La
hora cero
.Orlando Guevara
Núñez
Fragmentos de la entrevista,
realizada por este autor, a la heroína
del Moncada, Melba Hernández Rodríguez del
Rey, con motivo del aniversario 40 del asalto al Cuartel Moncada
El
8 de marzo de 1991, por primera vez tuve la oportunidad de estar muy cerca de
Melba Hernández, de conversar con ella. Esa noche, la heroína me pareció más
inmensa. Y cuando como despedida me dio más de un abrazo y de un beso, me sentí
como el niño que era cuando el asalto al Cuartel Moncada me la grabó en la
memoria.
Sé
que la historia ha dicho mucho sobre Melba, y existen libros y testimonios;
pero insistí en escuchar de ella sus impresiones y sentimientos sobre la gesta
transformada en el Rocinante de los Quijotes cubanos.
En
esta síntesis, prescindo de los detalles sobre su niñez, su integración a la
lucha revolucionaria y las tareas iniciales. La ubico en los umbrales del
Moncada, en la acción que ella calificara como La hora cero, tan esperada por
los combatientes.
Hacia Santiago
Llegué a Santiago de Cuba de día, tengo
entendido que el 24 de julio, esta fecha nunca he podido aclararla. Llegué por
tren, trasladando lo que me correspondía. Eran dos maletas con uniformes,
parque, escopetas y una caja de flores muy grande con un lazo bellísimo, donde
iban dos o tres escopetas más, de las que se usaron en la acción del 26 de
Julio.
Llegué hasta el ferrocarril (de La Habana) con ese equipaje
que habría de portar y no conocía que habría de llevarlo, no conocía que habría
de moverme por ferrocarril, no conocía hacia dónde yo iba. Esa noche llegó a mi
casa el compañero Ernesto Tizol, muy rápido. Ya Fidel me había dejado una
notica dándome instrucciones, por la tarde en mi casa, cuando yo no estaba. Por
la noche llegó Ernesto Tizol y me recogió y llegué acompañada por él a la
estación de ferrocarril, en La
Habana, sobre las diez o diez y media de la noche, ya dentro
de la hora de salida del tren, y el coche lo agarramos caminando y caminando se
montaron las maletas y se montó todo en el coche donde yo iba.
Fue
muy tenso el viaje, porque eran maletas muy pesadas, Ernesto las puso a la
entrada del vagón, pegado a la puerta; la caja la puso en el espacio, sobre mi
cabeza, donde se ponen cosas menos pesadas. El movimiento del tren era tan
grande, que yo hice todo el viaje temiendo que las maletas se fueran a escapar
del vagón y se abrieran. Conocí de la existencia del equipaje que llevaba, al
llegar allí, que Ernesto me dijo: Bueno,
vas a llevar esto, el viaje
es en tren y
toma. Y me entregó el ticket
del pasaje y al coger el ticket fue que me di cuenta de que iba para Santiago
de Cuba. Aquello era la expresión de que había llegado lo que llamábamos
entonces La hora cero para los combatientes organizados y dirigidos por
Fidel. Llegaba La hora cero, lo que quería decir que la acción para derrocar a la
tiranía, para nosotros había llegado.
Llegué
a Santiago de Cuba sobre las cuatro de la tarde. Nunca había ido a Santiago de
Cuba, no obstante haber soñado siempre con esa ciudad como símbolo de la Patria, como símbolo de
rebeldía, como expresión de los Maceo, expresión de nuestras luchas mambisas.
Siempre soñaba con Santiago de Cuba. Llegué allí y me esperaban en la estación
de ferrocarril Abel Santamaría y Renato Guitart. Esperé a que bajara un poco de
gente para eludir la curiosidad sobre el cargamento que llevaba.
Ya,
al final, le pedí a una persona que me bajara la caja de flores; no lo hacía yo
porque era una caja muy pesada y tenía miedo, por falta de seguridad en mis
fuerzas, que la caja se fuera a romper. Me la bajó un señor que iba -jamás se
me olvidará - de Sagua la
Grande, con su familia, para participar en los carnavales de
Santiago. El me bajó la caja y me dijo: Óigame,
¿pero esta caja tan pesada? ¿Qué
lleva usted ahí, armas? Yo le dije: No,
no, no llevo armas, llevo flores en hielo seco. Realmente di esa respuesta y no
sé si el hielo seco es pesado, pero eso fue lo que se me ocurrió.
Cuando
bajé con la caja de flores, me estaban esperando Abel y Renato. Cuando Abel me
vio con la caja de flores, que el señor me la entregó abajo, dice que él vio
aquello y dijo: De verdad que las
mujeres son siempre las mismas, mira a Melba qué ocurrencia venir con esta caja
de flores. ¿Y para quien serán esas
flores?
Un paseo por la
ciudad
Así
fue la llegada a Santiago de Cuba. Renato fue un compañero a quien no tuvimos
mucha oportunidad de tratar, por el carácter clandestino y el rigor con el cual
se trabajaba en el seno del Movimiento. Sin embargo, tanto para Yeyé como para
mi, se convirtió en un íntimo compañero, en un hermano. Y para Renato teníamos
los mismos sentimientos de cariño que guardábamos para el resto de los
compañeros. No sabíamos que Renato vivía en Santiago, pues aunque tuvimos la
oportunidad de hablar en La
Habana, nunca dijo de dónde era.
Así
llegamos, montamos en el carro y empezamos a hablar. Entonces dice Renato:
Vamos a pasar por un lugar que
después a ti te va a interesar mucho. Es muy importante. Y para que veas que
los que están ahí son nuestros enemigos, pero no son tan feroces. Y era el Cuartel Moncada.
Me
enseñaron un poco a Santiago, a la ciudad, y Abel decía: Por si después no
tienes oportunidad, vamos para que conozcas ahora. Y me llevaron por los lugares más céntricos
de la ciudad de Santiago de Cuba
Abel en su recuerdo
Abel
era el hermano de sangre de Haydée, pero no fue menos hermano para mí. Así lo
sentí desde el primer día. Nos llevaba con mucho rigor, con mucha exigencia,
con mucha firmeza, pero con mucha dulzura, como era él, infinitamente dulce,
muy comprensivo y siempre nos hablaba sobre qué era la Revolución, que no era
el trabajo de un día, que las mujeres de esa época teníamos una gran
responsabilidad, que nosotras teníamos el legado de Mariana Grajales, que
teníamos que ser dignas de las mujeres que nos habían precedido y que éramos a
quienes nos tocaba salvar el honor de la mujer cubana.
En la Granjita Siboney
Yo
no sé decir lo que significó para mí llegar a la Granjita Siboney
y encontrar allí a Yeyé. Ya estaba convencida de que estábamos a las puertas de
La hora cero. Sin embargo, cuando llegué a la Granjita y me encontré a
Yeyé, a mi se me olvidó todo. Encontré a Abel y a Yeyé y esos dos momentos se
convirtieron en el centro de mi vida, en lo más importante.
Desde
el instante de llegar a la
Granjita, empezamos a crear las condiciones, a trabajar
incansablemente para que la
Granjita estuviera preparada para algo que debía ocurrir en
ella y que nosotros no sabíamos. Estaban Abel, Renato, y también - que se había
trasladado con Abel para cuidar la
Granjita - el compañero Elpidio Sosa, un tremendo compañero,
muy serio, muy trabajador, muy revolucionario.
La
noche del 24 prácticamente no dormimos. Abel empezó a enseñarme los lugares, me
llevó al pozo donde escondían los uniformes, parte de las armas, todo lo que iba
llegando. El pozo lo cubrió con un platón grande y sembró allí una matica de
mango de El Caney y decía: Porque cuando
lleguemos a La Habana, entro con esa
matica para regalársela a Elena.
Elena es mi mamá.
Allí
Abel hablaba. Era muy apasionado y hablaba de sus impresiones sobre Santiago de
Cuba y sobre los santiagueros. Decía que cumplida la misión de derrocar al
tirano, él no se iría nunca de Santiago de Cuba, que se quedaría junto a los
santiagueros, que aquél era su lugar.
La noche del 25 de
julio
Trabajamos
todo el día Yeyé, Elpidio Sosa y yo. Abel y Renato se fueron en horas muy
tempranas de la mañana para regresar al mediodía, dar una vuelta y chequear
cómo estaban las cosas y se volvieron a ir. No los volvimos a ver hasta tarde
en la noche,
Terminamos
tarde, muy cansados. Nos bañamos, comimos algunas cositas y nos sentamos en el
portal de la Granjita
a esperar lo que sabíamos que iba a llegar, pero no sabíamos que era lo que iba
a llegar. Y ya tarde, como a las once de la noche, vimos por la carretera de
Siboney, a distancia, el reflejo de unas luces. Nos pusimos en alerta, porque
eran las luces que estábamos esperando. Y efectivamente, eran los carros con
los muchachos, que empezaban a llegar a la Granjita.
Esa
fue una infinita alegría, con bromas, con canciones, diciendo cosas sobre
Batista. Gómez García leyendo sus versos, los que había escrito para la acción
y no les puso título y después se les llamó Ya estamos en combate. Los leyó allí, en la cocinita de la Granjita. Y así, poco
a poco, fue ocurriendo todo. Más tarde llegaron Abel y Renato; después llegó
Fidel.
Con
la llegada de Fidel a la
Granjita, ya estábamos en
La hora cero. Empezamos a sacar
todo aquello escondido en el pozo, en una barbacoa; Yeyé y yo a planchar los
uniformes y Fidel a dirigir toda aquella operación.
Todos
con mucho respeto, para recibir el uniforme y el arma correspondiente. Algunos
alcanzaron escopetas, otros se tuvieron que conformar con una pistola, porque
las armas eran muy pocas, y un tipo de
armas para cazar palomas, no para atacar un cuartel.
Proa hacia el Moncada
Se
dio la orden de comenzar a tomar los carros. El primero lo tomó Abel. El era quien iba trazando el
camino. A Yeyé y a mí no nos decían nada. Ya cuando vimos los carros saliendo, nos
acercamos a Fidel y le dijimos: ¿Y nosotras? y él nos dijo: Bueno, ustedes nos esperan aquí en la Granjita. Tan pronto
terminemos, venimos y las recogemos.
Entonces
Yeyé y yo planteamos que no estábamos de acuerdo, que teníamos una verdadera
vocación revolucionaria y merecíamos ir al combate, correr los mismos riesgos,
que teníamos esa decisión.
Para
Fidel fue muy duro, porque se había establecido la norma de que cualquier
decisión sobre Yeyé y yo - de Fidel y Abel - contara siempre con la aprobación
de los dos. Pero ya Abel se había ido sin acordarse nada en ese sentido, y
entonces tomar esa decisión fue para él muy difícil. Yeyé y yo razonábamos,
alegábamos nuestro derecho y el pobre Fidel en esa situación difícil.
En
ese momento el doctor Mario Muñoz, que se había vestido de uniforme y Fidel le
pidió que se lo quitara y se pusiera la bata de médico, se había retrasado un
poquito al salir de la
Granjita. El nos estaba oyendo y se acercó a Fidel y le dijo:
Las muchachas tienen razón en lo que dicen; vamos a hacer una cosa, yo las llevo en mi carro,
le explico a Abel y él tendrá que aprobarlo igual, en definitiva tú eres el
jefe. Yo me las llevo y me responsabilizo con las muchachas.
Y
así fue. Salimos en el carro manejado por Mario Muñoz. En el asiento de delantero,
Muñoz con Julio Reyes Cairo, un muchacho de Colón; en el de atrás, Raúl Gómez
García, Yeyé y yo. Y allí llevábamos las banderas, los himnos, el llamado al
pueblo que se haría desde allí, porque habríamos tomado una estación de radio
para informar al pueblo y hacerle un llamado.
El combate en el
hospital
Llegamos
bajo un tiroteo a la zona del Cuartel Moncada, al hospital Saturnino Lora. No
fue fácil entrar al hospital, al grado de que no lo hicimos normalmente por la
calle que correspondía, sino que cortamos y nos metimos, nos tiramos del carro
y corrimos agachados hasta el hospital.
Entramos
al hospital y cubrimos nuestros puestos en el combate. Teniendo en cuenta que
la misión de Yeyé y mía era la de prestar primeros auxilios en la enfermería,
nos situamos en un saloncito donde había una vitrina, unos pocos de
instrumentos y otras cuantas cosas. Tuvimos que romper con el cabo de un arma
la vitrina para poder hacer uso de aquellos instrumentos si hubiese hecho
falta. El doctor Muñoz también ocupó su puesto y Julio Reyes Cairo, en esa zona
de retaguardia.
Fuimos
hacia la posición de Abel Santamaría que, como es natural, estaba en la
vanguardia, en un ventanal del Saturnino Lora, que quedaba frente al cuartel.
Abel se emocionó mucho cuando nos vio y se puso muy contento y nos dio una
serie de instrucciones sobre la forma en que debíamos comportarnos durante el
combate.
Esas
dos o tres horas que tuvimos de combate en el hospital, pienso que la presencia
de Haydée y mía fue altamente útil y necesaria. ¿Por qué? Porque desempeñábamos el papel de apoyo a los
muchachos que combatían con sus escopetas. Escopetas de cazar palomas que se
las cargábamos en el fragor del combate y se las íbamos pasando a los muchachos
cargadas para que continuaran el combate.
Combatimos
de esa manera; prestamos auxilio a las dos bajas enemigas, que una cayó dentro
del vestíbulo y otra en el portal del Saturnino Lora, mortalmente herida, con un balazo en medio de la frente.
Y, por supuesto, en la atención a nuestras bajas de heridos.
Pero
yo necesito decir algo sobre el doctor Mario Muñoz. El fue hecho prisionero,
como todos los que estábamos allí en el hospital. A él lo sacaron a pie, como a
nosotros, poco antes que a nosotras dos, con un grupo de detenidos. Y cuando
íbamos por una de las calles interiores del Cuartel Moncada, Mario discutía con
dos militares que lo llevaban preso y vimos cómo uno de ellos… lo empujaban, casi lo tumbaban, le decían de
todas las cosas que ustedes saben que se dicen… a uno de ellos no le fue
suficiente aquello y le tiró por la espalda. Y lo vimos caer de un solo tiro
allí en la acera de aquella callecita interior.
En el Vivac
En el vivac esas fueron horas muy tremendas;
no podíamos estar más golpeadas por la vida. No obstante, necesitábamos vivir
hasta saber cuál había sido el destino de Fidel. Así, pues, sentimos más que
vimos, intuimos más que vimos la llegada de Fidel al vivac. Eso fue como una
gran luz en una noche muy oscura y eso nos devolvió a Haydée y a mí el coraje,
nos devolvió los ánimos.
Saber
que Fidel estaba allí era lo que más nosotras necesitábamos, que el jefe de la Revolución no cayera,
porque sabíamos que era indispensable para continuar la lucha.
En la prisión de
Boniato
Esa
fue una situación compleja, delicada, difícil. A Fidel lo tenían bajo cuarenta
candados, absolutamente incomunicado. Lo veíamos cruzar por el pasillo, a
través de la reja, pero no podíamos acercarnos a conversar con él. Todo el
tiempo lo vivimos allí amenazados por la tiranía y muy en alerta.
Fidel, estuvo primero solo, después nos
pasaron a nosotras para ahí. Que estuviéramos comprometidos con la acción, en
esta zona éramos Fidel, Yeyé y yo.
Todo
el tiempo que estuvimos allí fue combatiendo, fue luchando, fue haciendo saber
muy claro a los representantes del tirano nuestra disposición de luchar hasta
morir si fuera necesario por salvar la Patria de aquel bochorno, de aquel deshonor.
Allí,
en la cárcel de Boniato, estrenamos la marcha del 26 de Julio, dirigida por su
autor, el compañero Agustín Díaz Cartaya y la acompañamos con golpes en
cajones, en latas; las voces de los muchachos resonaban y llegaban hasta allá,
hasta el pabellón donde radicaba la dirección penal
Los sueños del
presente
Un
revolucionario siempre está lleno de sueños. La vida de un revolucionario es
una eterna escalada. Ayer soñábamos con la caída del tirano Batista, con esa Hora cero, de la cual he venido hablando, donde fuera,
no sabíamos que habría de ser en Santiago de Cuba, en el asalto al Cuartel
Moncada. Hoy soñamos con el Moncada. Ese
sueño se abona con aquel ejemplo glorioso del 26 de Julio.
Hoy
seguimos soñando con la Patria
amenazada. Hoy tenemos las mismas fuerzas, los mismos bríos para defender la Patria ante ese feroz
enemigo que es el imperialismo norteamericano, para defenderla y extraérsela de
su feroz bloqueo y exhibirla ante el mundo como lo que es: una Patria libre,
independiente, soberana y con la dignidad de sus hijos de ayer, de hoy y de
mañana. Esos son nuestros sueños y serán siempre nuestros sueños, mientras existamos.
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