.Orlando Guevara Núñez
La
noche nos sorprendió en la carretera, por una ruta que nunca habíamos
transitado. Y junto a la oscuridad, vino un descomunal aguacero que impedía la
visión a una distancia menor de cinco metros.
No
tuvimos otra alternativa que detener la caravana de pesados camiones y esperar
el escampe. Pero luego de la lluvia, la jefatura decidió no continuar la marcha
y acampar en un pequeño caserío al cual habíamos llegado.
Después
de confirmar que no existìa por allì
ningún puesto cubano y que sólo unos ocho o diez compatriotas estaban cerca del
lugar, se decidiò quedarnos en lo que antes habìa sido la mansión de una
familia portuguesa dueña de una “facenda”, que habìa emigrado como consecuencia
de la guerra. Ahora el local estaba ocupado por las FAPLA.
El
lugar destinado para nosotros fue un amplio salón con piso de cemento, sobre el
cual debíamos tender los pequeños colchones de espuma que siempre traíamos
encima.
Antes
de acostarnos abrimos algunas latas de alimentos en conserva, los cuales
aplacaron el apetito de varias horas sin comer nada. Después que cada cual
escogió y acondicionó el lugar donde dormiría, todos nos dispusimos a
entregarnos al sueño reparador. Pero nos dimos cuenta de que faltaba algo
imprescindible, insoslayable en condiciones de guerra: la organización de la
guardia.
Dos
o tres compañeros nos dirigimos al jefe para sugerir la designación de la
vigilancia, pero él no la estimó necesaria, aduciendo que los angolanos la
estaban haciendo. Insistimos en organizar la nuestra y nos preguntó si tenìamos
miedo, a lo cual contestamos que no, pero que la Patria no nos agradecería
que nos dejáramos coger por descuido.
Como la petición no fue aceptada, nos decidimos
tambièn a dormir, no sin antes dejar nuestros AKM en completa
disposición combativa, con más razòn cuando algunos angolanos hablaban- versión
no ajustada a la realidad- de asaltos comando por parte de las tropas enemigas.
Uno
de los compañeros, viendo que la puerta de entrada no tenía cerradura, decidiò
poner una lata detràs de ella, de manera que si alguien la abrìa, la lata sonarìa
y su escàndalo nos pondría en alerta.
Alrededor
de la una de la madrugada, un estruendo nos hizo despertar a todos; la puerta
se abriò y como una ráfaga de ciclòn entraron por ella dos hombres a nuestro
improvisado dormitorio. Uno de ellos chocò contra el cuerpo de uno de los
nuestros y le cayò encima. Pero caerle encima y que el cubano le echara garras
y acertara, en medio de la oscuridad, tomarlo por el pescuezo, fueron dos cosas
casi al mismo tiempo. La ausencia de luz nos impedía comprender lo que estaba
pasando, al tiempo que no podìamos utilizar las armas en medio de nuestros
propios compañeros.
¡Bicho,
camarada! oímos gritar a uno de quienes acababan de entrar.
-¡Dispensen,
camaradas! Se le escuchó decir con alguna dificultad al que tenía aprisionado
el cubano.
Y
cuando se encendió la luz, nos dimos cuenta de que los dos angolanos que
tenìamos ante nosotros, eran los mismos que estaban de guardia. Pero ¿Cuál era
el problema?
Los
dos jóvenes soldados no hacìan otra cosa que repetir, señalando hacia afuera
¡Bicho, camarada! Y nosotros no alcanzàbamos a comprender lo que deseaban
transmitirnos. Al inicio pensamos que podìa ser una serpiente, un animal
salvaje u otro bicho peligroso de los que en esa tierra abundan.
El
enigma fue aclarado por otro combatiente de las FAPLA que llevaba ya varios
dìas con nosotros. Nos explicó que en esa zona los angolanos les llamaban bicho a los ladrones que salían a robar de noche.
Los centinelas vieron acercarse a los rateros y decidieron avisarnos a nosotros
para que los cogiéramos. Demás está decir que la confusión nuestra les dio
tiempo a los bichos para marcharse tranquilamente, no sin antes tomar para sí
una buena ración de carne tendida en unos cordeles.
Después
del incidente, volvimos a acostarnos, con la única diferencia, sin que nadie lo
sugiriera, de que fue organizada la guardia con nuestros propios combatientes.
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