martes, 5 de julio de 2016

Tiempos de Revolución:Monguín

.Orlando Guevara Núñez.- Monguín era ese tipo de gente con el don de distinguirse entre los demás. Y no es que hable ahora sobre él atándome a la hipocresía conque a veces suele hablarse sobre los muertos. Pienso que las cualidades de alegre y profunda que para nuestra juventud deseó el Che, tuvieron en Monguín un fiel exponente. No por casualidad cuando en la zona se creó la Asociación de Jóvenes Rebeldes, su indiscutible presidente resultó este muchacho, aún desafiando la inconformidad de familiares allegados a quienes la propaganda enemiga había llevado a odiar tanto al comunismo salvador, como antes al capitalismo que eternamente los había esquilmado. Más concretamente puede hablarse de un familiar: su tía María. Lo recuerdo aún organizando el estudio político de algunos jóvenes rebeldes, ensayando discursos que después no decía - porque no tenía dónde- o averiguando el significado de palabras para nosotros entonces incomprensibles. Y también componiendo frases bonitas para adornar las cartas de amor. Una tarde, a inicios de 1961, Monguín me dijo que se iba de la zona, porque lo habían designado para cursar una escuela militar. Me entregó la dirección de la Brigada Juvenil de Trabajo Revolucionario de la Asociación de Jóvenes Rebeldes, de la cual yo era el organizador. Le pregunté si le gustaba ser guardia y me respondió que le gustaba la Revolución. Al inicio, valorando su carácter sencillo y bonachón, pensé que había escogido un camino equivocado. Nos despedimos. Después llegué a la conclusión de que la equivocación me pertenecía por entero. Los trajines de la Revolución hicieron que durante unos tres años dejáramos de vernos. La primera vez que luego de su salida nos encontramos, lo primero que celebramos fue un acontecimiento: los dos militábamos en las filas del Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba, el Partido de los comunistas cubanos. El era subteniente e Instructor Político de las FAR; yo, secretario general del Partido en el Seccional de Cauto Embarcadero. Monguín tenía entonces 21 años de edad; yo tenía 20. Juntos trabajamos en la restauración de las heridas causadas por el ciclón Flora. Dos años más transcurrieron hasta un segundo encuentro. Él, Político de una Unidad Militar; yo continuaba en la dirección del Partido. La conversación fue larga y de muchas rememoraciones. El último encuentro fue también casual. En Baracoa lo encontré con el grado de Teniente y Político de una importante División de las FAR. Conversamos hasta la media noche. En esa ocasión me habló sobre sus intenciones de casarse con Julieta, una muchacha de nacionalidad mexicana que con su hermano vino a Cuba ya en la etapa de la guerra y luego se incorporó al Ejercito Rebelde. Ella residía en Santiago de Cuba. Con su característica risa burlona, se mofó ante la incongruencia de un cinto negro de cuero que sostenía mi pantalón de miliciano y me regaló uno verde olivo. A petición suya, nos retratamos juntos, alegando él, jocosamente, que si yo moría, deseaba tener un recuerdo mío. Esa vez quedé invitado para una boda que no llegó a celebrarse. Y al otro día nos despedimos, sin saber que sería para siempre. Prácticamente unas horas después, supe de una infiltración enemiga por un lugar de Baracoa. Y no tuve dudas de que en los escenarios del combate su presencia era segura. Así fue. Y allí, junto a otros compañeros, ofrendó su vida. Una orden firmada por Raúl Castro lo ascendió al grado de Primer Teniente. El duelo fue despedido por Fidel. La foto que nos hicimos juntos no llegó nunca a mis manos. Y, por ironía del destino, me llegó la última que a él le fue tomada, ya sin vida. La conservo no como un homenaje póstumo, sino como un recuerdo con el cual alimento mis convicciones. Es mi callado tributo. Fue así como Monguín, un humilde muchacho, obrero agrícola, recorrió el corto camino que pudo, sumado incondicionalmente a la Revolución que nos había dado la libertad, pero era muy joven todavía para brindarnos la obra que hoy tenemos. Cuando uno es muy joven, suele generar muchas fantasías, en las cuales tiene siempre un papel protagónico. En algunos casos, la vida y la lucha las convierten en realidad; en otros, quedan sólo en lo que son. Recuerdo que una de las fantasías de Monguín era la posibilidad de que él cayera combatiendo y que, como ha sido práctica revolucionaria desde 1959, una escuela o un centro de trabajo llegaran a adoptar su nombre. Le preocupaba cómo lo verían entonces los trabajadores o los niños de ese lugar. Y hablaba sobre eso no en tono de vanagloria personal, sino, incluso, con seriedad y alguna preocupación. Hace algún tiempo, supe que esa fantasía se había cumplido. Porque allá, en Baracoa, una clínica estomatológica lleva el nombre de Ramón Guevara Montano. Si a ese colectivo llegaran algún día estas líneas, deben saber que Monguín sentía un profundo respeto por los héroes caídos, los evocaba siempre y no sintió nunca temor de unirse a ellos. En lo demás, recuerdo que una de las cosas que más le gustaba repetir era que la Revolución nos había hecho gentes; para otros, esa sigue siendo una gran verdad; a Monguín, la Revolución lo transformó en un héroe.

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