillos no albergaban ni siquiera uno de aquellos centavitos prietos que el argot popular bautizara con el sobrenombre de “perrita”.
Podía bailar cinco piezas, a cinco centavos cada una y prescindir de otras opciones; o bailar sólo tres y comprar una empanadilla que valía diez centavos. Pero la empanadilla era ideal con el refresco, que costaba también diez centavos. Y fue  así que mi variante había quedado decidida antes de llegar a la fiesta: bailar una pieza y saborear una empanadilla acompañada de un refresco. Y el gasto comenzó por el baile.
Recuerdo que fue Tojosa quien inició la conversación. Y sus palabras me llegaron algo así como una mezcla de sugerencia, con un tono imperativo tan natural como ella misma. “La bailadora no se puede quedar boquiseca”, me dijo. Y fijó en las mías sus pupilas retadoras.
  El emplazamiento bastó para que yo dejara de mirar picarescamente los negros y grandes ojos de Tojosa. Apreté su mano con menos fuerza que al inicio y las operaciones matemáticas comenzaron a entrelazarse en mi cerebro, tratando de encontrar una variante que en definitiva no apareció. Si le ofrecía un refresco, lógico era que yo tomara otro y allí mismo se esfumaría todo mi capital. Además, no podría continuar bailando con ella. Si sólo compraba un refresco para ella, ¡adiós el mío con la empanadilla! Y me quedarían diez centavos para otras dos piezas. Si no saciaba su sed, seguro perdería a la bailadora y sufriría una gran humillación. Estaba, sencillamente, en un callejón sin salida. O por lo menos, sin una salida feliz y decorosa.
 Al terminar la pieza musical, que en ese caso me pareció larga, interminable, infinita, el destino de mi fortuna, después de tantas reformulaciones, había vuelto a su punto original. Le tocó perder a Tojosa. Con una empanadilla en una mano y un refresco en la otra, abandoné la fiesta, sin que ella se diera cuenta. Así quedó cerrado aquel capítulo, en su mismo comienzo.
Lo que tal vez Tojosa ni siquiera sospeche, es que nunca he olvidado a la linda muchachita que no tuvo suerte aquella noche con el bailador escogido, como tampoco olvido al muchacho que, aún  con los deseos de continuar bailando con ella y de no dejarla boquiseca, tuvo que marcharse de la fiesta, afligido por la derrota, humillado, sin atreverse ni a darle una explicación.
  Por eso ahora, al observar a los alegres muchachos, pensé en los momentos tristes de aquella fiesta y en lo feliz que habría sido la joven casi niña de esta historia si las posibilidades económicas de su pareja tan sólo se hubiesen parecido en algo a la de los integrantes de este grupo.
 Se me ocurrió entonces un desagravio  simbólico y a la distancia. Y mezclándome entre los jóvenes, solicité dos refrescos, de los cuales consumí sólo uno. El otro quedó allí, sobre la mesa, intacto, como si eternamente estuviera dispuesto a esperar por los sedientos labios de Tojosa.
 En ese drama vivía la mayor parte de nuestra juventud.

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