.Orlando Guevara Núñez
A
veces, cuando a mi mente acuden, como imágenes cinematográficas, los días
felices, trágicos o simplemente rutinarios de la niñez, la figura de Roberto
ocupa siempre un lugar, formando parte de los recuerdos dolorosos.
Roberto tenía unos 20 años de edad y estaba
entre los mayores de los nueve hermanos. Era largo y flaco. Enfermo siempre,
aunque muchos decían que sólo padecía de anemia.
Daba la impresión, por su semblante triste, de que él estaba resignado a morir,
o por lo menos acostumbrado a la idea de que sus males no tenían cura. Hasta en
la forma de sonreír lo demostraba.
Médicos públicos no existían en la zona, ni en
el poblado cercano. Los particulares cobraban por la consulta lo que los padres
del muchacho no podían pagar. Y nada se hacía, de todas formas, si se lograba
que el médico lo viera, porque las recetas corrían después, invariablemente, el
riesgo y la mala suerte de quedarse estrujadas en los bolsillos o entre las
manos, sin llegar a convertirse en medicinas.
No faltaban quienes aseguraban que “eso era un
daño, un castigo”, que a Roberto
“le habían echado un mal”. Tampoco quienes creyeran en esa posibilidad, aunque
al mismo tiempo se preguntaran si era justo que un muchacho tan noble sufriera
ese cruel destino.
Pero si Roberto parecía estar resignado a
morirse, sus familiares no. Fue por eso que la imagen del enfermo, sentado
sobre un taburete, con su ya esquelética figura, apareció un día en la sección
¡Arriba, corazones!, de la revista Bohemia. Pero la caridad pública sólo
consiguió la recaudación de unos míseros centavos que para nada sirvieron.
Quienes podían, no se conmovían ni daban; quienes no podían, tal vez se
conmovieran, pero nada estaba a su alcance hacer.
Tampoco
pudo contarse con un “anticipo” del latifundista para quien trabajaba el padre
de Roberto. Creo que fue entonces cuando la familia llegó a la conclusión de
que la muerte rondaba el empobrecido bohío.
Y
esa fue la impresión que saqué del lamento escuchado, en forma de décima
campesina, de labios del padre abatido, mientras las cuerdas de su guitarra
sonaban muy bajito, como para que nadie tuviera que compartir el dolor de tan
lacerante verdad. No supe nunca de cual poeta tomó prestado el patético
argumento.
El pobre nunca pasea /no come ni duerme bien / porque
tiene más de cien / penas que
nublan su idea.
Hay veces que se desea / la
muerte por no sufrir;
¿De qué le vale vivir / cuando es pobre y nada tiene?
¡Nace al mundo y sólo viene / para tener que morir!
Nunca
llegó a conocerse el nombre de la enfermedad que le arrebató la vida a Roberto.
El secreto se marchó con él hasta su tumba. Y en la mente de los familiares
quedó hondamente grabado el símbolo de la impotencia.
Hoy en Cuba nadie viene al mundo sólo “para
tener que morir”. Ni nadie depende de la caridad pública o de la mezquindad de
un terrateniente para recibir asistencia médica. Porque ahora tenemos
socialismo en lugar de capitalismo. Afortunadamente, el recuerdo de Roberto, su
agonía y su muerte, forman parte también de un pasado sin posible regreso a los
campos cubanos.
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