.Orlando Guevara Núñez
La
primera vez que leí algo sobre el colonialismo, fue cuando en septiembre de 1960
Fidel , en la Asamblea General de la
Organización de las Naciones Unidas (ONU) abordó ese tema. Y luego, cuando al proclamar
la II Declaración de La Habana, el 4 de
febrero de 1962, calificó a la Organización de Estados Americanos (OEA)
como un Ministerio de Colonias Yanquis. Esa década marcó, precisamente, una época
muy importante en el desmoronamiento del sistema colonial.
Muchos
pueblos, sin embargo, siguieron enyugados a este bárbaro sistema, donde la
dignidad humana de millones de personas es sometida a la más criminal
degradación.
Ya
en 1975, había estudiado muchas cosas sobre el colonialismo. Podía definir
teóricamente su esencia, sus causas y lo que éste significaba. Pero confieso
que en ningún libro aprendí tanto como en el hermano pueblo de Angola, desde
los primeros meses de 1976.
Yo
sabía de la discriminación racial. Pero no había presenciado nunca que un
blanco tuviera derecho de abofetear a un negro, de vejarlo, de herirlo, y que
el negro estuviera obligado de dirigirse a él con reverencia y un sumiso ¡bien,
señor!; sabía de los crímenes, pero no imaginaba que un colonialista tuviera
derecho a pasar por una carretera y atropellar intencionalmente con su carro a
los negros que marchaban por las orillas y dispararles con armas de fuego y
herirlos y matarlos como si fueran animales salvajes, sin que existieran leyes
protectoras de las víctimas y castigadoras de los asesinos.
Sabía
que la educación no estaba al alcance de los pobres, pero no podía imaginar que
existiesen casos donde al negro se le prohibiera pasar de la “cuarta clase”
(cuarto grado) y llegar a la sexta clase era un delito que debía pagar con la
muerte.
Para
mi no era un secreto que existía la discriminación en el trabajo, pero no
concebía que esa práctica inhumana llegara hasta el grado de no permitirle a un
negro alcanzar la categoría de operario en una fábrica, que se le negara el
acceso a otro departamento ajeno al suyo y que si se rompía un equipo, tuviera que
salir de inmediato, para no ver lo que se rompió ni cómo se arreglaba.
Conocía
de la discriminación más brutal contra la mujer, de su explotación y objeto de
abusos. Pero mis cálculos quedaron pequeños ante la presencia de las mujeres
trabajando a pleno sol en los campos, con el hijo amarrado a sus espaldas,
roturando con azadas la tierra, mientras un hombre se encargaba, desde la
sombra, de “pastorearlas” y vivía a costa de cuatro o cinco de ellas, que eran
suyas porque las había comprado por tres cóndores (monedas) o cambiado por dos
o tres vacas per cápita.
Sabía
también que el colonialismo significaba
abandono y miseria que se multiplicaba entre los pobladores del campo; pero
nunca había visto – ni siquiera en la Cuba prerrevolucionaria- a miles de seres humanos viviendo como
bestias, sin haber visto nunca a un médico, un maestro, sin conocer la
civilización, alimentándose sólo de animales salvajes, de frutas silvestres o
de insectos. Hombres, mujeres y niños vestidos con taparrabos y diezmados por las
enfermedades. Pequeñas aldeas donde la cama era el suelo, polvoriento o
fangoso, según la época, y también comunidades donde ni siquiera tenían un
idioma o su dialecto no era entendido por la otra tribu que radicaba a escasos
kilómetros.
El
único indicio de civilización que podía verse en alguno de esos lugares, al
alcance de esos desventurados, eran portentosos templos, cuya majestuosidad se
me antojaba irónica frente a la miseria reinante y cuya promesa de vida en “el
más allá” parecía una comedia dantesca frente a las infrahumanas condiciones de
vida en el “más acá”.
Muchachas
muy jóvenes que en los primeros meses, sin conocer aún la razón de la presencia
cubana en su país, llegaban hasta nosotros para ofrecernos su cuerpo a cambio
de “sobras y latas de comida”, de fósforos, de jabón, de gasolina y otros
productos que suplieran el dinero que sí supieron pronto que no teníamos. Una
población cuya expectativa de vida eran apenas ¡treinta años! ; ancianos de
cuarenta años de edad; niños diezmados por el hambre y las enfermedades, cuyos
ojos suplicantes nos hacían prescindir muchas veces de nuestros escasos
alimentos para mitigar en algo su desdicha.
Y
junto a aquella miseria, la cara contrastante del colonialismo. Sus
confortables viviendas, sus autos de lujo, las vidrieras colmadas de artículos
suntuosos, los grandes establecimientos, los centros de recreación – y de
prostitución- las modernas avenidas que por muy anchas que fuesen no alcanzaban
para encerrar en sí la opulencia de los ricos y ni las desventuras de los
pobres.
En
la heroica tierra de Neto, aprendí también, con mucha más nitidez, el verdadero
valor y necesidad del internacionalismo proletario.
Si
se necesitara buscar un nombre para definir lo que significó, desde el punto de
vista personal, vivir durante aquellos tiempos la experiencia de chocar
directamente, no a través de los libros, con el retrógrado sistema
colonialista, no vacilaría en hacerlo con sólo cinco palabras que definen su
esencia: ¡El monstruo ante nuestros ojos!
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