.Orlando
Guevara Núñez
El
proceso que separó definitivamente del cargo a la presidenta constitucional de Brasil, Dilma
Rousseff, más que sesión parlamentaria, fue una mala obra de teatro, cuyo final
estaba perfectamente determinado.
De
nada valieron las pruebas irrefutables de la inocencia, la demostración de
falsedad de las acusaciones. Un acto inusual, donde violadores de la ley y
corruptos juzgan a una persona honesta, guardiana de la legalidad y, sobre
todo, inocente.
A
los brasileños compete juzgar ese atentado contra su democracia. La pésima obra
de teatro tiene un nombre bien ganado: GOLPE DE ESTADO. Diversos gobiernos,
instituciones y personalidades en el mundo han condenado ese hecho y han
expresado su solidaridad con Dilma, con Lula y con el pueblo brasileño,
principal víctima del despojo.
Brasil
ha pasado a ser gobernado por corruptos, por un grupo de personas que, por
medio del engaño y la traición, harán todo lo posible por desmontar todas las
conquistas del pueblo ganadas durante los gobiernos de Lula y Dilma, al tiempo
que inclinarán sus rodillas ante intereses extranjeros, ante los monopolios
expoliadores de las riquezas del país, y se convetirán en punta de lanza contra
los organismos de integración de la
región, de los cuales forma parte Brasil.
Un
pequeño grupo se impuso sobre la voluntad de más de 54 millones de brasileños.
Ha sido un episodio vergonzoso, donde la democracia salió ultrajada. Lo que los
golpistas son incapaces de ganar en las urnas, lo han obtenido mediante el
fraude. El mayor perdedor, vale reiterar, es el pueblo. Se ha escrito una
página de oprobio en la historia de Brasil; pero no deben olvidar los golpistas
que las únicas páginas valederas y perdurables son las escritas por los pueblos.
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