miércoles, 27 de julio de 2016

Aniversario 63 del 26 de Julio: El enterramiento de los moncadistas



        

 .Orlando Guevara Núñez
Los  cadáveres de los jóvenes caídos en combate o  asesinados en el Cuartel Moncada, inspiraron miedo a los esbirros de la tiranía. Para tratar de ocultar la barbarie de las torturas y los asesinatos, se propusieron hacer un entierro secreto que evitara, además, el conocimiento del pueblo sobre la ubicación de las sepulturas.
En el libro El juicio del Moncada, edición por el aniversario 60 del Moncada, su autora, Marta Rojas, recoge algunas misivas de René Guitart, padre de Renato Guitart Rosell – uno de los caídos -sobre lo ocurrido el 27 de julio de 1953, en el cementerio de Santa Ifigenia, de Santiago de Cuba.
Un hecho indignante narrado por el progenitor del combatiente santiaguero, es que, al reconocer el cadáver del hijo, pidió le fuera entregado para velarlo en su casa. La respuesta no pudo ser más grosera, inhumana y cobarde:
-¿Dónde lleva usted a ese muerto?, le preguntó un capitán.
-A su casa para que su madre lo vea por última vez, respondió el padre.
-Si no lo conduce inmediatamente al cementerio, usted se va a quedar con él definitivamente en Santa Ifigenia.
Y así tuvo que ser. Ya en la necrópolis, la madre y la novia de Renato pudieron verlo durante un breve tiempo.
Los cadáveres, conducidos en un camión, fueron lanzados al suelo hasta el punto que algunos  salieron de sus rústicos ataúdes. Estaban destrozados, mutilados. Pero el padre de Renato tuvo tiempo para conversar con uno de los sepultureros, Pablo Lavadí, y coordinó con él  la forma de realizar el enterramiento e identificar bien el lugar, con vistas a su posterior rescate y preservación, frustrando así el interés de la tiranía de desaparecerlos.
Un total de 33 cadáveres fueron sepultados ese día, entre ellos 32 de combatientes del Moncada. El otro, el  del Niño Cala, un luchador contra la dictadura de Gerardo Machado, asesinado sin tener vinculación con los asaltantes. Entre los restos, los de Abel Santamaría Cuadrado, segundo jefe de la acción, torturado y asesinado.
Pablo Lavadí y El Chino- otro sepulturero- hicieron el enterramiento. En la tarea de preservar esos restos tuvo un papel destacado la revolucionaria santiaguera Gloria Cuadras de la Cruz, en combinación con otros sepultureros.
En carta a Haydée Santamaría, fechada el 30 de diciembre de 1953, René Guitart le afirma que “Ayer por la mañana y en una labor de dos días y medio, quedaron depositados en la tumba que yo construí, las 32 cajitas de metal conteniendo los restos de los héroes del Moncada que estaban enterrados en Santa Ifigenia”. Otro grupo fue sepultado en el cementerio de El Caney.
Ese gesto patriótico tuvo que hacerse en secreto,  de noche, de forma clandestina, pues la tiranía lo hubiese impedido.
Un  testimonio de René Guitart  reafirma la monstruosidad de los esbirros batistianos. “A todos los que intervinieron en la exhumación los impresionó profundamente las condiciones de los restos. En la mayoría, los cráneos estaban despedazados. Huesos de los brazos y las piernas destrozados, como igualmente las costillas. Fueron estos muchachos las víctimas de los bárbaros fusilamientos con ametralladoras. Por esos sus restos están todos destrozados. Pude comprobar estos detalles porque no sé de dónde, pero logré extraer valor para llegar al propio convencimiento”.
Decisivo fue el trabajo de los sepultureros Pablo Lavadí y El Chino. Cuenta el padre de Renato que, aunque él no les había ofrecido ninguna retribución material por ese riesgoso trabajo, al concluirlo fue donde Lavadí  para darles 500 pesos a cada uno.
“No me haga eso, Guitart, porque todo lo que hicimos lo hemos hecho con el corazón, yo lo hice con mi corazón y usted me está ofendiendo con ese dinero”. Así reaccionó Lavadí, hablando también en nombre de El Chino. En aquel tiempo, ese dinero representaba unos ocho meses de salario de ambos.
“Al Chino nada, y a mí tampoco, Guitart, nosotros nos sentimos orgullosos de haber enterrado a esos muchachos que fueron tan valientes”.
Estos dos santiagueros, obreros humildes, fueron un hermoso ejemplo de la solidaridad del pueblo con los moncadistas en aquellos días, cuando el crimen se ensañó con quienes habían venido al Moncada y al Carlos Manuel de Céspedes a ofrendar su sangre y su vida para que José Martí, el Apóstol de nuestra independencia, siguiera viviendo en el alma de la Patria.

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