.Orlando Guevara Núñez
Los niños son la esperanza del mundo.
Esa bella afirmación la aprendimos de Martí y ahora la hacemos realidad cada
día. Pero no siempre ha sido así. Porque antes del Primero de Enero de 1959, la
inmensa mayoría de los niños cubanos vivía en un mundo sin esperanzas. O podría
decirse también que vivía sin esperanzas en el mundo.
Los camellos de los Reyes Magos no trotaron
nunca por los estrechos caminos que conducían a los hogares de los niños pobres
del campo, ni encontraron las direcciones de los que malvivían en las ciudades
y los poblados. Era como si los dromedarios hubiesen saciado hambre y sed en
las casas de los ricos y despreciaran por ello las yerbitas y laticas con agua
que manitas inocentes situaban las noches de cada cinco de enero debajo de sus
camas, junto a las carticas que Melchor, Gaspar y Baltazar no tuvieron nunca
tiempo para leer.
Pero no era sólo el Día de Reyes. La
tragedia era perenne.
Y una decepción siempre duele. Pero duele más
si es sufrida por un niño. Más todavía cuando ese niño no puede explicarse las
causas de que ellos no puedan tener lo que a otros les sobra.
Los tres niños de este relato tampoco
entendieron nunca sus desdichas. Y cada uno las enfrentaba a su manera. La
aspiración para esos infantes, como de todos los del poblado, era la
oportunidad de asistir a la matinée dominical, en un minúsculo y destartalado cine que, aún así, resultaba
grande para los pocos que podían pagar los diez centavos de la entrada. Y la
niña y sus hermanos estaban siempre entre los aspirantes, pero sus padres no
figuraban entre quienes podían sufragar esos gastos.
El padre sufría, pero estaba impotente. Y la
madre encontró lo que podía ser una solución: elaborar dulces que los niños
debían vender en la calle, sacar de ahí el gasto para la matinée y hacer algún
aporte al presupuesto familiar. Pero había una condición: vender toda la
mercancía. Y si la venta era mala, ¡Adiós, matinée!
El mayor
de los niños era más diestro y por lo general se agenciaba la entrada; el
segundo no siempre triunfaba en la venta y regresaba derrotado, con amargas y
copiosas lágrimas que en nada remediaban su situación. Y decidió entonces
participar, junto a la niña, en los concursos de canto que formaban parte de la
promoción del espectáculo dominical. El premio consistía en una entrada gratis.
La
decisión no pudo ser más infeliz y desastrosa. Su voz era, sencillamente,
terrible. Y más alarmante su desafinación. Algunos inescrupulosos lo compararon
con un ternero bramando y le aconsejaron que vendiera los “gallos” para comprar
la entrada. Y de nada la valieron los ensayos. En realidad, tenía mejor voz
para el pregón que para el canto, aunque en ambos casos los resultados fueron
pésimos. Fue por eso, entre los tres, quien más sufrió.
La niña, por el contrario, ganaba en todas sus
presentaciones. La gracia de sus tiernos nueve años, su voz no mala y la
cadencia de su cuerpo al compás de las notas que entonaba, le aseguraban la
entrada cada vez que se lo proponía. La venta de dulces quedó así para los
varones. Y Rosita Fornés tuvo en ella,
tal vez, la rival más atrevida e inocente de su vida.
Prefiero omitir los nombres de esos niños.
Ellos están muy cerca y sé que serán de los primeros en leer estas líneas, en
las cuales se reencontrarán a sí mismos, como víctimas de un pasado sin
reedición, en una Patria donde ahora sí se cumplen los sueños de nuestro Héroe
Nacional.
Hace
algunos días pasé por el lugar donde estaba el viejo cine. La Revolución construyó
allí uno nuevo. Y todos los niños lo disfrutan sin tener que ganarse la entrada
vendiendo dulces o cantando, sin que sus padres sufran por no poder
complacerlos y sin que el llanto ocupe el lugar de la sonrisa en quienes
nacieron para ser felices. Si a esto se le quisiera poner un nombre, bastaría
entonces una sola palabra: ¡Revolución! Y otra para el apellido: ¡Socialista!
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