.Orlando
Guevara Núñez
Los años transcurridos no han disuelto en el
olvido la imagen desgarradora de Morejón. Porque aquel hombre pequeño, de
endeble figura, de andar pausado y muy poco hablar, era para los muchachos del
barrio algo así como un personaje misterioso, digno de lástima. Y no era por la
forma en que él actuaba, sino por lo que sobre su enfermedad nos decían las
personas mayores.
Si estábamos en un lugar y llegaba Morejón,
debíamos irnos. Teníamos prohibido
hablar con él, darle la mano o estar cerca de donde su tos lo acosara. Y nadie
hablaba claro sobre su enfermedad. Sólo a
alguien, casi a escondidas, le escuchamos decir que estaba tísico y que eso era contagioso, que
“se pegaba”.
Por
eso todo el mundo rehuía la presencia del enfermo. Y aquel hombre pobre,
gravemente quebrantada su salud, tenía entonces que soportar, además del dolor
de la enfermedad, el de saberse esquivado, temido y dramáticamente abandonado.
No
era asistido por ningún médico. Y las veces que buscó esa ayuda, las recetas de
nada sirvieron y quedaron impotentes en sus bolsillos, donde el dinero no llegó
nunca para comprar las medicinas.
Morejón no podía trabajar, ni contaba con otros recursos para su
subsistencia. Y duró un poco más porque los vecinos y familiares lo ayudaban en
algo, aunque votaran las vasijas en las cuáles él tomaba o comía, después que
el hombre se iba…
Hasta
el día en que la enfermedad lo venció. Cuando murió, ya no parecía un ser
humano. Un carpintero del barrio hizo una caja tan estrecha como el cuerpo del
fallecido y la forró con una tela negra.
Otra vecina donó una sábana blanca para cubrir el ataúd por dentro. Con eso se
ahorraban los catorce pesos que para
entonces costaban los sarcófagos. De los muertos pobres, aclaramos, y que en
este caso no había quien pudiera pagarlos. Y así fue enterrado.
Muchos
años después de aquel episodio, supimos sin rodeos el nombre de la enfermedad
de Morejón: tuberculosis. Y supimos
también que murió por falta de recursos
para pagar el precio de su vida. Ahora, cuando recuerdo el rostro de aquel
hombre humilde, pienso que la mayor desgracia de Morejón no fue, precisamente,
su enfermedad, sino el haber sido pobre y enfermarse en su propia tierra antes
de 1959.
La muerte y la miseria volaban siempre como
buitres hambrientos sobre los hogares de los desposeídos y se asentaban en ellos
con crueldad y ensañamiento. La peor enfermedad era la pobreza.
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