.Orlando Guevara Núñez
Dios, mío, ¿Qué hemos hecho? Esa expresión, nacida del capitán Robert Lewis, copiloto del B-29 Enola
Gay que el 6 de agosto de 1945 lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima, debe mover
la conciencia de quienes hoy están al borde de repetir, ahora en una
magnitud multiplicada, el crimen que
todavía, a 67 años de cometido, conmueve a la humanidad.
En 1975, en un pequeño museo
de la ciudad alemana de Postdam, tuve la oportunidad de ver, como mudo y a la
vez acusatorio testigo, el asiento desde
donde el presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, ordenó el lanzamiento
de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Es el único ataque de este
tipo recogido en la historia de la humanidad.
Desde esa ciudad, el 26 de
julio de 1945, Estados Unidos y
representantes de los países aliados, habían lanzado un ultimátum a
Japón para que se rindiera. La llamada Declaración de Postdam, puntualizaba que
si la rendición no se producía, los Aliados atacarían y destruirían al imperio
japonés. Pero no se mencionó la utilización de la terrible y mortífera bomba
atómica.
Al no producirse la rendición
japonesa, aunque esa potencia tenía ya la guerra perdida, el 6 de agosto
Hiroshima y tres días después Nagasaki, fueron víctimas del genocidio. Incluso,
nuevas bombas estaban preparadas para extender a otras ciudades la barbarie.
Decenas de miles de personas
murieron en el instante. Y las cifras publicadas fijan, a fines de ese año, en
unas 140 mil víctimas mortales de la primera explosión y unas 80 000 en la
segunda. Otras miles murieron en los años posteriores y aún se continúan
reportando secuelas.
En aquella ocasión, a sólo 16
horas del aborrecible crimen, el presidente genocida, Harry Truman, dirigió un
mensaje al pueblo de los Estados Unidos, a través del cual informaba sobre la
masacre.
(…) “Con esta bomba hemos
añadido un nuevo y revolucionario incremento en destrucción, a fin de aumentar
el creciente poder de nuestras fuerzas armadas. En su forma actual, estas
bombas se están produciendo. Incluso están en desarrollo otras más potentes.
(…) Ahora estamos preparados para arrasar más rápida y completamente toda la
fuerza productiva japonesa que se encuentre en cualquier ciudad.(…) Vamos a
destruir sus muelles, sus fábricas y comunicaciones. No nos engañemos, vamos a
destruir completamente el poder de Japón para hacer la guerra (…) “El 26 de
julio publicamos en Postdam un ultimátum para evitar la destrucción total del
pueblo japonés. Sus dirigentes rechazaron el ultimátum inmediatamente. Si no
aceptan nuestras condiciones pueden esperar una lluvia de destrucción desde el
aire como la que nunca se ha visto en la tierra”.
Pocos días después, el 2 de
septiembre, Japón claudicaba. Terminaba, en medio de esa barbarie, la Segunda
Guerra Mundial.
Hoy muchos analistas
coinciden en lo innecesario del lanzamiento de esas bombas atómicas. Y también
en que Estados Unidos realizó esa acción como un experimento y un chantaje.
El peligro sobre otro
holocausto como ese no se ha extinguido.
Los tiempos, sin embargo, han
cambiado. Una confrontación nuclear actual, como ha explicado el Comandante en
Jefe Fidel Castro, sería letal para la humanidad y para la existencia de
nuestra propia especie.
La cifra de víctimas se
multiplicaría, se elevaría a millones y en muchas regiones la existencia humana
se tornaría imposible. Pero esas víctimas –es otra diferencia- no serían de un
solo bando. Del primer golpe, miles de norteamericanos y de otras naciones
desaparecerían.
Si las potencias nucleares no actuaran con sensatez, el posterior mensaje del presidente
al pueblo de los Estados Unidos no sería como el de Truman, pues tendría
que rendir cuentas también sobre sus muertos.
El posterior Dios, mío, ¿Qué hemos hecho? no debería repetirse. Ese clamor, en nombre de
cientos de millones de seres humanos, es un llamado a la
reflexión para salvar nuestro planeta y nuestra especie. Otro holocausto como
ese, es evitable.
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