.Orlando Guevara Núñez
Hay imágenes que se graban en la mente de uno
desde la niñez y cada tiempo reaparecen; como pesadillas unas, otras como
añoranzas. La máquina “tocola” es una de esas visiones imborrables. Y sé que
allá, en mi natal rincón de Niquero, en la antigua colonia Montero, los más
viejos recordarán aquellas escenas con alguna tristeza, mezclada con la alegría
de saber que ellas pertenecen a un pasado irrepetible.
La zafra duraba sólo unos tres meses cada
año. Por eso había que procurar ganar lo más posible. Los otros nueve eran
siempre de un torturante paro forzoso.
Con
esa razón, todas las tardes, cuando las locomotoras del ferrocarril cañero - la
máquina, al decir de la gente- comenzaba a pitar desde lo lejos y aún antes de
llegar a la curva donde se hacía visible, los macheteros y sus familiares se
arremolinaban en el batey, disputándose ser los primeros en contar la cantidad
de carros -vagones o casillas- que traía y recibir así la buena o mala noticia.
De ahí dependería lo que podría o no ganarse al otro día.
Tres,
cuatro, cinco, seis carros. Mediana alegría, pero era algo. Se alborozaban los
macheteros en dependencia del número y se levantaban más temprano. Los
carreteros enyugaban con más prisa. La hora del desayuno pasaba inadvertida.
Era un día dichoso.
Lo triste era cuando la máquina venía
“tocola”, es decir, no traía carros vacíos y sólo viajaba a buscar los llenos.
Entonces los rostros se contraían de angustia y por la mente de todos pasaba la
torturante idea de otro día sin ingresos, de los cortes parados, de la miseria
apagando fogones. Sólo los bueyes podrían tener razón para alegrarse: un día
más liberados de madrugar, de las pesadas carretas, de los aguijonazos y del
fango, sin el castigo de soportar las malagradecidas ofensas de los carreteros.
Y así sucedía todas las tardes; la alegría o
la angustia, según apareciera la máquina siempre esperada con ansias. A fin de
cuentas, era una esperanza, porque después de terminada la zafra, los rieles se
enmohecían y entonces la desesperanza no tenía con quien alternar su presencia.
Han
pasado ya muchos años y ahora el sonido de las máquinas cañeras tiene otro sentido,
porque nunca significa tristeza. Sin embargo, no es ocioso recordar aquellos
tiempos para reafirmar un propósito: que jamás una máquina “tocola” pueda hacer sufrir a nuestros
trabajadores del azúcar.
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