.Orlando Guevara Núñez
Siempre hay gente que se ablanda y cierto es que muchos que se han aflojado, no aguantaron y tomaron el rumbo Norte, inclinando el cuello para uncirlo de nuevo al yugo. La mayoría escogimos la estrella que ilumina y mata y con ella en la frente continuamos vivos.
Luchando contra el bloqueo, las agresiones y amenazas, me elevé, como millones de cubanos, a la condición de revolucionario. Frente a esa política me hice miliciano. Y cuando conocí mejor al enemigo y tuve conciencia sobre sus verdaderas raíces y sobre todo profundicé en las nuestras, sin proponérmelo como meta, me convertí en comunista. Los diecinueve años de edad me encontraron ya en las filas del Partido de Fidel. Y cuando aprendí que los tentáculos del enemigo trascendían nuestras fronteras y era necesario cercenarlos en cualquier parte del mundo, fui internacionalista y más antimperialista.
No es que haya llegado a la convicción comunista porque me lo impusiera el bloqueo. Eso hubiese llegado con el desarrollo de la Revolución, pero las agresiones norteamericanas a nuestro país aceleraron mi formación revolucionaria. Lo de antimperialista sí viene directamente de ahí, de las amenazas y agresiones, de los intentos de chantaje, de los sabotajes y crímenes contra nuestro pueblo.
Allá en el irredento continente africano, en la República Popular de Angola, fui testigo de una de las barbaries más despreciables contra el género humano: el colonialismo. Un abominable y despiadado bloqueo contra los derechos y la dignidad de los hombres.
Soldados que se divertían por los caminos disparándoles a las personas, cual si éstas fueran animales salvajes; negros perseguidos y asesinados por el único delito de querer estudiar; un blanco abofeteando a un negro y éste obligado a reverenciar al agresor con la humillante súplica de !bien, señor!; los hombres de piel negra sin tener oportunidad de llegar a operarios –sólo ayudantes- en una fábrica, sin acceso a otro departamento que no fuera el suyo y ante un desperfecto estar obligados a salir sin poder ver lo que se había roto ni cómo se reparaba. Mujeres vendidas o cambiadas por dinero o reses. Tribus casi salvajes, sin haber visto nunca a un médico, ni a un maestro; hombres, mujeres y niños embrutecidos, esquilmados por un sistema aborrecible y genocida. Ancianos de sólo cuarenta años de edad.
Muchos hermanos angolanos se asombraban del proceder de los combatientes internacionalistas cubanos. No podían comprender desde el inicio la verdadera razón de nuestra presencia en su país, a miles de kilómetros del nuestro. Para ellos, acostumbrados al abuso, a la discriminación y al maltrato de los colonialistas, era una novedad que rayaba con lo increíble vernos cargar y acariciar a sus pequeños hijos, compartir los a veces escasos alimentos, respetar a sus mujeres.
Ver en las filas de nuestro Ejército a un negro jefe de un blanco, era algo así como una escena de ficción. Y así fue la misión. De allá regresamos sólo con el tesoro de nuestros muertos y el honor de haber contribuído a la victoria contra el colonialismo, el racismo, el apartheid y también contra el imperialismo.
Después de esa experiencia quise más a mi Revolución, a mi país y odié con más fuerzas al sistema imperialista. Esa gloriosa misión internacionalista, como otras, unió más a nuestro pueblo y lo enseñó a medir sus propias fuerzas. Desde entonces fuimos capaces de defender con más efectividad nuestra propia tierra.
Es una realidad que en estos años no ha existido una sola actividad sin la dañina marca del bloqueo. Y el mejor antídoto contra esa marca ha sido la voluntad de resistir y vencer. A veces cortando caña sin poder afilar la mocha o con una casi inservible. Sin fertilizantes para las plantaciones. Con cifras irrisorias de combustibles. Sin poder regar aún contando con el agua. Fábricas paradas por falta de materias primas o recursos energéticos. Equipos inutilizados por falta de piezas de repuesto, incluidos los que pudieran agilizar un diagnóstico, aliviar un dolor o salvar una vida en un hospital. El bloqueo lo ha minado todo, menos la moral, la vergüenza y la decisión de lucha.
Pienso que no existe ningún país tan afectado por un bloqueo como lo ha sido el nuestro. Cuando Estados Unidos implantó esa medida, casi todo lo que Cuba vendía era a esa potencia y también lo que compraba venía de allá. Nos quedamos entonces sin tener a quién venderle ni a quién comprarle. Treinta años después sucedió lo mismo. Cuando se derrumbó el Campo Socialista y cayó también la Unión Soviética, nuestra economía dependía de las relaciones con esa área. Y volvimos a quedarnos sin mercados para las ventas y compras. Cualquier otro gobierno, sin la base popular del nuestro, no habría durado un día en el poder. Ninguno sin la heroicidad del nuestro habría podido resistir.
Puede llegarse a la conclusión de que la inmensa mayoría de los trabajadores cubanos comenzó su vida laboral cuando ya estábamos bloqueados. Obreros, técnicos y cuadros, han desarrollado toda su actividad creadora discutiendo todos los días lo que falta, el recurso por llegar o que no llegó nunca, o lo hizo fuera de tiempo. Nuestro pueblo ha sufrido y sufre aún el rigor de las carencias. Eso es verdad. El barco que no llegó con los granos o con la grasa. Las cuotas atrasadas de productos básicos. La leche para los niños, ancianos y enfermos, sujeta también al brutal bloqueo. Muchas veces, aún teniendo el dinero, no se ha podido comprar lo necesario.
En esas condiciones, no ha sido fácil asimilar y explicar que el Socialismo no es escasez, limitaciones y pobreza. Que este es un socialismo bloqueado desde antes de nacer, agredido desde su cuna y contra él han apuntado y apuntan las más destructoras armas del enemigo. No ha sido posible desarrollarnos en paz, utilizar los recursos disponibles en el crecimiento de la economía y el bienestar social. Aún así, la obra de la Revolución es tan inmensa que lo ha transformado todo a favor del pueblo.
Conozco casos de científicos trabajando interminables jornadas y ya realizados sus logros, tener que esperar largos períodos para verlos materializados, no por falta de comprensión de alguien, sino porque los recursos necesarios no se tienen. Sé de médicos que han llorado ante una vida que se pierde o un mal que se agrava sin poder contar con la medicina salvadora, impedida de llegar a nuestro país por las barreras del bloqueo.
El sadismo y la infamia de nuestros enemigos son tan desmedidos y bajos que, además de hacer todo lo posible para destruirnos, han querido siempre presentar nuestras dificultades como deficiencias administrativas y del sistema socialista. Y no pocos incautos han formado coro con esas voces, sumándose a las campañas contra la Revolución, aunque ni siquiera así han podido ocultar nuestros logros.
Nadie ha sido más crítico sobre nuestra propia obra que el principal artífice de ella, nuestro Comandante en Jefe Fidel Castro. Y ningún pueblo, como el nuestro, ha aprendido a pensar con igual sentido crítico sobre sí mismo.
Se dice que el bloqueo imperialista ha costado a nuestro país más de un millón de millones de pesos y que ha retardado por lo menos en quince años nuestro desarrollo. Esas son cifras irrebatibles. Haber alcanzado y mantenido así las conquistas que tenemos, ha sido una tarea de gigantes. Y no por ello soslayamos deficiencias, pero con la comprensión de que ningún otro sistema es superior al nuestro y lo que nos compete es perfeccionarlo, no debilitarlo y destruirlo, como hicieron otros, subyugados por los cantos de sirenas convertidos hoy en fieros aullidos de lobos.
A veces es necesario volver la vista y el recuerdo hacia el pasado capitalista. Recordar de dónde venimos, para comprender dónde estamos y hacia dónde vamos.
Nos duele que a un niño se le garantice un litro de leche fresca, en polvo o pasteurizada, sólo hasta los siete años de edad. Pero antes de enero de 1959 ni siquiera eso existía. En nuestras zonas rurales no llegaban al doce por ciento los menores que tomaban leche. El analfabetismo campeaba, sepultaba inteligencias. Nos molestan los apagones –ya son muy escasos, casi extinguidos- pero en la etapa prerrevolucionaria menos del cuarenta por ciento de los hogares tenía luz eléctrica y en el campo la abrumadora mayoría-màs de un 90 por ciento- no conocía ese servicio. Faltan algunas medicinas en las farmacias, pero antes había menos y los pobres no podían comprarlas.
Hubo Moncada, Granma, Sierra Maestra, lucha clandestina, guerra revolucionaria y victoria para cambiar todo eso. Y el cambio es asombroso, pero no ha podido ser todo lo grande posible, porque ha sido labrado sobre obstáculos que habrían hecho detener y retroceder a cobardes y vacilantes. La inmensa mayoría de nuestro pueblo reconoce esa irrebatible verdad.
Recuerdo con emoción una respuesta de una anciana santiaguera a un visitante norteamericano, amigo de Cuba, luchador allá para que su gobierno ponga fin al bloqueo. Caminando por una calle, a pleno día, los huéspedes pidieron llegar a un hogar, escogido al azar. Y así lo hicieron. En la casa estaba un matrimonio, encinta la mujer, una niña de unos diez años y una anciana octogenaria. Conversaron sobre la vivienda, sobre la atención a la embarazada. No hubo quejas. Y cuando una pregunta quiso descubrir en la viejita lo que ella pensaba sobre el bloqueo, la respuesta fue rápida como un disparo: “El bloqueo nos ha estado matando y lo que más siento es que con lo mucho que Fidel ha luchado por nosotros, no ha podido darnos todo lo bueno que él quiere. Ese bloqueo hay que acabarlo”.
Cualquier familia habría contestado como esa. Es un sentimiento de pueblo. Es ese el pueblo que el imperio trata de doblegar, de matar por hambre o enfermedades o rendirlo por temor. El mismo pueblo al que no han podido, ni podrán nunca, bloquearle su dignidad.
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