sábado, 14 de junio de 2025

 

Hacia el aniversario 510 de Santiago de Cuba

La tierra heroica valorada por el Che

.Orlando Guevara Núñez

El Che estuvo presente en Santiago de Cuba en las festividades por el 1ro. de Mayo en los tres años iniciales de la Revolución. El 1ro. de mayo de 1959, expresaría el Guerrillero Heroico:

Hay una cosa que me ha impresionado mucho desde mi entrada a Santiago de Cuba y es la integración absoluta de todos los poderes revolucionarios: organismos obreros, campesinos, comisionados y jefe militar. Funcionan como un solo block, cosa que desgraciadamente no he visto en otras provincias y tampoco en La Habana. Debo felicitar al pueblo oriental por ser hoy también quien marca rumbos en la unidad, como fuera ayer el que marcara los rumbos del sacrificio en los días de la guerra”.

Los días 28, 29 y 30 de noviembre de 1964, el Che estuvo en Santiago de Cuba y habló en el acto conmemorativo del Alzamiento de esta ciudad.

Las organizaciones del Movimiento habían recibido el anuncio de nuestra llegada y, encabezado por Frank País, y a la cabeza de toda la nación, los combatientes de Santiago escribieron aquella página heroica del 30 de noviembre, con la cual se pretendía crear un clima en el país que impidiera a las tropas de Batista marchar rápidamente a combatir nuestra columna invasora”.

“El resultado ustedes lo conocen; tras algunos éxitos parciales sucedió  aquel aplastamiento de la insurrección popular con su cortejo de muertos como siempre sucede”.

Después, muchas veces, nosotros estábamos pensando en los peligros que corría la gente de la ciudad; pensábamos en lo difícil que era para un revolucionario tan conocido, mantenerse en la clandestinidad, condenado a muerte ya por los esbirros batistianos”.

Y así, una noche del mes de julio, en los últimos días del mes de julio de 1957, militantes de  más de dos columnas del Ejército Rebelde, todos sus oficiales, enviaron una carta de agradecimiento a Frank País y a toda la ciudad de Santiago por su acción heroica, firme y sostenida en el mantenimiento de la lucha revolucionaria”.

“Pero esa carta ya no llegó a su destinatario porque Frank País también pagó con su vida la insurgencia contra la dictadura batistiana”.

 

“De aquí, muchas mujeres, que hoy están presentes, recuerdan en el día de hoy, sus hijos, sus maridos, sus padres, sus parientes más cercanos que desaparecieron en las mazmorras de la policía, aparecieron un día balaceados en las inmediaciones de Santiago, la noticia de cuya muerte llegó también a nuestro campo rebelde en la Sierra Maestra”.

Esta ciudad se ganó plenamente el reconocimiento de todo el país. Oriente, que tradicionalmente había sido la cabeza de las luchas revolucionarias desde la época de Martí, Maceo y Máximo Gómez, aún antes, desde la época de Carlos Manuel de Céspedes, volvía a ponerse a la cabeza de la lucha contra la dictadura.

 Al conocer la caída del héroe de la lucha clandestina, diría el Che:  “De tal manera acababa una de las vidas más puras y gloriosas de la Revolución cubana,  y el pueblo de Santiago, de La Habana y de toda Cuba  se lanzaba a la calle en la huelga espontánea de agosto, caía en una censura total la semi censura del Gobierno e iniciábamos una nueva época expresada por el silencio de los cotorros pseudo oposicionistas y  y de los salvajes asesinatos cometidos por  batistianos en toda Cuba, que se ponía en pie de guerra”.

“Con Frank País perdimos uno de los más valiosos luchadores, pero la reacción contra su asesinato demostró que nuevas fuerzas se incorporaban a la lucha y que crecía el espíritu combativo del pueblo”

 

 

jueves, 12 de junio de 2025

 

Maceo y Che hermanados en la historia

 

.Orlando Guevara Núñez

 

El 14 de junio, une en sus natalicios a dos grandes patriotas forjadores de la historia cubana: el Lugarteniente General del Ejército Libertador Cubano, Antonio Maceo Grajales, nacido en Santiago de Cuba en 1845, y a Ernesto Guevara de la Serna, el Che, venido al mundo en Rosario, Argentina, en 1928.

 

Lo que más une las vidas de Maceo y el Che, sin embargo, no es la coincidencia de una fecha. Los une, sobre todo, su lucha por la libertad y la independencia de Cuba, la coincidencia de sus vidas y de su obra.

Antonio Maceo, arriero, devenido brillante estratega militar durante las guerras cubanas contra el ejército colonial español en el siglo XIX, fue a la vez un hombre de pensamiento avanzado, capaz de aquilatar las corrientes políticas de su época en Cuba y situarse incondicionalmente al lado del independentismo.

 

El Che, joven médico, comprendió desde temprano que la verdadera medicina para curar los males de los oprimidos era su redención mediante la Revolución. Revolución con apellido: socialista.

Ambos, en el fragor del combate, con un valor y una entrega sin límites, ganaron los máximos grados militares del Ejército Libertador y del Ejército Rebelde, respectivamente.

 

Los une en nuestra historia la proeza de dos  invasiones  militares desde el Oriente hacia el Occidente del país, en ambos casos victoriosas y decisivas en el curso de la guerra. El 22 de octubre de 1895, Maceo partió desde Mangos de Baraguá y llevó la llama de la guerra hasta Mantua, en la provincia de Pinar del Río, campaña que cumplió en enero de 1896.

 

En agosto de 1958 el Che partió, con su Columna 8 Ciro Redondo, para la invasión y llegó hasta Las Villas, donde combatía y doblegaba a las fuerzas de la tiranía batistiana cuando se produjo la victoria revolucionaria del 1ro. de  enero de 1959.

 

Por coincidencia histórica, junto a Maceo, la invasión fue dirigida por un combatiente internacionalista de origen dominicano, el Generalísimo Máximo Gómez Báez. En l958, el internacionalista fue el Che, junto al Comandante Camilo Cienfuegos, al mando de la Columna número 2, que supo honrar el nombre – no por coincidencia- de Antonio Maceo.

El Titán de Bronce, Antonio Maceo, nos legó a los cubanos la intransigencia y los principios en la lucha. Y con su viril Protesta de Baraguá, nos enseñó a no concertar nunca pactos indignos con el enemigo. 

 

Refiriéndose a los Estados Unidos, prefirió luchar sin su ayuda antes que contraer compromisos con un vecino tan poderoso. El Che nos alertó que en el imperialismo no podía confiarse absolutamente nada. Y tanto en la guerra como en la paz, su posición no se alejó nunca de la intransigencia revolucionaria y de los más firmes principios.

 

Antonio Maceo veía la lucha por la independencia más allá de las fronteras cubanas y expresó que, conseguida la libertad de su patria, no le gustaría envainar su espada hasta no lograr la de Puerto Rico. El Che, luego de defender al gobierno guatemalteco de Jacobo Arbenz, derrocado en 1954 por una invasión norteamericana, vino a Cuba como expedicionario del Granma, con el compromiso previo de que liberada la patria de José Martí, proseguiría su lucha por igual objetivo en otras tierras del mundo.

 

Antonio Maceo no pudo ver el triunfo de su lucha, porque cayó en combate el 7 de diciembre de 1896. Cuando en  1898  ya  España no estaba en condiciones de sostener la guerra ni su poder colonial en Cuba, el triunfo de las fuerzas cubanas fue usurpado por la intervención del gobierno de los Estados Unidos, dando paso a que nuestra nación pasara de colonia española a neocolonia del Norte revuelto y brutal que nos desprecia, como lo había calificado José Martí.

 

El Che vio coronada su lucha con la victoria de la Revolución cubana. Pero brindó también su esfuerzo para fomentar la independencia africana, en El Congo, y cayó en Bolivia, hecho prisionero –herido e inutilizadas sus armas- el 8 de octubre de 1967 y asesinado por órdenes de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos al día siguiente. Sus ideas y su ejemplo, sin embargo, están vivas y se extienden con fuerza de presencia no sólo por los pueblos que han alcanzado su libertad, sino también por los campos irredentos de nuestra América, donde la lucha por su segunda independencia está ya en marcha indetenible.

 

De Maceo aprendimos que la libertad no se mendiga, que se conquista con el filo del machete, porque mendigarla es propio de cobardes incapaces de ejercitarla. Y asumimos también su decisión de que quien intente apoderarse de Cuba recogerá el polvo de su suelo anegado en sangre si no perece en la lucha.

 

Del Che aprendimos los cubanos – y eso lo hemos demostrado en nuestra tierra y en nuestras gloriosas misiones internacionalistas- que dondequiera que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado a un oído receptivo y otras manos se extiendan para empuñar nuestras armas y otras voces se alcen para entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria.

 

Cuando Maceo, mortalmente herido, cayó en el campo de combate, sus últimas palabras fueron ¡Esto va bien! Así, su vida le ganaba una batalla a la muerte, pasando a símbolo imperecedero del pueblo cubano.

Cuando el Che se despidió de nuestro pueblo, con su ¡Hasta la victoria siempre! expresó su convicción de que la lucha sería algún día coronada con el triunfo. Ese día, el Guerrillero Heroico creció y se hizo más inmortal.

 

Maceo y el Che, por todo esto, se unen en nuestra memoria no solo cada 14 de junio por sus natalicios. Están presentes cada día, como símbolos de patriotismo, de dignidad, de altruismo y de intransigencia revolucionaria. Símbolos de rebeldía y de Revolución.

 

 

 

viernes, 6 de junio de 2025

 

Cara de Yagruma (cuento) 6 de junio, homenaje al MININT en su aniversario  64

 

Autor:   Orlando Guevara Núñez

   Hacía mucho tiempo que el viejo Eusebio no le miraba la cara a nadie. Ni siquiera conversaba como antes con los vecinos. Y hasta había dejado de frecuentar la pequeña tienda del batey, donde por las tardes se encontraban los viejos de la cooperativa para charlar sobre las siembras, la maldita sequía que todo lo mataba, los planes de producción y también sobre los alzados que merodeaban la zona.

   Su rostro campesino, curtido por el sol y las rudas labores del campo, había resistido ya sesenta y cinco años sin dejarse vencer por las arrugas. Su figura, de mediana estatura, no parecía dispuesta a dejarse doblegar. ¿Para qué gastar el tiempo en ponerse viejo?, contestaba sonriente cuando alguien se refería a su vitalidad.

   Pero desde algún tiempo atrás, muchas cosas se habían transformado en él. Su carácter se había tornado huraño, taciturno y hasta su saludo era ahora seco, casi obligado.

   Y todo comenzó aquel día. O mejor dicho, aquella noche que Eduardito -único varón entre sus siete hijos- llegó a la casa en compañía de media docena de gentes extrañas.  Andaban todo bien armados, pero no parecían ser de las milicias. Y se apreciaba que llevaban muchos días sin salir del monte. Eusebio notó en ellos el susto y el recelo de quien huye de algo y se preocupó mucho más cuando Eduardito, al indagar él sobre sus acompañantes, le contestara sólo con una insólita petición.

  - Papá, nadie debe saber que esta gente estuvo aquí. ¿Me oyó?  ¡Nadie!

   Y Eusebio no contestó nada. Pero desde esa noche comenzó a sentir que el mundo se le venía encima. Ahora no tenía ninguna duda sobre la realidad de que aquellos hombres eran bandidos. Y de que tal vez integraban la pandilla de Paco Antúnez, el mismo que durante la tiranía había asesinado a Toñeco, el bodeguero del batey y asolaba los patios de los campesinos y abusaba de las mujeres del barrio con el mayor descaro. Siempre había sido un esbirro. Y ahora Paco Antúnez estaba alzado por aquel lomerío. Y le desgarraba el alma la sola idea de que su hijo lo estuviera ayudando.

   Tanto se arremolinaron los pensamientos en su cabeza, que no pudo dormir durante toda la noche. Se sentía aplastado. No podía concebir que su hijo fuera cómplice de los bandidos; pero las evidencias eran irrebatibles y sólo sus sentimientos de padre le exigían la búsqueda de otras pruebas.

   Fue por eso que cuando todos se acostaron en la casa, esperó que Eduardito estuviera bien dormido. Y penetró con sigilo en el cuarto del muchacho y observó cada detalle a su alrededor. Hacía mucho que no miraba a su hijo dormido, como cuando era chiquito y él, observándolo, se forjaba muchas ilusiones de que llegara a ser un hombre honrado como el padre.

   Las botas, enfangadas, casi selladas por la mezcla barrosa que bien sabía él sólo existía camino de las lomas. El brazo derecho del muchacho seguramente había tropezado con una zarza del monte, porque una herida en forma de V así lo atestiguaba. Y confiando en el profundo sueño de Eduardito, el viejo se acercó a la cabecera de la cama, tocó la sudada camisa del hijo, y sus dedos, sin nada de temblor, hurgaron en los bolsillos, en busca de las pruebas que necesitaba.

   En el bolsillo derecho, sólo una cajetilla de cigarros mentolados, de fabricación norteamericana. En el izquierdo, un fajo de billetes cubanos. No quiso contarlos, pero sabía que eran muchos más de los que podía manejar el muchacho. Por debajo de la almohada, el cañón de una pistola calibre 45 parecía estar en vigilia. Y al devolver a su lugar los billetes, un papelito doblado muchas veces cayó al suelo. Eusebio lo tomó, lo desenvolvió poco a poco y sus ojos recorrieron ansiosos el texto corto, de sólo dos líneas escritas en letras grandes de imprenta: Cubano, ¡Lucha contra el comunismo!

   Y ya no necesitó más pruebas. Su vista corría ahora del papel hacia el cuerpo de Eduardito. Del cuerpo del hijo hacia el papel. ¡Cuántas ilusiones rotas! ¡Cuánta distancia lo separaba ahora del hijo, teniéndolo tan cerca! Hasta que salió del cuarto con la cabeza inclinada sobre el pecho. Tampoco esa noche pudo pegar los ojos.

   Por la mente del viejo campesino pasaban ahora, uno a uno, los acontecimientos de la zona durante los últimos meses. Y veía con mayor claridad por qué Eduardito no había querido ingresar a la cooperativa y se había negado también a participar en la lucha contra los bandidos. Y recordó algunas advertencias de sus amigos cercanos: “Ponle atención al muchacho, Eusebio, ponle atención”.

   Esa noche, para Eusebio sólo hubo desvelo y meditación. Y cuando los gallos comenzaron a anunciar la madrugada, todavía él estaba despierto. Y se levantó sin mucha prisa. Y ni siquiera esperó el café, como siempre lo hacía, ni fue para la estancia, sino que ensilló el caballo y se dirigió hacia el pobladito cercano.

   - No se preocupe, Eusebio, nosotros nos encargaremos de ese asunto, le contestó con un tono apenado el Capitán jefe del Puesto de Milicias.

   Y el viejo regresó a la casa. Eran ya las once de la mañana. Eduardito había salido sin decir hacia dónde. Y Eusebio penetró de nuevo en la habitación y lo contempló todo durante largo rato, como si lo hiciera por última vez. Después salió con el sombrero de yarey atascado hasta las mismas pestañas.

   Tres meses habían transcurrido ya desde aquella noche. Ahora Eduardito permanecía menos tiempo en la casa. Y al trabajo asistía muy poco. El alejamiento era cada vez mayor y más torturante. Hasta que Eusebio decidió hablar con el hijo de hombre a hombre. Y sólo las viejas yagrumas del fondo del patio sirvieron como testigos.

   -Tú estás ayudando a esos cabrones. Tú estás  enredao con esos bandidos. Y si eso es así, ¡tú eres tan cabrón como ellos, coño!

   - No se meta en estas cosas, papá, yo sé lo que hago.

  - Y yo también sé lo que haces. Lo mismo que todos ellos, matar, robar y querer que esto se caiga para volverse ricos. ¡Eres un  mierda!

   - Hubo un momento de silencio. Eusebio trató de mirar al hijo de frente, pero él evadió el encuentro, ladeando la cabeza.

   La voz del padre salió entonces entrecortada, con una mezcla de rabia, de impotencia, de dolor penetrante, como nunca antes lo había sentido.

   - Siempre he dicho que no seré el padre de ningún mierda. Eres igualito que estas malditas yagrumas, coño, pero acuérdate de que los hombres de dos caras nunca sirven pa´ un carajo.

   Y nada más se dijo.

   Después vino lo que vino. La noche era  lluviosa y la oscuridad y el fango parecían haberse combinado para hacer los trillos casi intransitables. En lo alto no se divisaba ninguna estrella. Los perros se mantuvieron algún rato ladrando, hasta que los ladridos se convirtieron en alegres gruñidos comprensibles para Eusebio: los visitantes eran conocidos. Y aunque no sabía quién o quiénes eran, el gesto de los animales resultaba inconfundible. Y no se equivocó. Porque al poco rato, por el trillo, apareció Eduardito, acompañado de dos hombres armados. Venían en busca de alimentos y de pilas para la linterna que ofrecía ya menos luz que la de un cocuyo. El viejo atinó a levantarse, pero al instante recordó la promesa que un tiempo atrás le había tenido que hacer al Capitán: nada de actuar por cuenta propia.

 

   - Esperen aquí en la cocina, indicó Eduardito a sus acompañantes. Voy a cambiarme esta ropa que nada más es fango.

   Los dos hombres aparentaban una tranquilidad que creció cuando desde el cuarto escucharon la voz del colaborador.

   - Acomoden las mochilas en un rincón, que terminando aquí prepararemos algo para comer y llevarle a la gente.

   Faltarían pocos minutos para las diez de la noche. Un relámpago cortó en dos mitades la bóveda celeste y por momentos pareció que la noche había cedido al día su lugar. El silencio nocturno fue roto de nuevo por los ladridos ahora alarmantes de los perros. Y desde la habitación, el viejo Eusebio se dijo: “Ahora sí viene alguien que los perros no conocen”.

   Los dos hombres que estaban en la cocina se asomaron recelosos por la única puerta de salida. Otro relámpago y pudieron verlo todo, pero ya demasiado tarde. Una decena de armas milicianas apuntaban hacia ellos.

   - ¡Aquí se acabó la cosa pa´ ustedes, coño!

   Y no hubo resistencia.

   De nuevo el ladrido de los perros, ahora con un tono feroz.    Un estruendo salido desde la habitación de Eduardito y una lluvia de disparos sobre la figura que saltando por la ventana corría en forma zigzagueante, tratando de evadirse por los trillos de sobra conocidos.

   Y después, la calma.

   Eusebio se había levantado. Y cuando el Capitán quiso darle una explicación, el viejo respondió sólo con un gesto, moviendo horizontalmente la cabeza, como queriendo decir que ninguna explicación era necesaria. Y bajó la frente, con un dolor y una vergüenza imposibles de ocultar.

   - No había otro remedio, se limitó a decir el Capitán.

   Ahora el viejo Eusebio sentía que cada vez que alguien le hablaba o lo miraba, o lo saludaba, era como si le estuviera restregando en la cara: ¡Eres el padre de un traidor!

Y por eso comenzó a apartarse de la mirada y la compañía de los demás. Y con mucha más razón cuando se supo en el barrio la verdad amarga, pero verdad al fin: Eduardito se había alzado junto a los bandidos. Y fue entonces cuando la vergüenza se transformó en coraje dentro del pecho del padre.

   - Estoy aquí pa´ que usted me deje participar en las operaciones, Capitán. Conozco muy bien la zona, los escondites y fuerzas me quedan todavía, parece, digo yo, puedo demostrar…

   - Usted no necesita demostrar nada Eusebio, lo interrumpió el Capitán. Vaya para su casa. Ya los milicianos andan bien adentro y creo que esto está llegando a su fin. Yo lo comprendo, viejo, pero no insista, regrese a su casa.

   De nuevo el dolor y la impotencia.

   Pero el Capitán tenía razón cuando le dijo a Eusebio que ya la cosa estaba llegando a su fin. Porque en menos de una semana, los milicianos habían puesto fuera de combate a los alzados. El viejo lo supo enseguida, pero no preguntó nada a nadie, aunque en su interior una interrogante le desgarraba el alma. ¿Y Eduardito?  ¿muerto? ¿herido?  ¿prisionero?  ¿fugitivo?. Pero el dolor se escondía tras la indiferencia. O la indiferencia tras el dolor. Por eso reaccionó como lo hizo cuando dos jóvenes vestidos de verde azul, armados con fusiles R-2 checos y la cabellera más crecida que de costumbre, llegaron hasta el portal de su casa.

   - Díganle al Capitán que yo no tengo na´ que ir a buscar allá. Que ya la cosa se acabó.

   Los milicianos se miraron entre sí. Conocían al viejo y sabían por qué se negaba a ir. Y que no sería fácil convencerlo.

   -El problema es que lo mandan a buscar porque su hijo está muy mal herido y tiene que ser pronto…

   Los ojos del viejo relampaguearon ante la noticia. Pensó un momento. Pero después miró a los milicianos y como si la tierra se estuviera hundiendo bajo sus pies, atinó sólo a balbucear:

   - Díganle al Capitán que yo no voy a ver a nadie, que yo… ¡que yo no tengo ningún hijo herido, coño!

   - Pero tenemos la orden de que usted vaya, viejo, insistieron los muchachos, en un tono donde la orden casi se confundía con un ruego. Eusebio fijó los ojos en ellos, bajó la cabeza y clavó su mirada en el suelo, como si quisiera penetrar en él.

   -Está bien, “mijos”, voy. Y la palabra “mijos” se le detuvo en los labios.

   Todo el camino hacia el Puesto de Milicias se hizo en silencio. El Capitán los esperaba en la puerta.

   - Vamos rápido para el hospital, Eusebio, el muchacho está grave.

   Ya en el interior del hospital, Eusebio dejó que el Capitán fuera delante. Entraron a un salón con muchas camas. Y el viejo buscó incansablemente con la vista. Pero el Capitán no se detuvo, siguió de largo, hasta llegar a un pequeño saloncito, con sólo dos camas, custodiadas por dos milicianos. En una de ellas estaba Eduardito. Una transfusión de sangre alimentaba las venas del herido. La frente muy pálida. Los ojos  semicerrados. Y Eusebio se quedó paralizado, sin decir una sola palabra, pero mirando infinitamente al hijo.

   - Nos vamos, dijo el Capitán, poniendo las manos sobre el hombro del viejo. Y Eusebio giró sobre sus pasos como un autómata.

   Y ya era bastante tarde cuando el Capitán y el viejo Eusebio Martínez llegaron a la casa del pequeño batey. Pero no se despidieron en el callejón, donde había quedado parqueado el yipecito. Tomaron el trillo estrecho que conducía al bohío, aunque sin detenerse en él, porque el jefe del Puesto de Milicias le sugirió seguir hacia el patio.

   Y allí, bajo las frondosas yagrumas, sólo el Capitán habló.

   - Yo sé que usted no me ha perdonado prohibirle su participación en la operación. Todo esto ha sido muy duro, Eusebio, ¡muy duro! Sé de la vergüenza que usted siente desde hace muchos meses, porque yo también tengo hijos. Por eso quise que usted viera hoy a su hijo y por eso vine a hablar con usted en este mismo lugar, como él me lo pidió. El muchacho se salvará, viejo, ¡se salvará!  Y lo único que tengo que decirle es que hay hombres que alguna vez tienen razón para ser como las yagrumas, sin ser de esos que no sirven pá un carajo. Y por eso le digo que levante bien la frente, coño, levántela, porque usted… usted no es el padre de ningún mierda, Eusebio, ¡Usted no es el padre de ningún mierda!