Orlando Guevara Núñez
El
tiempo muerto desapareció para siempre
-sin retroceso posible- de nuestra realidad económico social. Pero el espectro
de su aterradora imagen subsiste en la mente de sus fatales víctimas.
No sé si la palabra tiempo
muerto estará recogida en algún texto que defina su contenido. No la he
visto, aunque mucho se ha hablado sobre el tema.
Tiempo
muerto - habría respondido lacónicamente un magnate azucarero de la Cuba prerrevolucionaria- es
la época en que no hay zafra. Si la respuesta fuera de los obreros de la
industria o la agricultura cañeras, seguro tendría otra acepción: es el tiempo
en que estamos sin trabajo, no ganamos nada y pasamos más hambre.
Los centrales azucareros molían dos o tres
meses al año. Y en ese espacio de tiempo, sus dueños acumulaban las riquezas
necesarias para vivir a todo lujo,
vacacionar en el extranjero y esperar nueve meses para seguir engordando sus
arcas. Esa era la zafra.
Los trabajadores del azúcar laboraban ese
corto período del año, trataban de ganar lo más posible - que siempre era
poco-, comían relativamente mejor y
hacían el esfuerzo para ahorrar unos pocos pesos. Después venían nueve meses
sin trabajo, de sorteados días con míseros jornales en las labores agrícolas o
las reparaciones y un luto conmovedor en los fogones, mientras que la miseria y
el abandono se enseñoreaban en los hogares obreros. Ese era el tiempo muerto.
La zafra era siempre esperada como un gran
acontecimiento. Pero aún dentro de ella, la agonía no abandonaba a los
macheteros, carreteros, grueros y otros trabajadores, principalmente del campo.
Si había muchos macheteros, sobraba la caña.
Y de inmediato llegaba la orden de parar los cortes. Si la locomotora traía
pocos carros, también los cortes cesaban. Si llovía, las mochas quedaban
excedentes. Y siempre el resultado de
parar los cortes era el mismo: días perdidos, dentro de los pocos que podían
ser útiles.
Los macheteros sobraban. Y cada bulto de cañas
que se enviaba al central, era punto de partida para una angustiosa espera del
turno para el otro. La zafra, en conclusión, no alcanzaba para el empleo de
todos los desocupados. Para muchos, el tiempo muerto duraba los doce meses del
año.
Y sé que muchos trabajadores del campo, si
tienen la oportunidad de leer estas líneas, seguramente recordarán, con la
amargura del pasado y la alegría del presente, las escenas de los hombres que
en época de zafra salían y recorrían largas distancias, pidiendo de favor la
oportunidad de cortar un bulto de cañas para remediar en algo su
espeluznante pobreza. En muchos casos se
les permitía y en otros no. La miseria hacía que a veces los propios
trabajadores no fueran solidarios con uno de su propia clase que estaba, tal
vez, más necesitado. Eso lo vivió y sufrió mi tío Wilfredo y a la larga salió
beneficiado. ¿Cómo?
Fue a una colonia cercana a pedir le dejaran
cortar un bulto de cañas. Muchos estuvieron de acuerdo, porque lo conocían;
pero Lalo se opuso, alegando que eso era quitárselo a ellos. Aquello humilló a
Wilfredo, hasta tal punto que contra una palma rompió la mocha y juró que nunca
más sería cortador de caña. Se puso a buscar suerte y… la encontró.
Un
día pasó por la zona un dentista ambulante y conoció a Wilfredo. Le propuso que
fuera su ayudante y la oferta fue aceptada, con el compromiso de aprender la
profesión. Fue un alumno aventajado y en breves meses ya sacaba muelas y tenía
sus instrumentos. También se convirtió en un experto mecánico dental. La
cuestión es que llegó a ganar un dinero que le permitía cierta holgura y un día
regresó a la zona. Y en la tiendecita del barrio, junto a varios amigos, se
encontró con Lalo.
El compañero que le había negado el corte de
un bulto de cañas, continuaba en la misma o peor miseria. Y ante la incrédula
mirada de los presentes, el ahora dentista lo llamó, le compró una muda de
ropas, un sombrero, un par de zapatos, una mocha y una factura de alimentos que
Lalo no podría haber adquirido jamás. Y cuando los demás reprocharon esa acción
que no entendían, la respuesta de Wilfredo fue tajante: “Tengo que vivir
agradecido del hombre que hizo posible que yo no siga hoy pidiendo cortar un
bulto de cañas”.
La última vez que vi a un hombre implorar
ese favor, fue durante la zafra de
1959.
Todavía la Revolución
era muy joven para poder borrar ese tenebroso mal del capitalismo. Lo recuerdo
con su alta estatura, seguramente con menos edad de la que aparentaba y fijando
los ojos en la tierra mientras hacía la petición. Nos dijo que tenía dos hijos,
uno de ellos enfermo. Venía desde una zona no cañera, separada del lugar por
varios kilómetros. Y no hubo oposición alguna. Creo que algún tiempo atrás no
hubiese sido igual, pero ya estábamos en Revolución. Y nunca más vi aquella
injusta escena.
¿Qué serán hoy los hijos que aquel día condujeron a su padre a suplicar la
oportunidad de cortar un bulto de cañas? ¿Qué serán los nietos de aquel hombre?
La interrogación no es para la incertidumbre, sino para la afirmación: serán lo
que hayan querido ser y capaces de alcanzar. Tal vez cortadores de caña,
obreros agrícolas, operadores de equipos, maestros, médicos, ingenieros, quizás
vistan el uniforme verde olivo identificándolos como defensores de la Revolución que cambió
sus destinos. Y seguro es que, si están
en otras labores, habrán cortado cañas alguna vez, aunque en condiciones muy
distintas a las que tuvo que soportar su padre.
Y es así porque en Cuba ya no hay zafra para
los ricos ni tiempo muerto para los pobres. Los bultos de cañas tienen ahora
otro sentido. Y el tiempo está, para todos los cubanos, eternamente vivo.
El
individualismo mostrado por Lalo no era una excepción en aquellos tiempos. Otro
ejemplo ilustrativo es el de
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