.Orlando Guevara Núñez
Entre aquellos
muchachos, habitantes de una pequeña y pobre barriada, pudo haber muchos como Miguel
Cuevas, Alarcón, Muñoz, Chávez, Huelga, Hechavarría, Laffita, Arias, Aquino,
Casanova, Kindelán, pero…
Los
jóvenes que soñaban con ser como Jiquí Moreno, Marrero, Duany, Roberto Ortiz,
El Gibarito de Regla o Adolfo Luque y otras estrellas de los equipos
profesionales cubanos: Habana, Almendares, Cienfuegos y Marianao, no tenían ni siquiera
donde jugar a la pelota. Por eso se veían obligados a entablar los desafíos en
improvisados “stadiums”, cuyos escenarios eran los caminos, plazoletas, las mal
trazadas calles del barrio-más bien callejones- y hasta en las guardarrayas y
potreros.
Pero eran tesoneros en su empeño. Hasta que
consiguieron uno de sus más caros anhelos: tener un pequeñito campo deportivo,
dedicado a la única disciplina deportiva
que conocían y practicaban, la pelota.
El terreno estaba enclavado en medio de la
barriada. Y pese a que el espacio era reducido, servía bien para los juegos, en
los cuales no se producían grandes batazos por varias razones. En primer lugar,
la poca fortaleza, preparación física y técnica de los atletas; en segundo,
porque las pelotas eran de fabricación casera y no resultaba fácil enviarlas lejos. Y tercero, porque si
la bola se metía en los patios y se perdía -al no haber otra- ¡ahí mismo
terminaba el juego!
De todas maneras, haber conseguido aquel
“cuadrito” de pelota era un gran acontecimiento, merecedor de una celebración.
Y con ese objetivo se preparó una actividad, a la cual asistirían los
habitantes del barrio, como señal de consentimiento a que los muchachos jugaran
allí.
La alegría reinaba entre los peloteros.
Mas, como ley del desarrollo, la
solución de una necesidad siempre ha engendrado otras. Y por eso, resuelto el
terreno, tuvieron los muchachos ante sí un nuevo dilema: ¿Cómo resolver los
guantes, mascotas y los trajes para el equipo?
Recursos
no tenían para comprarlos. Por eso pensaron y pusieron en práctica una idea que
para todos pareció infalible: invitar al alcalde
de barrio para que hablara en el acto de inauguración. Si eso se lograba,
lo demás “se caería de la mata”, pues de seguro que el orador se comprometería
a resolver los implementos deportivos tan necesarios. Y la invitación fue
aceptada.
El día de la fiesta inaugural al fin llegó.
Todo el barrio estaba presente. Cuatro saquitos de yute, rellenados con
aserrín, servían de almohadillas en las bases;
los bates de roble y de güira eran ese día un estreno. Algunos jugadores vestían trajes
hechos con sacos de harina, portando en la espalda el número utilizado por sus
peloteros favoritos. El primer desafío se avecinaba y cercano estaba también el
momento de saber si el invitado “soltaba algo”. La mayor atención, pues, no
estaba en lo que él pudiera decir, sino en lo que pudiera dar.
Anunciado
el alcalde de barrio, fue largamente
aplaudido. Pero su discurso resultó tan corto que sólo atinó a balbucear que no podía decir nada, por la
emoción que lo embargaba. Y no ya como
orador, alcanzó a decir algo más. Se mostró muy agradecido por el gesto de
invitarlo y expresó su obligación de demostrar con algo su gratitud. Era el
momento esperado.
La
alegría cobró vida junto a las esperanzas de los muchachos. Y ante las ansiosas miradas, tanto de los
peloteros como de los fanáticos, el hombre introdujo su mano derecha en el
bolsillo del pantalón, extrayendo un billete que entregó al “manager” del
equipo local. Y cuando todos buscaron identificar el valor de aquel billete,
descubrieron la amarga y decepcionante verdad: se trataba, con toda la mejor
intención del mundo, de un billete de lotería para que “si salía premiado”, los
muchachos pudieran comprar los ansiados guantes, pelotas, mascotas, trajes…
La última esperanza se esfumó el sábado
siguiente, día del sorteo. Y los muchachos, desilusionados, siguieron jugando
en su pequeña barriada, con pelotas caseras, bates rústicos, guantes y mascotas de sacos, caretas de alambre y trajes
de sacos de harina, hasta que un día, inesperadamente, les llegó el Premio
Mayor. No precisamente el de la Lotería, sino el del
Primero de Enero de 1959. El triunfo de la Revolución cubana, que convirtió el deporte en un derecho de todos..
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