.Orlando Guevara Núñez
Si las múltiples protestas de rechazo a la política de
migración del presidente Donald Trump,
se hubiesen producido en un país latinoamericano, especialmente en Venezuela,
Bolivia, Ecuador o Cuba, ya la OEA y el propio gobierno norteamericano
estuviesen hablando de represión, de falta de democracia y de derechos humanos.
Y la amenaza de la intervención o sanciones estuvieran en la agenda injerencista.
Pero las revueltas son allí, en el seno del país auto
proclamado el campeón de los derechos humanos y de la democracia. Allí el
presidente recién electo, en escasas semanas de mandato, está demostrando que
los millonarios nunca actuarán a favor de los necesitados.
Históricamente, los gobiernos de los Estados Unidos han
esgrimido el peligro de su seguridad nacional. Y con esa bandera han agredido a
otras naciones, provocando cientos de miles de muertos. Tan burdo ha sido el
engaño, que en determinados momentos los norteamericanos han respaldado esas
agresiones, porque las han creído necesarias para su existencia como nación.
Los hechos de ahora demuestran que el único peligro para
la estabilidad y la concordia en ese país, es su propio gobierno. Las mujeres
que han sido ofendidas, los emigrantes amenazados de expulsión, los negros discriminados, las personas aún sin
derecho al seguro médico, la gente que cada día engrosa las filas de los
pobres, los estudiantes que terminan su carrera endeudados y la incertidumbre
de un empleo seguro.
Por otra parte, un gobierno del cual emanan las mentiras
más groseras sobre los países que siguen una política independiente, contra los
revolucionarios en todas partes del mundo, en apoyo a los gobiernos más
reaccionarios.
El presidente Donald Trump parece creer que el mundo es
una empresa y –lo peor- una empresa
suya. Su equivocación, hasta ahora, está teniendo tanta oposición interna como
externa. No hay que olvidarse de que él llegó a la presidencia en nombre de una
clase, la de los millonarios, incluso no de todos. Y no todos están dispuestos
a asumir disparates que los comprometan.
Si el aventurerismo sigue o si es frenado por las
instituciones existentes en el país, está por ver. A veces parece que sí, otras
que no. Las relaciones de ese país pueden deteriorarse no solo en el plano
exterior con naciones afectadas, sino en el interior, sobre todo cuando los
electores sufran con mayor rigor las inconsecuencias del presidente que
eligieron.
Lo cierto es que a la democracia y a los derechos humanos
en los Estados Unidos, se le está descorriendo la careta. El mal mayor, sin embargo, más que a una persona, obedece a un sistema que ya no tiene cosa mejor para ofrecer a los ciudadanos.
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