.Orlando Guevara Núñez
El
título de este relato fue extraído de la poesía escrita y recitada el día de
nuestra partida hacia Angola. Y es rigurosamente cierto que fui testigo de esas
lágrimas, sólo que no únicamente en las mejillas de un soldado.
En
muchos casos, las lágrimas suelen ser sinónimo de cobardía, ablandamiento y
también de sentimentalismos. Pero las que vimos durante esos días tenían un
sentido diametralmente opuesto; aquellas lágrimas no surgían del miedo, sino
del coraje; no rehuían el peligro necesario, sino que brotaban ante la
imposibilidad de enfrentarlo junto a sus compañeros; no se derramaban ante el enemigo, sino ante
sus hermanos de lucha y de Revolución, a quienes se despedía sin poder
compartir con ellos los riesgos de tan importante misión. Cada una de ellas
era, en realidad, una lágrima de hombre.
Llevábamos
ya varios días de entrenamiento en distintas especialidades. Y era hermoso ver
como entre los hombres que recién nos habíamos conocido, florecía ya un
sentimiento hermandad que trascendía los límites de lo formal. Cada uno trataba
de ayudar al otro de transmitirle conocimientos y habilidades.
Está
comprobado que en situaciones como éstas, la solidaridad humana entre los
revolucionarios se multiplica y muchos defectos personales son aplastados por
el espíritu y la voluntad individuales o por el efecto positivo de la
colectividad.
Claro
está que siempre existen excepciones, pero la grandeza de la Revolución está en
que precisamente esas excepciones no logran nunca imponerse y terminan
desgajadas por sí mismas o por el
colectivo.
Todos
estábamos en disposición de salir. Sin embargo, sabíamos que la última palabra
quedaba reservada para la Comisión Médica con la cual era obligación someterse
a un riguroso examen. Y fue ahí donde muchos compañeros vieron frustradas sus
ansias de formar parte de esa gloriosa misión.
Recuerdo
a un camagüeyano que como poeta se había hecho popular en la tropa y fue dado
de baja por una afección cardíaca. A un santiaguero que horas antes de la
salida tuvo que ser sometido a una operación de apendicitis. Y recuerdo, sobre todo, a otro compañero de Santiago de
Cuba, cuyo espíritu revolucionario sirvió de ejemplo para todos los
combatientes. Su nombre: José Soto, quien tenía ya una edad algo avanzada, pero
era de los primeros en todo.
En
uno de los tantos ejercicios, Soto tuvo que encaramarse y saltar sobre una
cerca de alambres de casi metro y medio de altura. Y al caer del otro lado, se
fracturó la muñeca de la mano derecha. Como él sabía que esa lesión podía
impedirle el viaje, no dijo nada, pero el carácter de la fractura lo denunció y
fue causante de su baja inmediata.
-¡Yo
puedo irme así mismo ! ¡Esto se curará
pronto! ¡Yo no puedo dejar ahora a mis
compañeros!
Así
discutía Soto, apasionadamente, llegando casi a implorar que le permitieran
cumplir la misión. Pero los médicos no cedieron.
Esa
noche Soto lloró igual que un niño a quien no le conceden algo que con
vehemencia desea tener. Todavía lo recuerdo allí, tirado bocabajo sobre la
colchoneta que en el suelo le servía de cama, sollozando con una fuerza
conmovedora. Muy pocas veces he visto profesar tanto respeto hacia un hombre
que llora.
Al
otro día, cuando partió hacia Santiago de Cuba, la mayoría de los compañeros
prefirió no despedirse de él.
Después
de algo más de un año - a nuestro regreso de Angola - de inmediato me propuse visitar
a Soto. Sin embargo, no fue posible verlo hasta pasados algunos meses, por una
razón que fue motivo de una gran alegría: desde hacía algún tiempo, el
compañero que no pudo salir con
nosotros, se encontraba en otro país de África, cumpliendo honrosamente otra
importante misión.
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