.Orlando Guevara Núñez
Si este testimonio hubiese necesitado voz, no habría sido
posible hacerlo. Porque las palabras, anudadas en la garganta, circulaban en mi
interior, se agolpaban, incapaces de desafiar el silencio.
Esperé el paso de la caravana con las cenizas de Fidel
desde el mismo frente de mi vivienda. Miles de personas de todas las edades,
incluyendo niños en los brazos de sus padres o abuelos.
Es muy difícil el silencio en medio de una muchedumbre.
Pero solo se advertía esa presencia si se miraba hacia el lugar.
Dice un credo popular que si llueve cuando una persona se está llevando a su sitio final en el
cementerio , es la señal de que esa persona era buena. Y casi al momento
de pasar el cortejo, sucedió un hecho no esperado: por un momento se ocultó el
sol y comenzó una fina llovizna. Las sombrillas que protegían contra los rayos
solares, seguían desplegadas, pero ahora contra el agua.
Nadie salió de filas. Y la única preocupación expresada
la escuché de un niño: ¿Y la urna de Fidel se mojará? Pero la llovizna fue
fugaz. Y cedió su lugar al sol. Pareció venir solo para certificar que el
hombre cuyas cenizas despedíamos hoy, era bueno en vida y lo seguirá siendo.
Entendimos su mensaje.
En el momento de pasar frente a nosotros la urna cubierta
por la bandera cubana, todas las gargantas fueron ocupadas por una sola voz, con
solo tres palabras: ¡Yo soy Fidel! Miré
la urna, pero en ella no imaginé cenizas.
Percibí una figura gigante que no cabe en cofres pequeños, el color
verde olivo, el brazalete rojinegro, los grados de Comandante en Jefe. Y me figuré
dos manos saludando a quienes asistían a su homenaje.
Pasó el cortejo. Siguió su rumbo hacia la historia. Miro
hacia mi pecho y leo una inscripción adherida a mi camiseta roja: ¡Hasta
siempre, Comandante! Intento buscar otra que la acompañe, pero entiendo que no
hace falta. Y me limito a repetir la misma: ¡Hasta siempre, Comandante! A tu camino, Fidel, no le faltarán
caminantes.
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